Aurora Pimentel: «El hogar es el espacio de libertad y autenticidad que nos queda»

La escritora y traductora charla con GACETA acerca de su último libro, una guía chestertoniana sobre el hogar, la casa y el ámbito familiar

Hace un par de años, como Trabajo Fin de Máster, Aurora Pimentel Igea, autora de En casa, comenzó a investigar sobre las ideas del hogar y lo doméstico en Chesterton. No le era desconocido el autor inglés al que había traducido para Rialp (Historia de la familia, 2023). Asegura que tanto disfrutó con el contexto histórico como con la propia vida de Chesterton, desde su infancia y juventud, junto a sus padres y hermanos, como con la que formó con su mujer, Francés Blogg, que comenzó a identificar qué nos podía decir hoy el autor a estos hogares tan diferentes de nuestros días. En casa es una buena guía a seguir y divertida de ese chestertonismo que resiste a las modas y sigue de plena actualidad. Créanme, Aurora Pimentel, cuyo reino es el de los afectos como goce y como entrega, te hace sentir en casa.

¿No cree que la familia, el hogar, no se fue nunca, que lo que ha vuelto es la conciencia de su valor? Las cosas naturales siempre vuelven, decía Unamuno

Pues en gran medida sí, ocurre también que en esta época hay personas que sienten un gran desarraigo -desarraigo sentimental, moral, material, etc.-, necesidad de raíces y amparo. En ese sentido el hogar creo que es tanto ese lugar concreto que da cobijo a la vida privada y familiar como una aspiración más profunda. En cierto modo lo veo como una nostalgia que nos revela quiénes somos y, también, a qué estamos destinados. Chesterton en un poema suyo, The House of Christmas, lo muestra, y también lo hace Vladimír Holan en su poema Resurrección.

Cada vez se vuelve más a lo de antes, que parece estar de moda ahora. Lo clásico, lo intemporal… Es como cuando preguntaban al torero Rafael Gómez El Gallo, «Maestro, ¿qué es lo clásico?» Y contestaba: «Aquello que no se puede hacer mejor»

Me encanta esa definición y, a la vez, es evidente que el hogar ha cambiado. Por eso en el libro En casa trato de diferenciar aquello atemporal que tiene el hogar y las ideas que al respecto Chesterton defendía de lo que pudo quedar prendido de sus concretas circunstancias biográficas o del tiempo en que vivió. En la vida de Chesterton hay datos que tienen mucha relación con lo que pensaba sobre el hogar: no fue a un internado -algo raro para la clase social y época-, tampoco vivió solo, salió de casa de sus padres para casarse, su padre fue un tipo con mil intereses más allá del trabajo (todo lo contrario de aquel Mr Banks, el padre en los cuentos de Mary Poppins). Por otro lado, como clase media que era y propio de su tiempo, en su casa (de soltero y de casado) hubo siempre ayuda doméstica, algo que no puede obviarse.

Célebre es aquella anécdota de Chesterton que da título a su libro. Me refiero a aquella respuesta a un gran despistado Chesterton por parte de su mujer. «Estoy en Harborough, ¿dónde se supone que debería estar?» Respuesta de su mujer: «En casa» Y lo confirmaba la Madre Teresa, «si quieres cambiar el mundo, ve a casa y ama a tu familia»

La anécdota sirve para conocer algo a ese Chesterton genial, caótico y tronchante, y a quien fue su gran amor y arraigo, Frances Blogg, su mujer. Ella llevaba toda la logística de su marido en cuestión de conferencias y artículos (y, por cierto, importante, también la de la casa) hasta que por fin encontraron una secretaria, Dorothy Collins, que pudo ayudarles. Su cita de la Madre Teresa me parece oportuna y me hace pensar en lo que un amigo mío me contó: el día del apagón en España volvió a su casa y, justo cuando giró la llave de la puerta para entrar, volvió la luz; las caras de sus hijas fueron un poema, luz y padre, ¡todo un símbolo! Tener una casa a la que volver es fundamental, la gran literatura nos habla del viaje y de la vuelta a casa.

Aún hay gente que opina que el trabajo en casa tiene poca importancia, poca épica, cuando posee gran trascendencia para los que la habitan. «De todas las ideas modernas generadas por la pura riqueza, la peor es esta: la noción de que la domesticidad es aburrida, sosa», decía Chesterton

El trabajo que se hace en casa tiene poco atractivo para cierta mentalidad moderna que prima lo público sobre lo privado. Por otro lado, hoy se considera impensable o arriesgado depender económicamente de un marido o que una familia viva de un solo sueldo. Habría que reflexionar en qué medida lo hemos hecho impensable, simplemente imposible… y si incluso hemos hecho de la necesidad virtud. Chesterton fue profético en esto: somos esclavos en muchos casos del Estado y de lo que él consideraba como la gran corporación. Por otro lado, el simple deseo de «me gustaría quedarme en casa mientras los niños son pequeños», por ejemplo, es algo que ni siquiera algunas mujeres se permiten expresar por miedo a pasar por «aprovechadas» o diletantes, faltas de ambición, inconscientes («¿y si te separas?»), en fin, un largo etcétera. Luego está, además, el postureo del llamado «éxito profesional» cifrado como una carrera ascendente con reconocimiento público. En todo esto yo creo ver ese deseo mimético del que hablaba René Girard: ¿yo quiero esto realmente, o quiero esto porque este otro lo tiene?, ¿o quiero ser como tú, quiero ser tú? Vivimos en ese deseo mimético bestial y parte del feminismo y otros muchos fenómenos se alimentan de eso. Chesterton también tiene una idea luminosa sobre el hogar y es eso que él califica como el «color propio» que tiene cada casa, resultado de los dos colores originarios, el de él y el de ella, un color que debe ser respetado: cada casa se organiza como quieren (y pueden, evidentemente) y no cabe imponer un único modelo, lo que sí deja él claro es que los niños no pueden ser entregados al Estado para su educación, que en casa tiene que haber alguien, y que «el ideal» los primeros años es que sea la mujer.

¡Menuda intensidad tiene una casa! En ella aprendemos y gozamos la educación, la generosidad, el amor, la convivencia, orden… Y comprendemos la vida, lo vacía que queda con el paso del tiempo cuando vives en primera persona que nadie vuelve a comprar comida, a cocinar o se acumula el polvo en los muebles porque nadie ha vuelto a limpiar… Es duro y, a la vez, una gran meditación

Todo eso que dice es verdad, y también lo es que el ámbito doméstico no es algo que podamos idealizar, está compuesto también de desorden, platos sucios, roces y enfados: nuestra debilidad es más patente ante quienes más amamos. A mí lo que más me gusta de Chesterton en cuanto a sus ideas sobre el hogar es que no es nada idealista, cuenta con que las personas somos imperfectas. Está muy bien que una casa tenga cierto orden y concierto, pero un hogar es sobre todo donde te sientes acogido, querido y, precisamente por eso, muy libre: no tienes que hacer ningún paripé. Ese dibujo de Chesterton sobre el hogar como ese espacio de libertad y autenticidad que nos queda a los humanos -sometidos a mil exigencias en lo público- me parece acertado. Por eso señalo en el libro que el hogar es uno de los últimos reductos contra la cursilería (la impostación) reinante que hoy impregna todo: ahí somos lo que somos y no puedes darle el pego a nadie.

Por cierto, dice que el espíritu de nuestros antepasados sigue viviendo. Los fantasmas forman parte, a su entender, de algo tan importante como la memoria, nuestra memoria. En la casa donde has crecido y has sido feliz rodeado de aquellos a los que quieres, ¿se puede seguir viviendo cuando ya no están?

Bueno, como lectora entusiasta que soy veo en algunas historias de fantasmas una necesidad de seguir en contacto con quienes no están ya con nosotros. Es además interesante comprobar el auge de este género en épocas de avance industrial y tecnológico. La relación de los fantasmas con la casa es evidente porque hay dos lugares donde podemos sentirnos más cerca de nuestros padres o abuelos cuando ya no están con nosotros. Uno es donde vivieron: por eso nos es tan difícil desprendernos de la casa de nuestros padres cuando han muerto. Por eso a menudo guardar y usar objetos que fueron suyos, ropa, libros, es importante. Los objetos no son las personas, pero nos los recuerdan. Chesterton lo entendía perfectamente y tiene textos preciosos sobre el valor de los objetos en nuestra vida, escribe que el mejor poema es un inventario. CS Lewis, en otro sentido, es también genial cuando hace acceder al mundo de Narnia a través de un armario.

El otro lugar, y más que lugar, momento -aunque ni siquiera es momento, es atemporal, eterno-, si uno es católico, es en misa cuando rezamos el «Santo», la plegaria que precede a la consagración y que es cuando «casi» puedes tocar con tus dedos la mano de tus padres y tus abuelos fallecidos que están, lo esperas y rezas por ello, dando también gloria y alabanza a Dios, mientras tú, de modo imperfecto, y sujeta todavía al tiempo y al espacio terrenal, también lo haces.

El coro de Antígona decía: sensatez, esa primera condición de la dicha. El diseñador Miguel Milá explicaba que, «se piensa que lo progresista consiste en destrozar todo para volver a empezar, cuando lo importante es aprovechar lo que está bien». Estudiar qué sucederá si demolemos. Si la tradición es un legado será por algo, ¿no?

Chesterton escribe que antes de echar abajo una valla que no sabemos por qué está puesta… habría que saber por qué se puso y luego ya, si la razón no nos convence, echarla abajo. Esto lo sabemos bien cuando emprendemos reformas en casa: hay muros que son de carga y no pueden rectificarse sin que la casa se nos venga abajo. Creo por eso que sus ideas sobre el hogar tienen un valor atemporal si sabemos no quedarnos prendidos del pasado que podemos «romantizar» en el peor sentido de la palabra. Eso pasa, por ejemplo, con parte del llamado movimiento tradwives, que tiene cosas buenas -el valor del trabajo en casa, la necesidad de que haya alguien en casa, negarnos a que el hogar sea un simple centro de consumo- y otras, en cambio, que te hacen reír porque se les escapa la diana y se quedan en la carcasa. No eres mejor madre por hacer pan artesanal; no podemos (ni queremos) vivir todos en el campo. El desarrollo económico ha traído cosas muy buenas, hogares más confortables, y esto no puede minimizarse. Y sí, vivimos también con errores que tenemos que abordar como sociedad.

Amamos, cuidamos y educamos de la forma en que fuimos amados, fuimos cuidados y fuimos educados, ¿no cree?

La impronta de los padres y el hogar que formaron es muy potente. Si uno tiene fe sabe que nuestra patria, nuestra casa final y verdadera, es el Cielo, pero la infancia y el hogar, cuando fuimos amados y cuidados, podría ser paradójicamente como una profecía de lo que nos espera, y es ya, sin duda alguna en esta vida, una potente ancla que nos proporciona seguridad y calor.

Chesterton escribe sobre el hogar como escribe porque tuvo una infancia feliz, es cierto, pero no es en absoluto un ingenuo. Hay que recordar que la oscuridad en el hogar existe, no ya la herida, esas limitaciones nuestras, sino la oscuridad. Nos lo cuentan cuentos infantiles terribles, el de Hansel y Gretel es un ejemplo brutal, pero hay más porque la literatura está también para mostrarnos el horror. Una simple mirada a nuestro alrededor también lo constata, desde el monstruo de Amstetten hasta otros más recientes y cercanos.

Creo por eso que es importante valorar la impronta de hogares cálidos, seguros y estables y, a la vez, saber que existe la oscuridad, no olvidarla. Y saber que quienes vivieron esa oscuridad no están abocados a repetirla, pueden hacer para otros lugares cálidos y seguros.

Por otro lado, la herida que cada uno llevamos, nuestra debilidad personal, se llega a mirar con más comprensión con el paso de los años. En el mejor de los casos, no siempre, desde luego, las personas educan, hacen hogar, como mejor saben, pueden y les han enseñado.

¿Existe la casa perfecta? ¿De qué depende que sea así, qué características no deben faltar?

La vida de Chesterton fue un ejemplo de tener la casa abierta al prójimo, él y Frances no tuvieron hijos, pero se volcaron en los de otros y en muchas personas. Emily Stimpson Chapman escribe en La mesa católica que hay que tener cuidado para que el invitar a casa no acabe siendo algo que «va de ti», y no del otro, que se centre en tu lucimiento, sea en la cocina o en la decoración, más que en acoger al otro, lo cual en esta época tan narcisista es francamente fácil. Mi marido dice que la gente va a una casa no a comer bien, sino a que se le escuche.

España tenía una tradición maravillosa de tener las casas abiertas, me lo recordaba hace poco una amiga extremeña –«Aurora, en mi pueblo la gente se dejaba caer por tu casa sin previo aviso, porque simplemente pasaba por ahí»-. También teníamos un modo de vivir en comunidad donde la gente no se parapetaba en su casa: desde el filandón (reuniones por la noche en la que se contaban cuentos y «se hilaba»), que me lo menciona siempre un amigo leonés, hasta esas comidas vecinales extendidas las mesas en las calles, algo que otro buen amigo me recordaba. Es cierto que hoy tenemos otras circunstancias variadas, pero recuperar ese sentido de comunidad es importante.

¿Cree que tras la pandemia hay un antes y un después para la casa? Muchos decidieron tirar tabiques, el que pudo se hizo jardín en la terraza, como si quisiéramos dar más cuidados a más cosas, además de a hijos y familia, ¿voy desencaminada?

En absoluto. Creo que la pandemia nos enseñó que estar solo es duro y que la soledad es el gran mal de nuestro tiempo. Y cada vez hay más a todas las edades. Creo también que algunos entendimos mejor que tener una comunidad, además de familia, es fundamental. Es cierto que la casa es un ámbito de intimidad y privacidad necesario, pero el confinamiento para mí fue malo: somos seres carnales, de presencia, hay que verse y escucharse, sea en casa, en el bar o en el parque. Lo virtual ayuda en algunos casos, el tiempo es evidentemente limitado, pero creo que hay algo raro, perverso casi, cuando lo virtual sustituye a lo presencial.

Francesca (Meryl Streep) le dice a Robert Kincaid (Clint Eastwood) en Los puentes de Madison: «Nadie entiende que cuando una mujer toma la decisión de casarse y tener hijos, en cierto aspecto su vida comienza, pero en otro se detiene». En todo caso, la idea de futuro es la que deberíamos reflexionar: ¿Compensa todo esto para en el mejor de los casos tener un despachito propio en otra oficina más grande? En Armas de mujer ya lo dejaban caer sutilmente. Nadie es más libre que quien conoce bien sus renuncias, dicen…

Es una de las ideas de Chesterton precisamente, el ser «alguien» (en el sentido de éxito público) no es algo tan importante como ser alguien para otro en el sentido de ser amado. Y esto, hoy en día, está en un segundo plano. Lo vemos en muchos frentes: tanto ganas, tanto vales; el «¿tú qué haces?» ha sustituido a ese precioso de los pueblos «y tú ¿de quién eres?»; los contactos profesionales, y el impresionante interés y tiempo dedicados a ellos, sustituyen a menudo a la amistad que no busca nada en el otro. La vida es elegir y la palabra elegancia procede de elegir. La idea de poder tenerlo todo y al mismo tiempo es irreal, y, como irreal, muy propia de nuestro tiempo. Esa escena final del despachito igual que otros 400 despachitos en Armas de mujer ya lo profetizó Chesterton.  

Acertó Chesterton en que el trabajo de la mujer fuera de casa implicaría un mayor peso del Estado en la educación de los niños. La aparente liberación de la mujer ha resultado eso, aparente… Nuestra civilización se tambalea sin el soporte de los valores de siempre. Sólo tenemos que fijarnos en el reciente apagón, que ha demostrado la libertad que da una vela, un hornillo, unas pilas, una linterna. Cuando se apagan las pantallas nos queda la realidad…

Acertó, sí. Pero es que la irresponsabilidad de otras instituciones ha sido letal, y nuestra propia falta de respuesta personal a menudo también: una sociedad materialista acaba siendo una sociedad de esclavos. No idealizo tiempos pasados, pero sí creo que había más sabiduría en muchos casos y que las personas corrientes, esas de las que habla Chesterton, hombres y mujeres a menudo sin estudios, tenían una idea más acertada de lo que la vida es. No hay más que ver las fotos de nuestros antepasados: miraban al frente, no se miraban. Y no necesitaban tanto experto para sacar niños adelante, confiaban más en Dios y en su intuición, también en la tradición, en la experiencia de generaciones pasadas. Claro que había fallos y cosas mejorables, pero el sentido común y el de comunidad era impresionante, y la comunidad también educaba: en mi infancia nos reñía cualquiera y no pasaba nada. Hoy los padres están más solos en su labor educativa, y a veces, más que solos, la han abandonado o están muy ocupados contemplando a «el niño» -de esto escribe Chesterton también-: un solo niño, objeto de mil procedimientos o métodos, todos los cuales cargan pesados fardos sobre las espaldas de sus pobres padres. No es raro que si la maternidad o la paternidad, ya de por sí demandantes de tiempo y esfuerzo, son ese nuevo cúmulo de modas (el niño no puede estar en un parque, no puede dormir solo, tienes que «mirarle» continuamente), la gente no tenga hijos. En cambio, del alma del niño nadie habla, ni de rezar con él, Dios es a menudo el gran ausente de muchas casas.

Quiero vivir en una screwball comedy. Esas películas de Frank Capra, Howard Hawks o George Cukor como Historias de Filadelfia, Vive como quieras, La costilla de Adán, El bazar de las sorpresas… ¿es grave, doctor?

Le recomiendo que se dé prisa antes que nos las censuren, en TVE ya nos ponen un cartelito que nos avisa de que «aquello» puede chocarnos. En Chesterton y sus ideas sobre el hogar he visto ese aire ácrata y divertidísimo que se respira en esas comedias, muy en concreto en Vive como quieras, pero también en el caso de España podríamos hablar de La vida por delante o La vida alrededor y, desde luego, de La gran familia.

Como Chesterton escribe en Herejes: «Precisamente porque nuestro hermano George no se interesa por nuestras dificultades religiosas, sino que se interesa por el restaurante Trocadero, la familia tiene algunas de las cualidades vigorizantes de la República». A mí todo esto me recordaba también a Guillermo, el genial personaje de Richmal Crompton, siempre riéndose de su hermana, tan romántica, o de su hermano.

La idealización del pasado es una simple re-construcción actualizada que se hace, tan falsa como esa otra versión ennegrecida de nuestros antepasados. Si ves las películas, lees las novelas, los diarios, da igual, de «antes» te das cuenta que había sombras y luz, pero que en muchos casos planeaba esa mirada sensata que proporciona el sentido del humor, algo muy chestertoniano. Lo mágico está en los cuentos infantiles y también en que convivamos y lleguemos a querernos de verdad.

(Fotografía de Gonzalo Pérez)

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