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Corrupción continuada, la soga de oro al fútbol de élite

Muchos episodios del gran fútbol tienen desde hace décadas como protagonistas a los dueños del mundo, razón por la que es absurdo, además de insultantemente naíf, desvincular política y deporte

Vaya por delante que el objeto de este texto no es rebajar la incomprendida euforia que ha seguido a la conquista de la Nations League por parte de la España entrenada por Don Luis de la Fuente Castillo. Pero dicha alucinación esconde algo, es sintomática de lo que los eruditos llaman zeitgeist. Un espíritu del tiempo viciado por la incertidumbre y ahora por la pesada sombra de la corrupción sostenida en el fútbol con el que han crecido, al menos, dos generaciones. Pese a los esfuerzos del sustrato intelectual por obviarla como un alumbramiento platónico censurado, la corrupción —unas veces penal, otras moral, siempre fundacional— hace mella también en la conciencia colectiva. Es decir, ¿cómo saber ahora, imbuidos en el affaire Negreira, cuestionados los negocios de Rubiales y Piqué con Arabia Saudí, la connivencia de las ligas inglesa y francesa con las cuentas de City y PSG o la perversión normativa de UEFA y FIFA, que lo que vemos es real? ¿Cuánto del fútbol de élite actual puede considerarse no comprometido, cuando hasta la introducción de la considerada alta tecnología para perfeccionarlo acarrea evidentes conflictos de intereses, como en el caso en España con Mediapro, la RFEF, Tebas y el Barcelona repartiéndose acusaciones?

Primero, echemos un vistazo a Arabia Saudí antes de que nos pase por encima —aunque quizá ya sea tarde—. Una de las dictaduras mejor consideradas del mundo por razones evidentes, capaz de hacer desaparecer a un periodista incómodo con la familia real en el consulado de una gran ciudad europea, cabalga su propia Agenda 2030. El proyecto Saudi Vision 2030 promete, grosso modo, posicionar el país en las populares materias de diversidad, igualdad y sostenibilidad al ritmo de modernidad que una monarquía absolutista islámica se puede permitir. Entre los infinitos planes de macrodesarrollo incluyen una especial apuesta por el deporte de masas, con especial atención en el fútbol. Los críticos lo llaman sportswashing. Han comprado el Newcastle de la Premier y modelado la privatización de varios equipos para promover la inversión en sus activos, pero lo mollar está en la compra al 75% de sus cuatro principales clubes por el fondo ilimitado de inversión pública que maneja el mismísimo príncipe heredero. Es la jugada que ha facilitado la llegada de Cristiano Ronaldo, Benzema, o N’Golo Kanté además del interés en Bernardo Silva, Leo Messi (quien ejerce como promotor turístico) o todavía Luka Modric.

Nada es casual: probablemente el objetivo de Arabia Saudí sea organizar el Mundial de 2030 en solitario. No lo ha hecho oficial ni ha presentado candidatura, entre otras cosas porque ésta a día de hoy sería automáticamente descartada por incumplir la regla FIFA de rotación continental, algo que secundan periodistas como el veterano experto en relaciones internacionales de Oriente Medio y reconocido futbolero, James M. Dorsey. De ahí que primero se propusiera una candidatura junto a Grecia y Egipto, de la que ambos países parecen haberse descolgado (Grecia por presión social y Egipto por puro desinterés, mientras se avanza en una alternativa coral africana).

La elección de la sede tendrá lugar en algún momento del último tercio del próximo año 2024, por lo que hay margen para convencer a Gianni Infantino de que retoque lo que sea necesario. Ni siquiera parece obstáculo que para 2030 concurran la candidatura entre Argentina, Uruguay y Paraguay a propósito de la celebración del centenario del torneo; o la que busca oficializar España con Portugal, Ucrania y Marruecos —que renunció a hacerlo sin apoyos y a la que también se ha relacionado con la saudita—. No parece descabellado pensar que Arabia Saudí fuera a encontrar muchos obstáculos si finalmente ataca, pese la cercanía con la cita de Qatar, también en la confederación asiática. Hace 30 años, la obsesión del rey Fahd por el fútbol —y en concreto por Maradona— ya dio lugar a lo que después conoceríamos por Copa Confederaciones, apadrinada enseguida por la propia FIFA.

También venimos de lo que venimos: meses de disidencia controlada al 60% e inofensiva al otro 40% contra la celebración del Mundial de Qatar adjudicado doce años antes, en 2010. Desde aquel «congratulations, vamos a ganar» de Ángel María Villar a su homólogo en la federación qatarí antes de que la Rusia de Putin —y su ministro de deportes, Vitaly Mutko— les levantara el Mundial de 2018 no ha pasado tanto, aunque la FIFA fuera desmantelada prácticamente al completo como consecuencia de las investigaciones relacionadas. El de Arabia Saudí no iba a ser, pues, ni el primer ni el último Mundial en activar la teatralizada indignación del mundo fútbol.

La película viene rodada desde Argentina 1978, torneo que evisceró Eduardo Galeano pero del que también contó cosas un periodista sanmartinense, Pablo Llonto, recordando en La vergüenza de todos (2005) que la organización estuvo implicada en el asesinato del general Omar Actis, facilitando así al dictador Videla la promoción de Carlos Alberto Lacoste al frente del comité responsable. Cuatro años después, en 1982, el jeque kuwaití bajó colérico al césped de Zorrilla para pedir a los suyos que abandonaran su partido ante Francia. Muchos episodios del gran fútbol tienen desde hace décadas como protagonistas a los dueños del mundo, razón principal por la que es absurdo, además de insultantemente naíf, pretender desvincular política y deporte.

Quizá para ese no tan lejano 2030 habrá expirado el acuerdo que la RFEF y Arabia Saudí contrajeron en 2019 para llevar allí la Supercopa de España. El escándalo de los audios probando la estrechísima relación entre el presidente Rubiales y el por entonces jugador en activo Gerard Piqué no ha parecido trastocar el sorprendente respeto que los medios, colaboradores siempre necesarios, otorgan al torneo. Una vez publicado que entre Piqué y Rubiales se trató de asegurar la recurrencia en el torneo de Real Madrid y Barcelona —base fundamentada de la firma del acuerdo económico con Arabia Saudí, con la empresa Kosmos de intermediaria—, y antes de la aprobación de la nueva Ley del Deporte, el jugador anunció por sorpresa su retirada. Rubiales no sólo conserva el cargo, sino que además se ha permitido defender quijotadas como que gracias a ese acuerdo las mujeres de Arabia Saudí pueden ir ahora a los estadios de fútbol.

Faltaban semanas por entonces para que llegara a los oídos del aficionado medio que el FC Barcelona había pagado, durante dos décadas, a uno de los jefes de los árbitros del fútbol español —nada menos que el responsable de decidir si ascendían o descendían de categoría— para encargarle informes (orales, se publicó al principio) sobre el desempeño del colectivo. Una relación desde luego poco habitual que los actores —entre ellos expresidentes y ex-entrenadores— no han sabido o querido despejar mientras el principal señalado actual, Joan Laporta, también se mantiene en el puesto señalando, claro, a las campañas de desinformación. Un caso que, eso sí, el todavía ministro de Deportes (Miquel Iceta) dijo no conocer a fondo («Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra») y que según las primeras pesquisas tiene de intermediario —o conseguidor, como dicen ahora— a Albert Soler, coleccionista de casualidades: PSC, Barcelona y Consejo Superior de Deportes. En ese orden.

Será un coletazo de nostalgia o un impactante destello de realidad (tele-realidad), pero parece inevitable que al aficionado, español en este caso, le sobrecoja cierta abulia, en calidad de despecho, asistiendo atónito a este cruce de tratos e intereses opacos —en una investigación que antes de decretar secreto de sumario acumulaba innumerables causas—. Al tiempo de publicarse estas líneas, el periodismo de filtración había contado aventuras como que el mismo Barcelona pretendía presentarse como acusación del caso Negreira, ocurrencia rechazada por la Fiscalía. Por recopilar, tratamos de un posible caso de delitos de administración desleal, corrupción deportiva, falsedad y blanqueo de capitales. Nadie arquea  una ceja porque la desnaturalización del delito deportivo encuentra una manga ancha importante en la masificación del fútbol, ahora más cercano a un vodevil granguiñolesco que a lo que de pequeños nos contaron y creíamos ver como un gran espectáculo de adultos midiéndose el sudor y la sangre.

La sucesión de informaciones respecto a todos los referentes del fútbol de élite ha sido el golpe de gracia a cualquier atisbo de ilusión o creencia en lo que a finales de los 90 se popularizó como fair play (juego limpio), ambición que escalaba del césped (disciplina, rigor y nobleza) a las gradas (no al racismo y la homofobia). Otro fair play, financiero en este caso, pretendía controlar los despachos aunque en una pirueta que los organismos han ejecutado de manera selectiva contra unos clubes (Málaga o AC Milan, por ejemplo) mientras indultaba a otros, especialmente PSG y Manchester City, intervenidos por capital extranjero (qatarí y emiratí, respectivamente), al menos mientras alguno de los dos ganara una Champions League, algo que ha ocurrido por fin esta temporada.

Es significativo, de nuevo a ojos de la credibilidad de la competición y sus resultados, que ni la propia Premier League parezca capaz de atar los caballos de la actividad financiera de su ahora mejor representante, investigado por opacidad y sobreestimar ingresos (los expertos usan el término «dopaje financiero»), amparado en esos recovecos alegales de la competición. El estado de degradación de este deporte, tan atractivo para las élites, ha colapsado cierto desarrollismo de un fútbol ahora algo involutivo, denso, largamente atenazado por el espíritu woke, manso y desprovisto de talento bruto, y amenaza con encallar en el escepticismo de su otrora gran valedor: el aficionado.

Madrid, 1987. Periodista. Ha trabajado en radio, prensa escrita y digital en medios como El Independiente, Clarín, Eurosport o El Español. Editor de la web The Last Journo, es también autor de las obras Adiós, cariño y Tormes

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