¿Qué es el Hombre para que te acuerdes de él? Una “mota de polvo” responde Jean-Paul Sartre; un “animal terrestre” responde Carl Schmitt; un “animal pedestre” responde George Steiner (esto es, que camina erguido sobre sus pies). El bipedismo como evolución permitió a los homínidos liberar las manos para la producción de utensilios, armas y también para la comunicación gestual en labores específicas como la caza. Por ello, otro de los rasgos del ser humano es su productividad, su industriosidad. Cuestión nada baladí: en la producción se juega también el ser. De ahí que el primer Marx conecte con una gran verdad: el modo de producción capitalista despoja al Hombre de su producto, al creador de su creación. En sus Manuscritos económicos y filosóficos (1884), Karl Marx repara en esta cuestión al afirmar: “El objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor”. Este extrañamiento va mucho más allá de la mera alienación económica (plusvalía). El Hombre no es un apéndice de la máquina (trabajo muerto), sino creatividad en movimiento (trabajo vivo).
Se trata, entonces, de un animal singular. Un animal social, zoon politikón responde Aristóteles (en el I Libro de su Política), dotado de inteligencia y de lenguaje (zoon lógon échon). Pero la definición más precisa —a priori— nos la proporciona el antropólogo social Clifford Geertz: “El hombre es un animal de sentido inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido y cuya urdimbre es la cultura”. Es un ser compuesto de materia, por supuesto, y de espíritu. Podríamos decir pneumático (con pneuma o alma). San Pablo emplea el término griego “pneumatikós” en la I Carta a los Corintios para referirse a ello (cf. 1Cor 2,13-15; 9,11; 14,1).
Y en tanto que tal, es un ser abierto a la trascendencia. O como dijera Romano Guardini, ser que se consume en la “sed por participar de la fuente primitiva del ser”.
Una creatura (por tanto creada) que es capaz de lo sublime y de lo terrible (tò deinótaton en la retórica sofoclea). De lo más alto y de lo más bajo. Lepra de la tierra —según Nietzsche— y pastor del ser —según Heidegger—. A caballo entre lo divino y lo mundano. «Poco menos que los ángeles» (Heb, 2:7). Entre el reino de la virtud y la ciénaga de la concupiscencia. Que se mueve en el breve espacio que separa al Todo (plenitud) de la Nada (nihilismo). Entre la ascesis y la kenosis.
Cada ser humano, además, es único e irrepetible. También —o sobre todo— irreversible. Ya en el momento de la concepción, el embrión lleva consigo la promesa de un mañana. La mal llamada “interrupción voluntaria del embarazo” es un intento prometeico por darle al botón de “reset” a algo que no tiene vuelta atrás: la vida.
Hablamos de un ser situado en el espacio y en el tiempo. Y que, por ende, es deudor de la Comunidad (de vivos y muertos) que le precedió; su misión es transmitir lo que gratuitamente le fue entregado (mito) renovándolo mediante fiestas, tradiciones, usos y costumbres (rito). Ese es el único modo que tiene el Hombre de calmar sus ansias de eternidad… Misión, por otro lado, que consiste en “vivificar”, en transmitir el fuego y no en adorar las cenizas (por decirlo con ecos chestertonianos).
En tanto que ser social y situado, es un ser “sujetado”, un sujeto (que no un individuo o mónada). Michel Foucault en su texto El sujeto y el poder (1982) habla de dos sentidos de la palabra sujeto (assujetti): (i) por un lado, sujeto sometido a otro mediante el control y la dependencia y, (ii) por otro lado, sujeto sometido a sí mismo mediante la conciencia de sí. Se trata de dos formas de “sujetamiento”. Este sometimiento es la cara “negativa”, cuya contraparte positiva es la “lealtad a”, sujeciones que podemos decir son lealtades: estirpe, familia, tribu, barrio, ciudad, patria… Sujeciones que lo incardinan (esto es, que lo ubican en una red cardinal con norte-sur-este-oeste).
Además, si es un ser dotado de razón, situado y un ser de sentido, debe por fuerza, poder comprender el mundo mediante el lenguaje, los conceptos, los signos, los significantes, las convenciones, etc. Tiene la capacidad de «nombrar». ¿Qué es lo primero que hacen los padres cuando engendran un hijo? Darle un nombre (por ridículo que este sea). Todos tenemos un nombre. Dar nombre al neonato es insuflar dignidad. Ya que —etimológicamente— “dignitas” es lo que tiene valor y merece respeto. ¿Le pondríamos nombre al mando de la televisión o a la pantalla del ordenador? Los robots creados en cadenas de montaje tienen números de serie o de bastidor, a lo sumo, pero no un nombre propio…
Por tanto, el Hombre es un ser que, en su relación con otros seres, objetos y el mundo en su conjunto debe poder orientarse, debe poder moverse entre coordenadas (no sólo espacial o topológicamente hablando) que le den elementos de juicio ante el entorno hostil y cambiante. De modo que es también un animal de certezas (animal que aprende por imitación y actúa por experiencia e instinto, pero al mismo tiempo tiene capacidad de inteligir, de interpretar).
Asimismo, es un ser autoconsciente, no sólo del inexorable avance del tiempo (un dispositivo creado por sí mismo), sino de sus propias necesidades, carencias y limitaciones. El Hombre es un ser finito que es consciente de ello (o debería serlo). El único animal capaz de sondear el abismo del fin, la muerte. Al Hombre le acecha la muerte a cada segundo, le pisa los talones diríamos (por mucho que invente infinitos modos de evadirse de ella), de ahí que vivamos apesadumbrados (por el peso de la conciencia).
En tanto que ser creado, finito y autoconsciente es una criatura consciente-de-límite.
Pero, es ante todo un ser dotado de voluntad (volitivo), pre-dispuesto a la acción. Voluntad herida, frágil, impotente, pero al mismo tiempo perfectible, que busca denodadamente el “éxito” (visión utilitaria y protestantizada de la “santidad”). En definitiva, un ser que aspira al Bien (con mayúscula). Aunque todos probamos día a día la incapacidad de actuar conforme a lo que conocemos como lo bueno. Esto se debe a lo que Wilhelm Wundt bautizó como “heterogénesis de los fines”. En sus palabras: “las consecuencias no intencionadas de acciones intencionadas”. O, por decirlo en lenguaje paulino: «Hago el mal que no quiero» (Rom, 7:19).
Además es un ser patológico. Y no sólo es patológico en tanto que cuerpo orgánico, entrópico, que enferma (nuda vida). El pathos, es aquello que le permite “pasar al otro”, sufrir con él y alegrarse con él, empatizar (existe, claro está, excepción a la norma: la psicopatía).
Asimismo, es un ser sexuado (diferenciado). Sexo que determina al Ser en función de la complementariedad de “lo femenino” y “lo masculino”. Somos seres sexuados pensados para la donación a lo “Otro” que es radicalmente distinto a lo uno. Porque naturalmente —como dijera Lacan— “el amor sólo puede ser heterosexual”. El afecto sin alteridad se convierte en puro narcisismo. En este sentido, la condición heterosexual es heterónima, puesto que la biología, la naturaleza fisiológica también nos sujeta.
Y el papel de la diferenciación en tanto que seres sexuados va mucho más allá de lo que el feminismo da de sí… La sexualidad no se detiene en el campo de la organización social: no sólo se traduce en el reparto de tareas o en la división del trabajo. Como explican pensadores de la antropología filosófica como Juan Bautista Fuentes e Higinio Marín, en las sociedades primitivas se prohibió expresamente el incesto para poder reconocer al vástago en un momento en que las familias eran extensas e indiferenciadas (hasta el Paleolítico se sabía quién era la madre, pero nunca quién era el padre, dada la hipergamia propia del reino animal). Dicho de otro modo: tenemos madre y padre gracias a la diferenciación. Y somos seres humanos gracias a ese acto providencial de la prohibición del incesto (y, por ende, de la mera animalidad). Sólo en la complementariedad de lo femenino y lo masculino de los padres el ser alcanza la plenitud (por mucho que la técnica disponible persiga infatigable la superación de esta diferenciación, cosa que nos llevaría al clímax de la biopolítica globalista, al cyborg que tanto predicamento ha tenido entre el feminismo posmoderno).
En tanto que ser perfectible que aspira al Bien y vive en agrupaciones humanas y cuya naturaleza social le exige vivir con otros y que al mismo tiempo esta naturaleza es una naturaleza herida por el egoísmo (o pecado original, según se prefiera), el Hombre está sometido a la tensión entre el ser y el deber ser(sollen) sujeto-comunidad. ¿Qué precede a qué? No podemos saberlo. Es la paradoja del huevo y la gallina… Lo que sí sabemos es que el Hombre fuera de la comunidad se desvanece, es un no-hombre, un bárbaro. Los atributos como el habla se pierden paulatinamente en un oscuro, profundo y atávico salvaje (que, a pesar del mito ilustrado, es de todo menos bueno…) si no está en contacto con otros hombres. De ahí que el “robinsoncrusoeismo” sea una infantil ensoñación liberal (la “insociable sociabilidad” kantiana llevada a caricatura). Puesto que pensar que la libertad es reducible al “Don’t tread on me” (que no se metan en mis asuntos), es una idea empobrecedora de la Libertad sustantiva. Si hiciéramos un ejercicio de política ficción por un momento y hubiera un hombre que vive absolutamente solo y que no se relacionara más que con el entorno natural y otros objetos ¿existiría la posibilidad real de libertad? ¿Sería absolutamente libre si pudiera hacer todo lo que quisiera? O, por el contrario, experimentaría la más absoluta servidumbre de sí mismo, de sus apetencias… Para que haya libertad debe haber —sí o sí— otro(s). Sólo en la colisión de una conciencia con otra nace la posibilidad de escoger, de obrar de un modo u otro, de obrar conforme al bien o no hacerlo (liberum arbitrium). La dimensión negativa de la libertad es indispensable, pero es tan sólo una cara de la moneda. Tan sólo un necio o un anarcocapitalista (quizá sinónimos) cae en la tentación de absolutizar esta dimensión.
De tal modo que frente a la antinomia hombre-comunidad, constatamos que los otros son alimento indispensable para que el animal-hombre (Homo Sapiens Sapiens) pase de la potencia al acto y devenga persona (personae, máscara, complejidad, superposición de capas que constituyen la subjetividad).
En consecuencia, debe haber unas normas morales, éticas, positivas o naturales, usos y costumbres que regularicen (pongan en regla, ordenen) la tensión inherente a la vida en común. Pues donde hay sociedad, hay conflicto.
Y, puesto que en la conciencia del Hombre (que no es sólo mera autoconciencia, sino conciencia-con-los-demás) está indeleble la búsqueda de la Verdad, la Belleza y la Justicia (en libertad). El Hombre ansía el “buen orden”, la politeia, la armonía con el cosmos.
Aunque, si decimos que la persecución de lo bueno, lo bello y lo justo es (en libertad) lo decimos a sabiendas… Porque perseguir afanosamente la “Libertad” en abstracto (como algunas ideologías modernas han pregonado) es sencillamente un absurdo. El Hombre puede perseguir la Verdad, la Belleza y la Justicia, e incluso «buscar la felicidad» (otra secularización de cuño calvinista de la “plenitud”), pero en todas partes es libre. Jean-Jacques Rousseau decía: «El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado». ¡Claro! Ahora bien, hay cadenas y cadenas… El yugo es suave y la carga ligera cuando el telós es el amor y las cadenas son pesadas cuando el telós es el orgullo autosuficiente. “Pues, —como dice Mateo el evangelista— ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma?” (Mt, 16:26). Sísifos modernos reducidos a producir y consumir…
¿Qué es el Hombre entonces? Un amasijo corpóreo-espiritual. Un palidísimo reflejo de su Creador. O mejor: un palidísimo reflejo de su Creador que se empeña en emanciparse de Él. Algo que está presente en el génesis (bíblica y humanamente hablando). Pensemos en Jacob luchando a muerte con el ángel enviado por Dios en el Vado de Jaboc (escena, por cierto, retratada curiosamente por artistas como el calvinista Rembrandt, el romántico Delacroix o el sifilítico Gauguin, cabría preguntarse qué genealogía podríamos establecer entre el calvinismo, el romanticismo y la sífilis, aunque no es el momento ni el lugar). Una hýbris, una “mayoría de edad” que vindicaba Immanuel Kant (Aufklärung) y que llevó al Hombre hasta el parricidio.
Por todo ello, el ser humano es un ser complejísimo, fascinante. Cada psique es un mundo inconmensurable.
Si bien el progresismo no tiene respuestas para la sencilla pregunta “¿qué es una mujer?” (mientras que hasta la tribu más remota de la tierra sí puede contestarla —como demuestra el documental “What is a Women?”), el marxismo carece de respuestas sólidas a la sencilla pregunta “¿qué es el Hombre?”. El “ser genérico” y el “ser social” marxianos no agotan —ni mucho menos— lo humano. Y precisamente como un perro sabueso anduve yo durante años tras las huellas de esa pregunta con los anteojos equivocados. Con lentes que opacaban —en lugar de esclarecer— aquello que necesitaba responder. Como quien va en el invierno siberiano en gafas de sol…
Con el marxismo me sucede como con la vida misma, hay que “cabalgar el tigre”, dicen… Siento una extraña admiración por la potencia revolucionaria del mesianismo y un pavor reverencial por el potencial destructivo de la ideología moderna por antonomasia. O, si se prefiere, la versión más acabada y perfecta de la Modernidad.
Siempre he estado entre dos aguas, a ratos tibio, a ratos radical… Catalán y del Real Madrid. Cristiano, pero no mucho. Marxista, pero nunca leninista. Revolucionario y reaccionario al tiempo. Antiliberal, pero de talante tolerante (pluralista). Mestizo en todos los aspectos de mi vida (mis abuelos son de Madrid, Málaga, Canarias y Cuba). Y soy porque ellos fueron.
Durante mucho tiempo sufrí el acusatorio complejo de impureza… Nunca fui lo suficientemente marxista, ni lo suficientemente católico. Siempre hubo dos almas que se disputaban entre sí toda mi energía. Al final del día acababa exhausto de tener que hacer equilibrios dialécticos para que una no acabara devorando a la otra.
Pese a las evidentes concomitancias entre cristianismo y marxismo: el reconocimiento de que existe una verdad objetiva independiente de nuestra voluntad (realismo-materialismo); la vocación de universalidad intrínseca a ambos corpus (en tanto que hijos de Dios o en tanto que proletarios); la existencia de un Mesías (Cristo o Lenin) y; por ende, de un profeta (Isaías o Marx); la mirada teleológica y escatológica del tiempo-lineal (hacia el Reino de la libertad bíblico Hechos, 4 o hacia el Reino de la libertad marxiano Crítica al Programa de Gotha); la existencia de oprimidos y opresores (por el pecado o por la alienación capitalista); la dualidad ontológica publicanos-fariseos/proletarios-burgueses; la existencia de una arcadia feliz y su correlato mítico (Adán y Eva o el llamado Comunismo primitivo); la lucha contra la mercantilización (del templo o de lo humano), etc…
Pese a las concomitancias —digo— la brecha entre ambos polos se iba dilatando y contrayendo con mayor intensidad al paso de los años. A veces conciliarlas (las dos almas) era sencillamente imposible (con lo cual tenía que hacer juegos de prestidigitación y ocultar una de las dos). En otras ocasiones utilizaba convenientemente el aparataje de una y las ideas de la otra (vaciándolas de contenido, desfondándolas, como si de cajas de cartón se tratase cuyo fondo cede por el peso insoportable de la duda)…
Quizá, a fin de cuentas, la solución al problema haya sido renunciar al comunismo como una entelequia idealista (en aras de un realismo compartido tanto por el catolicismo como por el materialismo) acercándome más y más a una suerte de socialismo cristiano comunitario posliberal o como me gusta llamarlo «socialismo conservacionista». “Hay que materializar el cristianismo”, amar al mundo apasionadamente nos exhortaba San José María Escrivá de Balaguer en su Homilía (pronunciada el 8 de octubre de 1967 en el campus de la Universidad de Navarra).
Esta bilogía de artículos trata de dar cuenta del hecho que el materialismo histórico es una doctrina racionalista que se resiste a ser penetrada por el Ser. Y a pesar de ello, se da en mi la paradójica relación entre admiración y pavor por una tradición teológico-política que desde sus inicios (sectas milenaristas, revueltas campesinas, interpretaciones heréticas) en su afán por instalar el Reino de los Cielos en la intrahistoria humana —aun tras siglos de fracasos— ha preñado la Historia Universal de sangre densa, real y esperanza escatológica a partes iguales.
Sólo la lectura introspectiva de autores cristianos como Nicolai Berdiaev, Simone Weil, Augusto del Noce, Gilbert Keith Chesterton, Carl Schmitt o Donoso Cortés me ha sacado paulatina e intermitentemente del engaño.