Ocurrió en el verano de 2014, durante la Feria de Málaga, donde según nos contaron los medios una chica de 20 años había salido de trabajar en una caseta ya de madrugada y fue interceptada por un grupo de jóvenes (de etnia gitana, dato que luego tendría cierta relevancia) que la violaron —«brutalmente», precisaban los titulares— mientras grababan la escena en el móvil. Ya por entonces Twitter era un hervidero de justicieros e indignados, pero los medios hicieron un notable esfuerzo por dejárselo todo bien masticado: podían dejar caer algún «presunto» a lo largo de sus informaciones para guardar mínimamente las formas, pero esos cinco acusados ya habían sido declarados públicamente culpables. No es porque servidor lo diga, que también, porque lo recuerdo con cierta claridad, es que posteriormente el Consejo Audiovisual de Andalucía emitiría un informe constatando «la vulneración sistemática del derecho a la presunción de inocencia» promoviendo «juicios paralelos» en el tratamiento mediático del suceso, entre los que incluían entre otros a La 1, Telecinco, Canal Sur y Antena 3. Porque, a todo esto, los acusados terminaron siendo inocentes; la chica reconoció días después que se lo había inventado todo.
Así que la justicia los dejó en libertad y archivó el caso ante la estupefacción de aquellos que desde sus casas y sus móviles ya sabían bien qué había pasado sin necesidad de pruebas ni testimonios. Que fueran gitanos significaba también, para algunos, indicio de culpabilidad. Once tuiteros fueron imputados por injurias contra la jueza y aún hubo blogueros y columnistas afirmando que sí hubo violación dijera lo que dijera la supuesta víctima (incluso llegó a abrirse una petición en Change.org para reabrir el caso). Atribuir todo esto a una mala praxis periodística sería una ingenuidad a estas alturas. Todos esos medios se limitaron a cumplir con su razón de ser: la propaganda, la implantación en el imaginario colectivo de una narrativa que sirva al poder.
Lo cierto es que desde unos años antes ya estaba preparándose el ambiente para la explotación político-mediática de sucesos como este, de ahí la necesidad de tantos por creer que realmente tuvo lugar. Porque la culpabilidad de esos jóvenes debía representar, también y, sobre todo, una culpa colectiva. La de toda España como sociedad machista y patriarcal y la del sexo masculino en conjunto, que debía ser avergonzado, reeducado y deconstruido a base de ingeniería social dirigida desde las instancias políticas. En los años inmediatamente previos se empezó a poner el foco en los San Fermines, como podemos ver aquí, allá, en esto, en lo otro y en aquello. Y no fue por casualidad. Es una de las tradiciones culturales más idiosincrásicas de España —¡los protagonistas son los toros! — y debido a su enorme impacto internacional reúne a miles de turistas dispuestos a divertirse a costa de arrasar con todo rasgo de civilidad. Uno ha visto cosas allá que no creería el replicante de Blade Runner, mejor les ahorro la descripción.
Violaciones estructurales
Se trata por tanto de un terreno abonado para comportamientos indeseables que pudieran ser interpretados bajo un paradigma teórico surgido en las universidades estadounidenses que había muchas ganas por trasladar a España: la llamada «cultura de la violación». Si la evidencia a ojos de cualquiera es que la violación es un crimen aborrecible por toda la sociedad (incluso entre los presidiarios), severamente penado por la ley (casi al nivel de un homicidio) y, ante lo que quizá alguien se apresure a señalar, no es algo precisamente actual por lo que debamos dar gracias al feminismo (Alfonso X el Sabio estableció la pena de muerte para la violación en grupo) de lo que se trata de acuerdo a tal artefacto ideológico es de sostener exactamente lo contrario: existiría una capa cultural profunda que aprueba y reivindica la violación como herramienta de dominación contra las mujeres, se trataría de un problema sistémico, estructural, de manera que el violador no sería un desviado, alguien moralmente aberrante, sino un «hijo sano del patriarcado», como suele corearse en las manifestaciones feministas. El problema que plantea esto, aparte de diluir por completo la responsabilidad individual, es que las culturas por definición son diversas, así que necesariamente habrá unas culturas más machistas que otras y, asumiendo ese pulpo como animal de compañía que plantea el feminismo, más «pro-violación» ¿Cuáles podrían ser? La respuesta habitual recurre a la endofobia para no entrar en contradicción con otros postulados progresistas, de manera que esto ocurriría no en alguna región de África o Pakistán sino en las sociedades occidentales, más concretamente en este caso en España, en uno de sus acontecimientos culturales más icónicos y, además, entre la población autóctona. Este empeño por incrustar la idea de «cultura de la violación» en los San Fermines estuvo gestándose primero en torno al fenómeno de aquellas chicas que en medio del jolgorio exhibían sus pechos al aire, cosa que generó un desmedido interés mediático —algunos de los enlaces previos dan muestra de ello— y que sirvió para que el periodista Alfredo Martín-Gorriz analizara con mucha gracia allá por 2013 dicha histeria mediática en este artículo (que con los años, sabemos ahora, fue a peor). De manera que la no-violación de Málaga supuso un sucedáneo, pues, al fin y al cabo, era también una feria, mientras se permanecía a la espera de algo más sustancioso con lo que bombardear mediáticamente a la población. En 2015 hubo una denuncia de una supuesta violación en las fiestas pamplonicas que de nuevo quedó en nada tras un considerable escándalo… Entonces llegó 2016.
Los astros se alinearon y surgió la oportunidad de explotar un suceso en el que estaban implicados españoles y además uno de ellos militar y otro guardia civil, lo que daba ocasión para atacar de refilón a estas instituciones (recordemos que el alcalde de Pamplona era de Bildu). Algunos sintieron que Dios les vino a ver. Es difícil exagerar el colosal seguimiento que recibió el caso de La Manada: las innumerables portadas, horas de emisión y declaraciones políticas que provocó aquello. Pero la memoria del fiasco de Málaga seguía presente y esta vez no sería admisible que los acusados —de nuevo, ya culpables públicamente mucho antes de la sentencia— fueran absueltos. Se creó un clima de hostigamiento que lograra influir en los magistrados y aún así uno de ellos, Ricardo González, emitió un voto particular reclamando la absolución de los acusados. Yo me lo leí en su momento (aquí, muy recomendable, si bien ocupa 237 de las 370 páginas) y deja meridianamente claro qué sucedió aquella noche. Uno de los hechos más asombrosos, recordado hoy día, es que aquel magistrado fue acusado nada menos que por el ministro de Justicia —del PP, por cierto— de tener problemas mentales por haber dictado tal voto. Estas cosas pasaron. El vergonzoso señalamiento del que fue objeto tanto por políticos como periodistas da justa medida de la clase de democracia y Estado de Derecho con que contamos realmente, más allá de autocomplacientes ditirambos al R-78. El clavo que sobresale siempre recibe un martillazo, así que el acoso a González debía servir de lección al resto. Bien aprendida, a la luz de sentencias posteriores.
Nueva clase de víctimas
Pero surgió un problema. Con el tiempo se sucedieron otras denuncias por violaciones en grupo, aunque con fastidiosa recurrencia los protagonistas resultaban ser inmigrantes, particularmente norteafricanos. Este detalle, que los medios se han esforzado en ocultar siempre que ha sido posible, echaba por tierra la narrativa de que hay una «cultura de la violación» autóctona española que es preciso extirpar mediante adoctrinamiento en las escuelas y talleres feministas. Más aún, abre la puerta a reconsiderar las políticas de fronteras abiertas que tanto se han prodigado desde hace algo más de dos décadas. ¿Solución? Dejar de hablar de ello. Las posteriores manadas no han recibido ni una fracción de la atención pública que aquella de 2016 suscitó. El fenómeno de la explotación político-mediática de los sucesos ha ido derivando entonces hacia otras formas de manera que se pudiera introducir una nueva víctima predilecta, el llamado colectivo LGTB. Ahora bien ¿cómo distinguir cuando una agresión, de existir, ha sido motivada expresamente por esa característica o identidad de alguien? Lo desplaza al terreno de la subjetividad, que es donde el ideario progresista posmoderno se siente como pez en el agua. Ya saben, uno deja de ser tal o cual cosa y pasa a «sentirse» o «identificarse» de tal forma.
Así que tenemos que ahora lo estructural y sistémico no solo sería el machismo, sino también la homofobia, que requeriría igualmente intervención en los centros de enseñanza, talleres de deconstrucción subvencionados y observatorios municipales, autonómicos o nacionales. La cercanía de alguna convocatoria electoral ha venido estimulando casualmente esta clase de «delitos de odio», siendo el momento cumbre aquel pintoresco episodio que pasó a conocerse como «El bulo del culo». La supuesta agresión de ocho encapuchados neonazis contra un joven gay para marcarle una esvástica en el trasero terminó desenmascarándose como la invención de un chapero, que quiso ocultar a su novio los juegos masoquistas en los que participó con un cliente. En el intervalo, manifestaciones de condena, tormenta mediática señalando a partidos políticos que al parecer fomentaban con su discurso esas acciones e, incluso, hasta la convocatoria urgente por el Gobierno de la Comisión de Delitos de Odio.
Y, en fin, así seguimos, en un perpetuo Día de la Marmota diez años después de aquel grotesco espectáculo en torno a la Feria de Málaga, pero ahora, echando sal a la herida, tenemos que escuchar además severas admoniciones sobre los bulos por parte de las autoridades…