La Spania visigoda distinguía el patrimonio del Rey –el de la persona– del que pertenecía al reino. Con posterioridad –y a imitación de lo que sucedía en el resto de lo que entonces era la Cristiandad, hoy Europa–, la cosa comenzó a confundirse. La Corona y todo lo adscrito a ella adquirió carácter de patrimonio personal. Los reyes repartieron entre sus hijos y a su antojo las tierras –los estados– de sus dominios. Los reinos nacieron y murieron por arte de testamento. Fueron propiedades personales hasta que la época de las revoluciones burguesas dispuso una nueva opinión.
Cada una de las tres primeras revoluciones modernas –Inglaterra, EEUU y Francia– tuvieron sus propias características particulares. España, que fue la cuarta, tuvo las suyas. Invadida, con el Rey legítimo en la casa del invasor que le usurpaba la Corona, con diputados llegados de ultramar y bajo el sitio y las bombas del francés. De todo aquello surgió la Constitución de 1812. Y con ella, la hermosa definición moderna de qué cosa era la Nación española: «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Todos en igualdad de derechos y deberes, los de Toledo, los de Lérida, los de Manila y los de toda la América española.
Españolísima cosa la igualdad ante la Ley. No es el invento moderno del que creen ser depositarios los liberalillos igualitaristas y sus extremistas de la moderación. El visigodo Recesvinto la estableció en el siglo VII con el llamado Fuero Juzgo. Fue éste un ordenamiento formidable que sobrevivió y trascendió a los diferentes reinos cristianos surgidos tras la invasión musulmana. Una sentencia del Tribunal Supremo invoca su vigencia nada menos que en 1866.
Si el primer artículo del Doce describía quién componía la Nación española, el segundo establecía dos cosas. Este es su tenor literal completo:
Constitución de 1812, artículo 2: La Nación española es libre é independiente, y no és, ni puede ser patrimonio de ninguna familia, ni persona.
Tiene dos partes claramente diferenciadas: una afirmación seguida de una negación. La primera de ellas fijaba la posición de España como «libre é independiente» entre las demás naciones del orbe y con respecto a todas ellas. La segunda hacía patente que había dejado de constituir la propiedad de su Rey al disponer la quiebra de lo que hasta entonces pudiera haberse considerado su relación con respecto a su monarca y dinastía: España «no és, ni puede ser patrimonio de ninguna familia, ni persona».
La primera cláusula tenía su razón de ser en el triste trance en el que se veía la legislatura de las Cortes de Cádiz: Francia había invadido la España peninsular, a la que había cargado con las cadenas de una Corona que el tirano Bonaparte había ceñido en la testa de su hermano porque así le había placido. Esa estipulación afirmaba ante toda la humanidad su libertad y su independencia frente al invasor y su colosal nepotismo.
La segunda era un recado para el taimado que jugaba al billar en suelo francés, que llamaba «primo» a Napoleón y que enviaba felicitaciones al corso cuando éste obtenía una victoria militar mediante la matanza de españoles. Ese mensaje decía que España ya no era propiedad del Rey. Ni siquiera del que –ignaros de sus perfidias– consideraban su legítimo Rey. Esa negación al monarca constituía una revolución adicional tras la que de por sí había sido la definición de la «Nación española» como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». El corolario de esta refutación al Rey y a su Corona era incontrovertible: España era de todos los españoles de todo el orbe de forma simultánea y en la misma medida. «Ninguna familia ni persona» tenía más derechos sobre España que cualquier otro español.
El origen de la rotundidad de la afirmación de la libertad e independencia de España se encuentra en un documento que habían suscrito años antes en Aranjuez el Conde de Floridablanca, presidente de la Junta Central Suprema, y Antonio Cornel, ministro de Guerra. Aunque firmada en noviembre, se trata de la Declaración de Guerra a Francia con efectos desde el 20 de abril de 1808. Ella insiste en cómo «la libertad e independencia» de «la España» habían quedado proscritas de la mano de «la desoladora é insaciable ambición del Emperador Napoleón».
Tras el de la Instalación de la Junta Central Suprema en septiembre del mismo año, la Declaración de Guerra fue el segundo documento que dio a Fernando VII el apelativo de «deseado» con el que ha pasado a la Historia.
La Suprema Junta Central y Gubernativa de los Reynos de España é Indias que exerce la Autoridad Soberana en nombre de su deseado Rey y señor D. Fernando VII […] declara del modo más solemne que la Nacion Española está en guerra con la Francia desde la época mencionada de veinte de Abril.
El hecho de que la libertad y la independencia de España fuesen la razón de ser de este conflicto es lo que da lugar a la primera mitad del artículo 2 de la Carta del Doce. Incluso la Historia la ha llamado Guerra de la Independencia Española, tanto en español como en francés. Pero, ¿cuál es el medio por el que se materializa esa «libertad e independencia» de la Nación española? ¿Cómo se hace tangible? ¿Cómo se mide? La respuesta a estas preguntas es «la absoluta integridad de España y de sus Américas sin la desmembración de la más pequeña aldea». Así lo estipula la propia Declaración de Guerra:
[La Suprema Junta Central] Declara finalmente que ha jurado en un acto el más solemne no oir ni admitir proposicion alguna de paz sin que se restituya á su trono su amado Soberano el Señor D. Fernando VII, y sin que se estipule por primera condicion la absoluta integridad de España y de sus Américas sin la desmembración de la más pequeña aldea.
¿Qué es esto sino comprometer la vida, la hacienda y el honor en hacer la guerra hasta garantizar «la absoluta integridad de España»? El propio Bonaparte se quejó con amargura en sus memorias de que en España fue «una Nación entera» la que le hizo la guerra. Al contrario que esto, el 78 garantiza la desintegración de España en las «nacionalidades y regiones» que su nefando artículo 2 declara que integran la Nación. ¡Qué terrible oposición cardinal frente al de 1812! ¡Qué burla!
¿Cómo podría haber imaginado nadie en aquel momento los atroces doscientos años de guerras civiles y desmembraciones que aguardaban a España? Hasta hoy llegan esas dos centurias. La federalización actual de España forma parte del mismo proceso de descomposición, desnacionalización y desespañolización que tuvo su principio auspiciado por terceras potencias con aprovechamiento de la invasión francesa.
El 78 es una de las piezas del Gran Juego de Europa que practican los EEUU desde el fin de la II Guerra Mundial. Esta intriga está próxima a su fin. La hegemonía useña tiene los días contados. Y con ella, el propio 78, convertido en vanguardia experimental del Estado que canibaliza a su Nación ante la inacción de todas sus élites. ¿Puede España ser «libre e independiente» al mismo tiempo que, como un perturbado, trata de despedazarse a sí misma?
Las corruptelas de todos los sucesivos Gobiernos, legislaturas y CCAA setentayochistas nos llevan a la segunda cláusula del segundo artículo de la Constitución de 1812: «La Nación española […] no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». Esto, que era una prevención frente a la Corona hace 200 años, mueve hoy a risa a todos los follones que, en cuanto ocupan un cargo, hacen de España su cortijo.
No ha habido en los últimos 45 años cortijero mayor que Pedro Sánchez (PSOE). El mismo que hace sólo unos días reconocía explícitamente en el Congreso que gobierna en régimen de exclusividad para la mayoría que integra el bloque federalista. Esto es, a favor de la disolución de la Nación española. Caso inaudito en el mundo, esto se traduce en que el señor Sánchez reconoce abiertamente que, en realidad, gobierna contra todos los españoles y a favor de los intereses de terceras potencias. Esto tiene un nombre.
El señor Sánchez –y todo el 78 desde hace 45 años– cortijea la integridad de España con los caciques regionales para hilaridad del concierto de las naciones. Los cientos y cientos de miles de millones de euros que han volado en estos 45 años o sólo las decenas de miles de millones que lo hayan hecho durante el mandato del señor Sánchez son una minucia; el desmantelamiento de la industria nacional, de la capacidad de generar energía abundante y barata; la aniquilación del sector primario –agrícola, ganadero y pesquero–, lo que deja a los españoles rehenes de quien produzca su alimento; la entrega de la moneda –y con ella, la política económica– a los intereses de terceras potencias; hasta la incapacitación de las Fuerzas Armadas por debajo de las necesidades para el aseguramiento de la libertad e independencia de la Nación; todo ello puede ser revertido.
Pero disponer de la integridad de la Nación española como si fuera el patrimonio de los poderes del Estado –que existe para asegurar esa integridad– es de una gravedad tal que la Constitución de 1812 previene contra ella no una, sino dos veces. La primera en el artículo 2 como hemos visto. La segunda, en el 173, que establecía la fórmula de juramento de los futuros reyes de España, a los que obligaba, entre otras cosas, a jurar:
No enajenaré, cederé, ni desmembraré parte alguna del Reino.
No hay bien más valioso que la integridad de la Nación. De ella depende la libertad de toda su comunidad. Convocar la desintegración de España es un llamamiento al enfrentamiento civil. Las naciones no nacen y mueren mediante expedientes administrativos. Son el producto del Poder, cuya naturaleza íntima es la violencia. Toda declaración de independencia, cualquiera que sea su forma y procedimiento, es –por su propia naturaleza– una declaración de guerra. El estado de cosas presente y el rumbo que lleva es de una gravedad tal que alguien debe hacerla constar en las más altas tribunas de la Nación para que quede dicho y registrado una y otra vez. ¿Por qué nadie lo señala? No es a la verdad a lo que hay que temerle, sino a las consecuencias de darle la espalda.
El conflicto político al que se enfrenta España en el presente no es el de la alternativa de Gobierno ni el de la otredad legislativa. Lo que está en juego es la supervivencia de España como Nación política. El observador realista sabe que –al margen de quién ocupe el Gobierno– no hay término medio posible, sólo dos opciones de una única disyuntiva: la continuidad de España o su liquidación a manos de su propio ordenamiento. En síntesis, España o el 78.