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Hispanidad, separatismo y la Guerra del 98  

Defender la unidad de España y desentenderse de la Hispanidad también sería un posicionamiento cojo y de escaso alcance

La declaración de guerra de Estados Unidos contra España corrió como la pólvora por las calles bilbaínas el mismo 21 de abril de 1898, nos cuenta la prensa de la época. Ese día el Teatro Arriaga, núcleo vital de la capital vizcaína, hizo sonar repetidamente ante una audiencia puesta en pie la Marcha Real y la Marcha de Cádiz —zarzuela muy popular en la época sobre la lucha contra las tropas napoleónicas—, culminando el acto con la lectura de improvisados poemas de ardiente patriotismo como «si hoy el yankee, tal vez loco / con grandísimo descoco, / sin ley declara la guerra, / a la guerra irá esta tierra, / ¡que eso le importa muy poco! / ¡Luchará noble, sin saña!… / Esta nación una hazaña / logrará, no cabe duda, / que esta bandera la escuda, / ¡Vascongados! ¡viva España!». La cosa, naturalmente, no acabó ahí. A continuación, una gran manifestación recorrió la Gran Vía, sigue la narración, «dando los acostumbrados gritos de ¡viva España! y ¡mueran los yankees!», se hondearon e izaron banderas mientras veteranos de guerra eran alzados en hombros, el gobernador civil arengó a las masas entre una ruidosa ovación, se asaltó la sede de una pequeña asociación fundada unos años antes llamada «Sociedad Euskalerría» para obligarles a poner una enseña nacional en su balcón y, finalmente, se apedreó la casa de Sabino Arana. Una jornada patriótica muy completa, en resumen.    

Tras ese entusiasmo inicial, sin embargo, aquella guerra terminaría alimentando el separatismo particularmente en el País Vasco y Cataluña, y en menor medida en Galicia y Canarias. Hay varias razones para ello que a continuación desgranaremos, siendo este un tema del que sin duda se ha escrito mucho, así que nos centraremos especialmente en los autores Enric Ucelay-Da Cal y su obra Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España peninsular y en Marcelo Gullo, Madre Patria: Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán. El primero, aunque ponderado y bien documentado, presenta dos importantes limitaciones de las que está libre el segundo: está escrito en los 90, así que asume el Régimen del 78 como final feliz de la historia y el azañismo de Aznar como la domesticación definitiva de toda idea de España y, por otro lado, el autor está estrechamente vinculado, biográfica y académicamente, a Estados Unidos, así que interioriza la vara de medir anglosajona por la que España, vaya por Dios, nunca termina de dar la talla. Ejemplo de ello lo tenemos en diagnósticos como la «incapacidad absoluta de la mentalidad oficial española de entender la autonomía tal como la comprenden americanos o ingleses». Seguro que ambas naciones son las más adecuadas para explicarnos eso de la autonomía, particularmente la de otros Estados…

Pero volvamos al desastre en ciernes del 98 en el que nos habíamos quedado. Aquella derrota militar hizo comprender al naviero Ramón de la Sota —hasta entonces miembro de la citada Sociedad Euskalerria, que anhelaba restituir los fueros vascos— la importancia de influir en la política española para garantizar el proteccionismo mercantil en ese nuevo escenario político. Encontró un partido recién fundado que podría servir a sus intereses, el PNV y, en septiembre de ese mismo año, gracias a su apoyo económico Sabino Arana fue elegido en las elecciones como diputado provincial por Bilbao. Este último partía de un axioma estratégico e ideológico en su acción política: «tanto nosotros podremos esperar más de cerca nuestro triunfo, cuando España se encuentre más postrada y arruinada». No es de extrañar entonces de qué lado se posicionó en el conflicto ya concluido, llegando hasta a enviar un telegrama de felicitación a Theodore Roosevelt, que combatió sobre el terreno en la guerra y en 1901 accedió a la presidencia del país. Pero el mensaje fue interceptado por las autoridades españolas y Arana enviado a prisión por este acto de traición. Curiosamente, por aquellas fechas también envió otro telegrama de enhorabuena al gobierno británico, esta vez por el fin de la guerra sudafricana: «deseando que aquellos pueblos hallen ventaja bajo el suave yugo de Gran Bretaña».

Lo significativo de todo este asunto es que durante su propaganda antiespañola (que incluyó un uso pionero del cine) los norteamericanos utilizaron asiduamente la leyenda negra de siglos previos, que arraigó no solo dentro de sus propias fronteras, sino que sería interiorizada como elemento fundamental de su ideario por el creciente separatismo dentro de España, visto a sí mismo como heredero y continuador, en un cauce sin salto alguno, de la emancipación colonial que estaba contemplando. Así, según palabras del propio Arana: «Al occidente, esperando Cuba una oportunidad para emanciparse de su pesado centro; al oriente, los filipinos acariciando la misma idea de independencia; al sur, humillado el fatuo orgullo del español ante el valor y la astucia del marroquí; al norte, en Cataluña, Galicia y otras regiones (…) las ideas regionalistas con cierto tinte a veces de separatismo (…); viene a ser la decadente España la nación más atrasada de Europa; la irrisión del mundo entero».

Eso sí, para poder engarzar su acción secesionista en el proceso de descolonización se requería una creatividad digna de Tolkien a la hora de reescribir la historia. Además de la cuestión, señalada por diversos historiadores, de que los virreinatos no pudieran considerarse colonias, lo que categóricamente nunca han sido colonias, bajo ningún prisma, son los territorios peninsulares como el País Vasco o Cataluña. Pero la mentira es una gran fuerza motora de la política, de manera que en los años 50 una escisión del PNV, que se haría llamar Euskadi Ta Askatasuna, reinterpretó la tradición histórica para adaptarla al contexto de la descolonización de la época y tornarse a sí mismos en pueblos indígenas, buscando de tal manera justificación teórica para el derecho de autodeterminación amparado por la ONU. Había que seguir combatiendo a ese oscurantista imperio católico, azote del luteranismo y la masonería, que masacraba indígenas e imponía la inquisición y por ahí apareció el primer «jefe militar» de la banda terrorista en 1965, Xabier Zumalde, apodado El Cabra por haberse ido a vivir como un guerrillero a lo hoy es el Parque Natural de Urkiola tomando como referentes —según él mismo explicó posteriormente— al Che, al Vietcong y al Frente de Liberación Nacional argelino. Lo que vino después es tristemente conocido.

El caso catalán

Explica Ucelay-Da Cal que «la pérdida imperial comportó automáticamente una larga lista de redefiniciones: se quisiera o no, había que replantear la identidad colectiva, la noción de ciudadanía, el rol de las fuerzas armadas, la función misma del Estado, la pulcritud política y la eficacia administrativa». El 98 fue una patada en el tablero que reubicó las piezas y permitió a algunos encontrar espacios antes inexistentes, de manera que, por ejemplo, el Partido Nacionalista Canario fue fundado en La Habana en 1924; el «arredismo» fructificó antes en los centros gallegos americanos (primero en Buenos Aires, luego La Habana) que en la propia Galicia; sobre el caso vasco no es necesario insistir y el caso catalán, por su parte, merece una atención más detallada.

Según el historiador Joan Manuel Ferrán Oliva «La Habana a inicios del siglo XX fue quizás la ciudad más catalanista del mundo fuera Cataluña»; el mismo Oriol Junqueras tiene un libro publicado bajo el título Los catalanes y Cuba y la estelada, como es sabido, fue diseñada a comienzos del siglo XX inspirándose en las banderas de Cuba y Puerto Rico. Hubo una doble vertiente en el impacto del desastre del 98, por el lado más pragmático la burguesía catalana pasaba a encontrar en ese nuevo escenario una manera de ejercer poder sobre el Estado por la vía de autonomía regional y la amenaza secesionista. Para otros, sin embargo, no era una táctica sino fruto de una convicción: el medio de orientación catalanista La Veu de Catalunya pasó a publicarse a diario en 1899 y en él se referían a España en la guerra como un barco que se hunde y del que era preciso aflojar las ataduras, había una identidad catalana a la que querían liberar de su opresión. De nuevo asistimos a una reescritura de la historia en la que el imperio maligno pasaba a ser Castilla, como si la unión de coronas con los Reyes Católicos no hubiera existido y Cataluña resultaba ser ahora otro pueblo indígena maltratado.

 Así lo explica Marcelo Gullo: «Fue entonces, a partir de 1898 y no a partir de 1714, cuando se inició el conflicto con el nacionalismo catalán, que poco a poco irá construyendo su propia ‘leyenda negra’, esto es, la de la ‘conquista de Cataluña por España’. El nacionalismo separatista catalán y el indigenismo fundamentalista balcanizador son hermanos gemelos, pues comparten el mismo afán por borrar todo lo español (…) el nacionalismo catalán ataca la verdadera identidad de Cataluña, y el fundamentalismo indigenista hace lo propio con la verdadera identidad de Hispanoamérica. En el relato imaginario inventado por el nacionalismo catalán, el ‘sitio de Barcelona’ de 1714 es el equivalente al ‘sitio de Tenochtitlan’ de 1521».

En conclusión, no es casualidad que España viviera a lo largo del siglo XX de espaldas a América y simultáneamente naufragase en la división y el enfrentamiento interno. Sería un planteamiento absurdo de raíz reclamarse hispanista detractor de la leyenda negra y, simultáneamente, mostrarse indiferente ante el separatismo. Pero defender la unidad de España y desentenderse de la Hispanidad también sería un posicionamiento cojo y de escaso alcance. Si bien por el contexto tan complicado en el que nos encontramos reivindicar la unidad nacional es de una urgencia inapelable, mientras que el hermanamiento y la cooperación cultural, económica, política entre países hispanos es algo que requiere un plazo más amplio, como he intentado mostrar en las líneas anteriores ambas son, en el fondo, la misma lucha.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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