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Las palabras del campo

Lo primero que se perdió en el trayecto del campo a la ciudad fueron las palabras

La ciudad es un campo habitado.

Late la tierra bajo los pasos de la gente que camina sin saber cuánto la echa de menos, hasta que oye los tractores por las calles y su corazón campesino se despierta y aplaude con su alma olvidada de rastrojos y de amapolas.

Aplauden también con las manos. Vitorean a los tractores como a los carros de combate que vienen de salvarte de una guerra. Da igual que sea en Madrid, en Santander, o en Santiago de Compostela. No importan los atascos, la incomodidad, el ruido, el elefante en cacharrería que es un tractor sobre el asfalto, porque las personas se alegran sin saber muy bien por qué, aunque lo sepan de sobra: que la vida en la ciudad, sin el campo, es imposible.

Quienes parecen no haberse enterado son los administradores de lo público, ya sea en las autonomías, los países o la Unión Europea a la que pertenecen, al implementar medidas para el campo sin pisar la tierra, dando por hecho que, el agricultor, no sólo tiene un tiempo tan infinito como el paisaje que contempla, sino que además maneja el lenguaje digital administrativo, cuando puede que ni siquiera disponga de fibra óptica.

No es sólo la brecha digital.

Es la incomprensión.

La ignorancia.

La falta de respeto.

La ausencia de flexibilidad, como si jamás hubieran contemplado cómo briza el trigo espigado.

Hablo con Eva, mi vecina y amiga, ganadera en ecológico, “la agenda 2030 es demasiado estricta”, me cuenta. El año 2023 empezó un nuevo periodo de la PAC, la Política Agrícola Común de los países de la Unión Europea para el medio rural, y los requisitos que hay que cumplir se piden sin dar formación al sector, con “una carga tremendísima” de papeleo y burocracia, lo cual “implica tener que contratar servicios externos”, no disponiendo de tiempo material para cumplimentar tanto papel que no sirve de nada si no viene alguien a pisar la granja, el campo, a llenarse de barro los zapatos y darse cuenta de que esto es la tierra, estos son los animales, este es el sol que sale por el Este y se pone por el Oeste, y esta es la luna que pone verdes las patatas que se orean de noche sobre el campo.

“Por cargar de burocracia a los agricultores y a los ganaderos, no van a ser por ello los alimentos más ecológicos y más seguros”, me dice Eva, si no pisan el campo y las granjas, y además, no se puede dar la misma ayuda de la PAC a quienes viven en el rural, fijando la tierra para que no se vaya como el raigal de un árbol, que quienes no cumplen ninguna función social en él; ni se puede dar la misma ayuda en Galicia, donde una hectárea tiene una mayor producción, que en otras regiones de menor rendimiento. Por no hablar de “la industria en cuyas manos se deja la distribución de lo que se produce”, olvidando que son los del sector primario quienes verdaderamente aseguran el abastecimiento de alimentos a las ciudades, “no cubriendo ni siquiera los costes”.

Ya vimos cómo tiraban hace unos días, en señal de protesta, cientos de limones al suelo, que es como tirar la luz del sol y la luna a un tiempo.

No lo vemos.

No vemos nada.

Pero, de alguna manera, intuimos que tienen razón.

Por eso, cuando pasan los tractores por la Puerta de Alcalá, aplauden los madrileños, sabiendo que, en el fondo, somos los mismos; unos que se han ido, y otros que se han quedado; pero con una misma raíz sobre la Tierra.

Sin los agricultores y ganaderos, no llegaríamos a nada.

Lo sé bien.

No soy nada, no soy nadie, sin ellos.

Vivo en el campo, o más bien en el claro de un monte de un lugar de una parroquia de una aldea de Galicia. Ahora mismo, mientras escribo, está Manolo, mi vecino, haciéndome el favor de podar la parra de mi casa, y atándola con vimbios, que es como llaman por aquí a las varas de las mimbreras, tan doradas como el sol del atardecer. Su padre, José do Corvo, hacía lo mismo, mientras hablaba a los sarmientos, “no te vayas a tronzar”, les decía, como si una rama de la cepa de una vid pudiera escucharte.

Quién sabe.

Puede que, lo que más estén reclamando, agricultores y ganaderos, como un sarmiento, sea ser escuchados.

Merece la pena.

Hablan un lenguaje precioso que emana el olor de la tierra antes de caer la lluvia y que es como el canto de los pájaros, sus greguerías, antes de amanecer, cuando en la oscuridad de la primavera que ya se asoma, cantan al unísono en susurros, al igual que verdea en silencio una chopera.

Lo primero que se perdió en el trayecto del campo a la ciudad, fueron las palabras. Cayeron por el camino como las briznas de hierba de los carros tras segar los campos, donde quedan los baraños haciendo hileras.

Besana, surco profundo que marca la longitud de un campo cuando se empieza a arar.

Nascencia, germinación de las semillas sobre la tierra.

Escamondar, realizar una poda ligera para despojar a un árbol de ramas inútiles o secas.

Envero, cambio de color por maduración del fruto.

Pelona, helada fuerte con abundante escarcha.

Rechizar, calentar el sol con fuerza en las horas del resistero.

Amaturriar, sestear de pie las ovejas al cobijo de una misma sombra, apretándose entre ellas, para evitar el sol y las moscas.

Restaño, remanso de las aguas que brilla.

Alcacer, cereal cuando está verde.

Solambrío, terreno umbrío.

Arvense, planta que se da en los campos de cultivo, o próxima a ellos, como la amapola.

¡Tantas palabras del campo perdidas por el camino!

Regresemos con ellas.

*

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