Manuel Toscano: «Toda la tramoya nacionalista depende de contemplar la lengua como marcador identitario»

LAGACETA conversa con el profesor y autor acerca de su última obra, una reflexión sobre los lugares comunes de la política lingüística en España y su relación directa con los marcos ideológicos dominantes del nacionalismo

Manuel Toscano, profesor titular de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Málaga, ha publicado Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas (Athenaica, 2024). Esta pequeña obra, dentro de la colección Breviarios, deja un retrato muy fresco y preciso, desde ramas como la sociología, la lingüística o la política, sobre el valor de las lenguas como herramienta comunicativa y seña de identidad. El autor reflexiona acerca de las falacias y clichés que saturan  este cada vez más viciado tema, la diversidad lingüística así como su uso como arma nacionalista en el debate político.

En Contra Babel habla del último hablante de una lengua y su posterior desaparición…  Casi como un último mohicano. Menuda tragedia… ¿o no tanto? Usted desmonta este mito y argumento con elegancia…

Estoy por recomendarle al posible lector que lea el libro, pues esa es una de las cuestiones centrales que aborda: ¿es una catástrofe que una lengua se pierda? Si hablamos de pérdida, la pregunta nos obliga naturalmente a plantearnos cuál es el valor de aquello que se pierde, en este caso la lengua. El hilo argumental central de Contra Babel es una discusión de las tres formas con las que describimos el valor de las lenguas, atendiendo a su importancia como medio de comunicación, como patrimonio cultural o como seña de identidad colectiva. Analizo cada uno de esos tres aspectos valiosos de las lenguas, pero también cómo se contraponen retóricamente en la literatura, pues entre ellos pueden darse tensiones y conflictos, especialmente entre el primero y los otros dos. Por eso me parecía instructivo empezar la discusión con la situación del último hablante de una lengua, como señalas, pues una lengua moribunda plantea de forma agudizada esos conflictos o tensiones entre los diferentes aspectos valiosos del idioma.

Habría que preguntarse, en primer lugar, por qué las lenguas importan ¿Qué desaparece además de la lengua? ¿Y qué permanece?

Exacto, puede parecernos ociosa la pregunta de por qué las lenguas importan, pues damos por descontado su valor e importancia. En el ensayo, sin embargo, explico que no debemos dar ni mucho menos por obvia la respuesta. De ahí que me detenga en desgranar con detalle en qué consiste exactamente su valor bajo cada una de las descripciones antes mencionadas. Por ejemplo, cuando hablamos de su importancia como medio de comunicación, ¿en qué consiste concretamente el potencial comunicativo de un idioma? Pues éste tiene que ver no sólo con su extensión (cuánta gente lo habla), sino también su centralidad (cuántos hablantes multilingües lo hablan). Lo mismo sucede con la descripción de la lengua como patrimonio cultural, que admite diferentes interpretaciones, o con las implicaciones de contemplar el idioma como seña de identidad de un pueblo, que es característica de los nacionalismos.

Insisto en este punto porque si no analizamos esas descripciones del valor de las lenguas no podemos responder con solvencia a la pregunta de qué se pierde cuando una lengua desaparece. Mi ensayo se aparta de lo que es habitual en los discursos sobre la diversidad lingüística justamente por no dar estas consideraciones de valor por supuestas, pues requieren un examen concienzudo. Pero también por resistirse a la corriente dominante, según la cual la pérdida de una lengua es siempre una tragedia o una catástrofe. Si entendemos que en último término el valor de una lengua depende del servicio que presta a sus hablantes –y ese servicio lo presta ante todo como medio de comunicación–, pues no tiene por qué ser así siempre. Dependerá de las circunstancias de cada caso, lo que supone necesariamente considerar y sopesar los costes y beneficios para los hablantes en circunstancias concretas.

Pensemos que cuando una lengua está en trance de desaparecer no es que sus hablantes queden incomunicados o aislados en la lengua moribunda, sino que ya usan otra lengua (u otras lenguas) más hablada en la que se manejan habitualmente y con la que se comunican con las personas de su entorno. Ahí es donde surge el problema, pues lo que se llama con aire dramático ‘la muerte de una lengua’ no es otra cosa que un proceso de cambio social, concretamente la sustitución de una lengua por otra en una población humana. En la mayoría de los casos porque la nueva lengua resulta más útil comunicativamente y ofrece más ventajas a los hablantes de la minoritaria.

“Aborda el problema político más serio al que se enfrenta nuestra nación”, escribe Félix Ovejero sobre Contra Babel. No es tanto el problema de la lengua, sino el de las políticas utilizadas para abordar el tema de las lenguas…

Lo que dice Félix Ovejero es acertado, desde luego. Creo que muchos ciudadanos no perciben con suficiente claridad la trascendencia política que tienen las lenguas o la coexistencia de lenguas en nuestro país. Por eso conviene explicarlo, aunque sea sucintamente.

Esa significación política, como señalaba Renan, proviene de verlas como ‘signos raciales’, es decir, como señas de identidad colectiva, que diríamos hoy. Eso es lo que hace el nacionalista, que contempla la lengua ante todo como el rasgo que diferencia a un pueblo o nación culturalmente diferenciado, separado de otras comunidades humanas. Por tanto, no se trata sólo de que los nacionalistas presenten reivindicaciones y demandas basadas en el idioma, es que consideran éste como el alma de la nación; sin ella no habría nación. Para ellos, una lengua distinta es la prueba de la existencia una nación distinta, a partir de lo cual seguirían la reivindicación del autogobierno o el supuesto derecho a la autodeterminación de ese pueblo. En otras palabras, toda la tramoya nacionalista depende de contemplar la lengua como marcador identitario. Esa significación política es lo que explica que en distintas sociedades como Bélgica, la India o Canadá las lenguas generen fuertes disensiones y divisiones políticas, alimentando incluso movimientos secesionistas como en Quebec, en Flandes o aquí en Cataluña.

Lo cierto es que en España todos los nacionalismos son nacionalismos lingüísticos, es decir, se basan en la preeminencia de la lengua como rasgo cultural diferenciador. Por eso en Contra Babel me detengo en trazar el perfil de los nacionalistas lingüísticos, pues resulta evidente su utilidad para comprender los debates en torno a las políticas lingüísticas en las comunidades autónomas donde hay otra lengua oficial además del español. El mismo concepto de ‘lengua propia’, usado en los estatutos de autonomía y que sirve para legitimar esas políticas, no se entiende sino dentro del marco ideológico del nacionalismo lingüístico. Fuera de él tiene poco sentido, como explico.

Las lenguas están hechas para comunicarnos, “toda búsqueda de aprecio, de identidad, de afirmación, o de confrontación  con el mundo se reducen, en definitiva, a una búsqueda de interlocutor”, decía Carmen Martín Gaite. Actualmente, los disparates políticos tergiversan y confunden a la gente alterando el propósito original…

Una de las cosas que hago en Contra Babel es destacar que la lengua es ante todo un código o un medio de comunicación, hasta el punto de que otras descripciones de su valor, como herencia o patrimonio cultural, dependen en último término de su función comunicativa. Que haya que reivindicar esta obviedad puede parecer sorprendente, pero lo cierto es que muchos discursos sobre la diversidad lingüística eluden o ignoran esa importancia comunicativa de las lenguas, que resulta primordial. La razón es bien sencilla: porque en lo que respecta a su valor comunicativo las lenguas son extremadamente desiguales. Hay lenguas con apenas unas decenas de hablantes y otras como el inglés, el chino o el español con centenares de millones de usuarios.

“Las lenguas están para entenderse”, dijo Zapatero en el Congreso. Sin embargo, este Gobierno se empeña en construir muros  alentando  “elementos de control” sobre los medios de comunicación, por ejemplo…

Hay que tener cuidado con ese cliché de que las lenguas están para entenderse, tan repetido por los políticos. En realidad, es una falacia de libro, concretamente de lo que se conoce como falacia de composición, pues atribuye al conjunto de lenguas lo que sólo cabe predicar de cada una de ellas. Me explico: cada lengua facilita la comunicación entre sus hablantes, pero que haya varias lenguas no facilita en modo alguno el entendimiento entre sus respectivos hablantes; al contrario, si son lenguas suficientemente alejadas constituye un serio obstáculo para el entendimiento y la comunicación. Es un ejemplo de las muchas falacias y clichés que abundan en la discusión sobre las lenguas y la diversidad lingüística.

Con lo de las lenguas autonómicas va a peor la cosa. Eliminan lo de “cooficial” e imponen el término “lengua propia”. La lengua materna es aquella con la que naces y, sin embargo, no la llaman propia.  El Quijote, apoyándose en el latín,  decía “todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar fuera…”

No me gusta el sintagma ‘lengua propia’ y en la última parte del ensayo explico por qué. Fernando Savater ha referido alguna vez la carta al director en la que un profesor vasco se quejaba amargamente de no conocer su lengua propia. Aquello dejaba estupefacto con razón al filósofo: ¿llama propia a la lengua que no habla y que desconoce? ¿Cómo llama entonces al idioma que sí conoce y usa diariamente? La anécdota muestra lo que va mal con la noción de lengua propia.

Y eso que va mal conecta directamente con la ideología nacionalista, fuera de la cual la noción de lengua propia no tiene mucho sentido, como te decía antes. En realidad sirve como marcador identitario en el peor sentido posible, pues atribuye la lengua a un colectivo o territorio, al margen de lo que hablen en realidad los ciudadanos, creando de ese modo una identidad impostada o ficticia. Así por ejemplo se declara que el euskera es la lengua propia de los vascos, aunque la mayoría de los ciudadanos vascos tenga como lengua materna o familiar el español.

El problema está en que luego se pretende que los usos reales se amolden a esa identidad ficticia, con las consiguientes imposiciones a los ciudadanos. No sé si hace falta recordar que quienes hablan y usan la lengua son los individuos, no los territorios ni las comunidades autónomas.

Cuando escuchamos “hay que despolitizar las lenguas” nos suena a una ingenuidad asombrosa, ¿es inevitable la significación política de las lenguas? Desde luego, hoy hay más ruido que nunca…

Es algo que se repite con cierta frecuencia en boca de políticos, comentaristas y hasta de lingüistas profesionales, muchas veces con la mejor intención, aunque no siempre. No deja de ser una ingenuidad en el caso español por las razones antes expuestas: la existencia de los nacionalismos opone un obstáculo insalvable a la despolitización de las lenguas, por más que algunos de sus portavoces se apunten a la consigna cuando les conviene. Pues el nacionalista no sólo erige la lengua en tótem y tabú, sino que hace de ella palanca esencial de la construcción nacional. A ver cómo se despolitiza eso.

A mi juicio, la cuestión no sería tanto despolitizar las lenguas como impugnar el marco ideológico donde las encuadra el nacionalista. Ese es el verdadero reto y no parece fácil a la vista de la facilidad con la que tantos asumen los postulados nacionalistas en torno a la lengua, incluso muchos que no se definen como tales.

La perversión del lenguaje, que  hablaba Amando de Miguel, sucede a diario. Abusan del término “diversidad” de forma excluyente, -aíslan, autodeterminan-, cuando el término “diversidad” significa variedad, riqueza: “La diversidad sólo puede enriquecernos a través del contacto y la difusión, no de la mera yuxtaposición de comunidades separadas e incomunicadas”…

En el libro planteo que no podemos simplemente repetir el tópico de que ‘la diversidad nos enriquece’, que es uno de los clichés dominantes acerca de la diversidad lingüística y cultural. Hay que preguntarse de qué forma nos enriquece y examinar esos supuestos beneficios. Pero es más importante aún detenerse a considerar las distintas formas de contemplar esa diversidad. Para empezar, como sostengo en el ensayo, es completamente falsa esa visión de la realidad lingüística como un patchwork de áreas lingüísticamente homogéneas, perfectamente delimitadas unas de otras y compuestas mayoritariamente por hablantes monolingües, a pesar de que es bastante común. Y, por otra parte, conviene señalar que la diversidad lingüística presenta rasgos y dinámicas que no tienen parangón con otras formas de diversidad cultural. 

Decía Juan Ramón Jiménez: “El que aprende una lengua, adquiere una nueva alma”. Sin embargo, el alma pierde todo ese significado con el actual “alma de la nación” que dicen los nacionalistas…

No sabría decirle si adquirimos una nueva alma con cada idioma que aprendemos o cuántas almas tienen los políglotas, pero sí que adquirir competencia en más de un idioma constituye una valiosa forma de capital humano, a pesar de los costes de aprendizaje. Por eso obligamos a los niños a aprender otras lenguas en la escuela así como adquirir y mejorar nuevas destrezas, como leer o escribir, en su idioma materno. Pues entendemos que es importante para una persona educada conocer bien más de una lengua y disponer de un buen repertorio lingüístico, algo que es ventajoso tanto individual como socialmente.   

Todo este panorama lo definiría bien Pedro Salinas, “hablamos casi siempre con descuido, escribimos con cuidado”.  Mientras, vemos como las tertulias de tv, radio o las calles se llenan de mítines políticos que son humo…

Cuando hablo de la lengua como capital humano es para resaltar los conocimientos y destrezas que requiere el uso del idioma y que pueden cultivarse hasta alcanzar un alto grado de virtuosísimo. Lejos de ser meramente útil, eso convierte a la lengua en un instrumento de lujo, por así decir, que requiere cuidado y esmero.

‘Amores que matan’, ese capítulo con la teoría formulada por Jean Laponce  tampoco es baladí, ¿cierto?

Efectivamente, en uno de los capítulos analizo las aportaciones del politólogo canadiense Jean Laponce, cuyos trabajos sobre lenguas no son suficientemente conocidos en España. Entre sus grandes aportaciones destaco la ‘ley de los amores que matan’, a la que Philippe van Parijs ha llamado también ‘ley Laponce’, que se puede enunciar así: cuanto mejor se llevan las personas, peor se llevan las lenguas. Dicho de otro modo, cuando más se tratan las personas y más interactúan entre sí, mayor es la presión hacia la convergencia lingüística. Por el contrario, la fragmentación lingüística se mantiene gracias al aislamiento geográfico y social. Es algo a tener en cuenta cuando se habla de diversidad lingüística en un mundo globalizado, más interconectado y donde la movilidad es incomparablemente mayor que hace unas décadas.  

¿Qué pensaría Nebrija si viera la evolución que está teniendo el español? ¿Qué cree que pensaría sobre cómo se maltrata la lengua en España?

Tengo una gran admiración por Nebrija, del que he leído recientemente su Apología, un opúsculo muy interesante y elegantemente escrito. Pero no soy capaz de imaginarme lo que pensaría el gran humanista de la extraordinaria expansión del español ni de la forma en que lo maltratamos en el presente.

¿Tiene su propia Babel?

Recordemos que el mito bíblico era un castigo divino, pues traía incomprensión e incomunicación. Creo que de eso nos corresponde a todos un buen lote, pues forma parte de la condición humana. Si no, asómese a las redes sociales.

Imagino que es optimista. No debería pasar desapercibido Contra Babel para los políticos, aunque prefieren estar rodeados de asesores de marketing ¿Qué hacer cuando el mensaje no llega al sitio indicado y se produce esta especie de teléfono roto?

En realidad, no soy nada optimista con respecto a la posibilidad de mantener un debate razonable y bien informado acerca de las lenguas y las políticas lingüísticas en nuestro país, a pesar de que resultaría necesario. Basta ver el ruido y la furia que envuelven las discusiones públicas al respecto. Seguramente ese enconamiento resulta inevitable cuando se contempla a las lenguas por encima de todo como señas de identidad.

De todos modos, si he escrito este ensayo, donde trato de desmontar falacias y clichés, ha sido con la idea de contribuir con argumentos a un debate más ecuánime e ilustrado sobre las lenguas. Así que supongo que no he perdido del todo la esperanza.

(Fotografía: Athenaica)

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