A ojo de buen cubero
Sin haber leído ni un solo estudio sociológico, ya sabía yo que la pérdida de las grandes familias conllevaba un gran deterioro social. Bastaba mirar. La tendencia desde mediados del siglo pasado había sido favorecer las familias nucleares, es decir, la formada por la madre, el padre y los (pocos) hijos. Este modelo, que pareció de éxito durante las décadas prodigiosas de mediados del siglo XX, ha conocido una explosión nuclear en el XXI y las familias nucleares están sometidas a divisiones y particiones cada vez más pequeñas: hijos cada vez más únicos, más familias monoparentales, mayor soledad de los mayores, una epidemia de rupturas, una muchedumbre de personas sin pareja, un sistemático cuestionamiento ideológico, etc.
Cada caso es cada caso, pero la estadística es un fracaso. Contra él, las familias extensas, como clanes o estirpes, suponían un muro defensivo de la institución. He escrito con frecuencia sobre el privilegio y el placer que es tener primos. Viviendo en un pueblo donde muchos parientes se han ido fuera a trabajar, en vacaciones vuelven los primos de mis hijos, especialmente durante las navidades y para Reyes. Y me sorprende una vez más la relación maravillosa e inmediata que se entabla entre ellos. Un primo es un ser mitológico: mitad hermano, mitad amigo, como un unicornio o un centauro. Conserva la sacralidad de la sangre, la fuerza de lo recibido, la inevitabilidad del lazo, lo mejor de la relación con los hermanos, pero con ese añadido más aventurero que es la amistad. Un ser mitológico que, además, goza de la suprema extravagancia de existir. En una sociedad como la nuestra, en que casi todos los niños tienen pocos hermanos, todavía muchos pueden acogerse al comodín de los primos. Es maravilloso y habría que cuidarlo.
Como, de lo bueno, todo es poco, todavía se enriquece la fiesta familiar con una figura más mítica: el contraprimo. Esto es, el primo hermano de un primo hermano. No se comparte con él ni una gota de sangre y, sin embargo, en la superpuesta de ambos en las venas del primo de enlace, se siente una hermandad sobrevenida y superabundante. Desde luego, coinciden mucho en los eventos familiares, pero es algo más. La afinidad sublimada, al cuadrado. Y todavía queda una vuelta de tuerca con el hermano, gracias a los primos. Ya no es esa leve rivalidad cotidiana, burguesa y tiquismiquis de la casa a la hora de la ducha y de la cena. De golpe, el hermano es también el primo de mis primos y el contraprimo de mis contraprimos, el sobreprimo, el ultraprimo. Lo que permite verlo desde otra óptica nueva: entre primos, cuando parecía imposible, se descubre lo insólito: que todavía cabe algo más cercano.
La familia extensa también evita la soledad de los mayores, multiplica la importancia de las personas solteras (Jane Austen, precisamente, era una firme partidaria de las esenciales tías solteras; y tenía razón también en esto); favorece las relaciones; vacuna contra la catetez generacional generalizada. Decía Chesterton que «la Iglesia es la única institución que nos permite escapar de la degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo», pero una familia extensa e intergeneracional también. El trato con personas de distintas generaciones enriquece lo indecible: más que una herencia.
Las grandes familias ofrecen también un código ético. Esto lo ha visto muy bien (con mejor ojo de mejor cubero) Gregorio Luri. El dicho «Esto no lo hacemos los Fernández» llena de orgullo de pertenencia y motivación sentimental el comportamiento de los pequeños retoños Fernández. Y da a los padres un sólido fundamento pedagógico. Ofrece una moral, con la falta que nos hace hoy en día. Podríamos ir multiplicando nuestras observaciones, pero hay estudios que concuerdan con nuestras opiniones. Yo he leído uno.
Esto está estudiado
La apuesta política por la familia nuclear, explica David Brooks con una batería de estadísticas cubriéndole las espaldas, fue un error. Se prefirió la unidad básica, desactivando así los grandes clanes, las estirpes, los primos, el patriarca, el pater familias y las sagas familiares. Éstas quedaban para las apasionantes novelas y ya.
Hay que reconocer que la familia nuclear al principio funcionó muy bien. La economía era sólida, con lo que no se echaban de menos de los auxilios de la fraternidad. Los valores tradicionales tenían un peso todavía muy significativo. Y las ciudades, los barrios, los trabajos y las comunidades religiosas todavía implicaban fuertes lazos de relaciones. Y otro tema, más tabú todavía: la incorporación de la mujer al trabajo no se había generalizado.
Un estudio entre las revistas de mujeres de 1900 a 1979 llevado a cabo por las sociólogas F. Cancian y S. L. Gordon encontró que, que hasta los años 50 imperaba un modelo de mujer definido por la responsabilidad familiar y por poner a los hijos primero. A partir de los años 60 y 70, se imponen el autoamor, la realización, el placer, la autoexpresión y la individualidad, en una palabra, la liberación. Ese cambio coincide con la implosión de la familia nuclear masivo.
Otro dato llamativo también es políticamente incorrecto. Entre las familias acomodadas la estabilidad matrimonial se ha mantenido en niveles propios de 1950. En las progresistas tanto como en las conservadoras. ¿Por convencimiento? Hay un factor material. Los acomodados pueden externalizar los servicios que prestaba natural y gratuitamente una familia extensa: ayudas logísticas y de intendencia, cuidadores, profesores particulares, psicólogos. Los clubs sociales hacen también su papel sustitutivo de tíos y primos.
Todo esto provoca un escándalo final para una sociedad igualitarista: un vertiginoso círculo virtuoso, pero cerrado. Andrew Cherlin, sociólogo de la Johns Hopkins University lo explica: «Son los privilegiados los que se casan y el matrimonio les ayuda a seguir siendo privilegiados».
Todos estos estudios sirven a David Brooks para afirmar que las políticas de defensa familiar están poniendo el foco en defender a la familia nuclear y que quizá habría que cambiar de estrategia. También los conservadores pensamos erróneamente que podemos fortalecer la familia sólo a base de compromisos morales, olvidándonos de los factores sociales, económicos y educativos que la familia extensa atendía de forma mucho más eficaz y muchísimo más igualitaria.
Abuelos que se quedan con los niños. Tías y tíos solteros que suavizan los conflictos generacionales. Contactos profesionales a través de los primos, de los primos de los primos y de los amigos de los primos. Sobreabundancia de voluntarios para sumarse a cualquier celebración. Leyendo a Brooks he recordado el famoso proverbio de los masáis: «Para educar un niño hace falta la aldea entera», que en la familia extensa encuentra una concreción intermedia y más intensa.
La gran familia también era un seguro, explica Brooks, contra las rupturas matrimoniales. Si éstas se producían, había toda una cobertura sentimental que implicaba que la familia seguía allí. Los hijos no se percibían, de golpe y porrazo, sin vínculos. Abuelos, tíos, cuñados, primos permanecen al pie del cañón. Además, las posibilidades de ruptura disminuían, primero porque muchos factores quitaban el estrés añadido sobre los matrimonios solitarios de ahora; y luego porque el trato con cuñados y primos terminaba alentando una complicidad con el cónyuge, que es con quien se compartía un 100% de intimidad y compañía. Un matrimonio solo, mirándose cara a cara, sin nadie con quien discutir salvo entre ambos, tiene muchas más posibilidades de entrar en crisis.
No todo es perfecto
Contra la leyenda rosa, Brooks no oculta una cuestión inquietante. Económicamente le va mejor al PIB de un país cuanta más gente vive sola. Y viceversa. El índice de los hogares con muchos miembros suele ser indicador de países menos productivos. Esto habría que analizarlo a fondo y afrontarlo por lo pronto con políticas realistas de conciliación, pero ya nos sirve para darnos cuenta de quién puede tener intereses en que las familias sean lo más delgadas posibles: quienes valoran sobre todo el rendimiento económico. Éstos saben que cuanto más solitarios los individuos mejor encajan en la estructura productiva. Para un cui prodest?, es un dato relevante.
Tampoco a ojo de buen cubero se nos oculta que una familia grande dificulta la carrera profesional de sus padres, acuciados por imprevistos, dulces demandas imperiosas de atención y obligaciones a todas horas. Brooks añade a la lista de perjuicios la falta de intimidad de la pareja nuclear y varios límites de su libertad. Sus decisiones son comentadas por todo el clan, y la familia extensa exige un arraigo local que puede chocar con las ansias de conocer mundo o con la necesaria movilidad geográfica.
Metadona del clan
La parte menos convincente del estudio de Brooks es la propositiva. Anima a sustituir a las grandes familias por otros grandes grupos de «familias alternativas». En las sociedades primitivas, contra lo que se piensa, los vínculos de sangre de las tribus, por lo visto, no eran tan extensos, y él se agarra a este dato. Con estas familias alternativas se recuperarían las ventajas del clan extenso, sin sus inconvenientes. Serían renovables, podrían encontrarse «nuevas familias» en los viajes, resultarían menos intrusivas que la familia consanguínea y permitirían mayor adaptación laboral.
Ya. El problema es que, en realidad, esto es dar gato por liebre. Los grupos de amigos siempre han existido y son magníficos, pero no son sustitutos de la familia extensa. Tampoco lo son las comunidades de vecinos con un íntimo trato común. Los «clanes ficticios o ficcionales», como los llama, y los grupos de apoyo o caridad, que elogia, son redes más tradicionales de lo que imagina Brooks, a menudo son necesarias y jamás pueden sustituir a la familia extensa. Su propuesta implica hacerse trampas al solitario. Brooks pone el ejemplo de las comunidades religiosas como entidades sustitutivas exitosas, pero, ojo, porque ahí la gracia y la fe hacen el papel del parentesco.
A grandes males, grandes familias
¿Qué hacer? Las propuestas por analogía de Brooks no son convincentes; pero es verdad que es muy difícil volver a los grandes clanes e imposible hacerlo de la noche a la mañana. Por mentalidad general, por estructura económica, por tamaño de las viviendas, por valores imperantes, como la independencia y el éxito profesional. No hay que bajar los brazos, sin embargo. Cabe un método de lucha celebratorio, muy acorde con estas fechas. Mantener los vínculos. Sostener la presencia de la familia extensa gracias a encuentros ritualizados, a grupos de whatsapp, al orgullo de pertenencia, a publicaciones privadas, a tradiciones mantenidas, como salir cada año en una hermandad de Semana Santa o acudir sin falta a un evento deportivo que congrega a todos los miembros de un clan, etc.
Los Cervera, los descendientes del almirante, son un caso paradigmático. Estratégicamente, son ejemplares. Se reúnen bienalmente. Es un encuentro felicísimo y masivo. La última vez necesitaron un castillo, el de San Marcos, del Puerto de Santa María, para caber. Teniendo en cuenta que esa fortaleza fue la sede de la Orden de la Estrella o de Santa María, la orden de caballeros del mar que creó Alfonso X el Sabio, el lugar no podía resultar más acorde con su propia tradición militar y marina. El protocolo es precioso, porque todos los Cerveras llevan en el pecho un código de colores, como el de un almirante, que indica a que ramas y subramas de la familia pertenecen. Así se pueden situar de un golpe de vista.
Verse ya es una actividad ejemplar. Hay más. Editan una revista en la que recogen todas las novedades de la familia. Con el dinero de las cuotas de una asociación ad hoc pagan becas o realizan diversas labores asistenciales.
Yo estuve en su última reunión como invitado y me impresionó vivamente la lectura de la memoria de logros de los miembros de la familia en los dos últimos años: logros militares, por supuesto, pero también académicos –doctorados cum laude, premios, publicaciones–, también numerosos éxitos deportivos, y no sólo de vela, representando a España por el mundo. Uno podría pensar que al ser tantos, es fácil reunir un puñado de éxito. Eso es porque ustedes no oyeron, como yo, la lista deslumbrante.
Al número se suma la emulación familiar, el orgullo y el ejemplo de los mayores, la conciencia de misión, la seguridad de la estirpe. Esto ya es algo que las familias extensas ofrecen y que pueden seguir ofreciendo con cierta organización, sin necesidad de volver a la gran casa familiar y a la figura del pater familias. Sucedió allí una cosa increíble, pero que yo viví en primera fila. Nos colocamos en las escaleras del castillo para la foto en grupo. Alguien llevaba un dron y hizo una foto aérea. Salió el mapa de España. Yo estaba allí y nadie nos colocó ni posamos ni nada. La sangre del almirante Cervera nos había puesto en formación. Impresionaba que una familia que se ha singularizado por el amor a España, pose instintivamente haciendo el perfil de su patria.
Junto a lo simbólico y mágico, las ventajas de la familia extensa serían incontables. Potencia la multiplicación de modelos y, por tanto, de vocaciones profesionales y hasta religiosas; eleva exponencialmente el apoyo mutuo; se recrea en la felicidad de los encuentros, en los primos lejanos abrazándose como primos hermanos. En ella, la familia nuclear se sentiría acogida en una unidad de sentido mayor y protectora.
Estamos en un momento perfecto para darle una oportunidad a la familia extensa de cada uno. Las navidades implican acordarse de todos los seres queridos, sin imponer el límite del cuarto grado de parentesco. Y el Año Nuevo nos anima a ponernos propósitos grandes. Se trata de mantener el contacto con los familiares lejanos, sentir la pertenencia, honrar a los mayores, hacerle un seguimiento a los menores, dejar que el ejemplo de antaño llegue a las nuevas generaciones, escapar de la tiranía de pertenecer a nuestro tiempo y a la claustrofobia de tener familias cada vez más pequeñas. Celebremos a nuestros parientes lejanos, pocos o muchos, a los nuestros. Extendamos los brazos para alcanzar a nuestras familias extensas en un abrazo contra mundum.