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Pego Puigbó: «Leer la realidad incansablemente es una vocación que no debiera dejarse perder»

Entrevista al escritor Armando Pego Puigbó con motivo de la publicación de su último libro, 'Anti(pos)modernos españoles' (Sindéresis)

En este ensayo, que se puede considerar también un breviario, como en las novelas el misterio se resuelve al final, sólo hay que ir desvelándolo a lo largo de la lectura. ArmandoPego Puigbó, catedrático de Humanidades en La Salle-Universidad Ramón Llull y uno de los pensadores españoles más brillantes y con una de las obras de divulgación más amena e interesante –Trilogía güelfa, El peregrino absoluto, Poética del monasterio y monografías como El Renacimiento espiritual-, acaba de publicar Anti(pos)modernos españoles (Sindéresis). Sus capítulos recogen el perfil de ensayistas, narradores y poetas cuya posición política y estética desafía las etiquetas ideológicas. De la mano de Ramón Gaya, Ángel Ganivet, Wenceslao Fernández Flórez, José María Pemán, Julián Ayesta, José Jiménez Lozano, Luis Rosales y Enrique G. Máiquez, entre otros, descubriremos sorpresas y manjares; así, si usted  invoca, por ejemplo, a Jiménez Lozano será a través de su poesía, no el ensayismo; ¿José María Pemán?, en vez del articulismo, su teatro…   

Hoy que parece que la reflexión se va extinguiendo, la mejor forma de aprender es poniéndose manos a la obra. Y nada más productivo que darse al placer de la aventura actualizándonos en los maestros que trae Anti(pos)modernos españoles. Pego Puigbó proyecta su mirada sobre la existencia humana y toma el pulso a España abriendo puertas que iluminan al ser humano, consciente de que la actualidad está que echa humo. Los autores escogidos, “ni comparten las mismas ideas políticas, ni todos ellos se ajustan un credo religioso único”, hablan del poder y de la libertad, de su anhelo y de su pérdida, de lo que falta y de lo que sobra; en suma, “de las victorias que son derrotas y de las derrotas que se convierten en su victoria: la palabra verdadera”.

Esta conversación mantenida con Pego Puigbó para IDEAS, en plena vorágine de crisis económica, política, social, intelectual, judicial… en una España que, reitero, está que arde, se desarrolla, gracias a la sosegada palabra del profesor Pego Puigbó, en un oasis de lucidez. Háganle caso y no le den más vueltas, tras los autores de Anti(pos)modernos españoles “late, secreta y cronoclasta, la sombra de mi conservadurismo: la lectura como espacio paradisíaco”.

-¿No cree que en España hemos pasado, sin apenas saborearlo, de ser modernos a terminar saltando directamente a posmodernos? Vamos, como del invierno al verano, con una primavera de cuatro días…

No estoy tan seguro de que entre nosotros no haya habido una modernidad o que esa modernidad haya sido tan débil o fugaz como se cree. No hay que confundir la modernidad con la fascinación por las novedades y con su consumo masivo. No es lo mismo modernidad que la modernización. Creo que ha habido una modernidad española, tensa, difícil, llena de obstáculos, sepultada, pero una modernidad con una personalidad propia, con las mismas contradicciones que en otros países. La idea de Ortega de que el siglo XIX español es el período de la vida nacional con menos pulsaciones por minuto es cuestionable. Puestos a ser precisos, es un siglo taquicárdico. En el plano cultural y literario, baste fijarse no sólo en las figuras canónicas del siglo XX, sino en todo ese sustrato que, en un terreno pedregoso como es el nuestro, ha construido su obra a un nivel muy notable y que en mi libro he intentado recoger. 

-Cuán largo y lleno de piedras este camino…

La modernidad es esencialmente revolucionaria, en dos sentidos: tecnológico y político. El uno y el otro acaban produciendo la conciencia histórica de la existencia humana, eso que llamamos el historicismo. Cuando quiero entender algo de la naturaleza del poder no acudo al Príncipe de Maquiavelo, sino a Ricardo II de Shakespeare: el rey depuesto. En el caso español, para mí el hecho revolucionario del que nuestra nación no se ha repuesto es la caída de la Monarquía Hispánica. Fracturó todos los ámbitos de nuestra vida social y nos ha dividido a veces parece que irremediablemente. Por ello, comienzo mis Anti(pos)modernos españoles con una figura inquietante, extraña, aparentemente aislada, pero extremadamente lúcida como la de Ángel Ganivet.

 -Y es que la historia va pasando, va sucediendo, y la futura modernidad ya está en la puerta, dice Jiménez Lozano…

A Jiménez Lozano lo considero uno de esos pocos maestros en el sentido más alto – aunque, por cierto, que lo designasen como tal le estremecía-. Nos ha impartido su enseñanza en su obra, sin usarla para arrogarse la pretensión de dar lecciones. La modernidad habría provocado un lago de lágrimas que cabía ir consolando con una palabra callada y humilde, con una palabra auténtica que solía brotar de los labios de los humillados. Esa “futura modernidad” que menciona y que juzgo el estertor tardío de una determinada modernidad no se conforma con las lágrimas: quiere forzarlas convirtiéndolas en espantosas sonrisas.

-Jiménez Lozano apunta más: “La modernidad supone una reducción de la vida a fragmentos, sin memoria del pasado, pero también sin proyecto de futuro. Una modernidad secularizada sin sombra de esperanza, ni siquiera cultural, convierte la sociedad actual en pura horizontalidad, satisfecha de sí misma, sin expectativa”.

La modernidad está cansada, agotada, exhausta, pero no por ello ha perdido ni la más mínima gota de la furia que la caracteriza. No derive de esta opinión su impugnación, como si encarnase un mal del que debiéramos deshacernos. No es posible restaurar un pasado ideal que jamás existió. La modernidad contiene una pulsión (auto)destructiva que no se detiene ante nada, que desea desgajar y volver a crear a su imagen y semejanza la vida y la muerte. Pero en su interior también brotan energías secretas que, a su pesar, la contienen y, aunque parezca que apenas ya logran encauzarla, para mí están  también representadas por los literatos y pensadores anti(pos)modernos. Y por centrarme en el ejemplo que me propone, no me he sentido más confortado tomando el pulso sereno de España que con la lectura de la Guía espiritual de Castilla. Al final de una larga enumeración de los nombres de monasterios cistercienses, dice: “siempre el agua, los árboles, la idea de descanso, paz o alegría y dulzura. Y sobre todo de luz. O el puro encanto eufónico: la Moruela. O el encanto de lo minúsculo: la Lugareja, donde el Císter casó con el mudéjar, insistiremos: la oriental España con Europa”. Esa es la clara línea de España, la de Garcilaso y Góngora, la de Bécquer y Juan Ramón Jiménez, la de Cervantes y Pérez Galdós, pero también la de Luis Rosales y Rafael Sánchez Ferlosio.

-Pirandello decía que el hombre moderno está condenado a la soledad y la alineación. Todo un visionario, vemos que estamos inmersos en ambas. Estamos en un punto en que lo significativo no es libertad para decir lo que se piensa, sino “libertad para pensar…”

El mismo Jiménez Lozano definía a los místicos como buscadores de lo Real absoluto. Como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, como Fray Luis de León o Martín de Cantalapiedra, seguimos necesitando personas que caven hacia dentro de sí mismos y que paguen, con naturalidad y sin aspavientos, el precio, a veces muy alto, de esa libertad interior. Y se sorprenderá. Hay muchas más de las que solemos imaginar, pero están bien lejos del guirigay de las redes y de las aplicaciones. Lo que pretende nuestra época es arrancarles a ellos toda esperanza, corroer y corromper su dignidad como si fuera tan sólo un derecho cedido por el Estado.

-Leyendo a Ramón Gaya coincido en aquello de “no vamos hacia la modernidad porque ya estamos en ella” y pienso, ¿qué tienen estos autores que pasa la vida y siempre volvemos a ellos? ¿qué tienen para ese “vivir es ver volver” de Azorín?

En mi libro les aplico tres rasgos que deben entenderse en un sentido matizado: secretos, cronoclastas y conservadores. No necesariamente su conservadurismo debe comprenderse en una acepción política. El propio Gaya no lo era. Me refiero más bien a una comprensión de la realidad según una variedad de perspectivas. Hay un modo metafísico de acercarse a ella, basada en una confianza tanto en que es posible conocerla como en la seguridad de que es así y de que es bueno que sea así, pese a todas las desfiguraciones que, con el mal, le infligimos. También existe una mirada que transfigura la realidad, que la contempla a la luz que pasa y que tamiza humanamente su sentido, en comunión con el pasado, con una atención callada, secreta, y, por ello, más lúcida. Se trata de mirar la realidad como si a cada momento volviera a nacer, sin por ello incurrir en ningún adanismo. Es aprender a re-conocerla, cada vez con más profundidad; en el fondo, aprender a amarla.

-¿Aquel famoso retorno de Nietzsche?

Más que retornar o que repetirse, “ver volver” es también “volver a ver” con más claridad hasta las sombras que proyectamos sobre nuestra vida.

-Volviendo a Ramón Gaya, contaba que la modernidad “no consiste en ir sacándose de la manga, sin ton ni son, míseras novedades pueriles, tontas, tontucias, sino en dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre”. Gaya renunció a lanzar postulados a ultranza sobre la modernidad, “yo no he dicho que la modernidad no exista, sino tan sólo que… no se podía ir a hacia la modernidad, perseguirla, conquistarla, puesto que se estaba irremediablemente en ella”…

Ya comentábamos al principio que no hay que confundir la modernidad con la novolatría. ¡No hay que adorar lo nuevo! Tampoco sacar brillo del pasado, como si quisiéramos embalsamarlo. Ser moderno no puede reducirse a una idea mecanicista de progreso, como un avance imparable de mejoras. Son famosos los dos versos de El poema, de Juan Ramón Jiménez “¡No le toques ya más, / que así es la rosa!”. Y, sin embargo, debemos recitarlos una y otra vez; jamás se marchitan. Leer, leer incansablemente la realidad, humanizarla dejándose conmover por ella, cuidándola, creando con ella y en ella es una tarea tan ardua como una vocación que no debiera dejarse perder.

-En su comprensión de la pintura, el arte, cabe Bellini al lado de Hiroshige; Nuno Gonçalvez al lado de Velázquez… Y confiesa que lo que encuentra moderno de verdad es Tiziano. “Tiziano no inventa nada. Todo ha ido fraguándose. La pintura es una y ya está en las cuevas, allí ya está siendo sin llegar a ser”. Y añadía que “el hombre moderno no necesita propiamente volver a lo antiguo, sino acordarse, acordar su antigua juventud, con su actual vejez”

A Gaya, como a Jiménez Lozano, y como también pasa con otros autores que selecciono en mi libro, hay que “volver a leerlos” para “leerlos de nuevo”. Con los Diarios de Gaya, me sucede que el tiempo parece que se funde no por superposición, como si se tratase de un collage posmoderno, sino por adensamiento. Cada vez que el hombre toma un pincel, hace vibrar con el arco una nota, o se propone pronunciar una palabra se produce la maravilla de que el sentido de algo oculto y decisivo está a punto de revelarse. El anti(pos)moderno lo percibe con una nitidez que puede parecer melancólica. En realidad, forma el recuerdo enriquecido y agradecido de un pasado que pensaba en un futuro que es ahora presente y que debe seguir resonando como una deuda de amor.

-Cuando se trata de definir al escritor de derechas sigue pasando lo de siempre. “Suelen aplicarse las etiquetas más variopintas, como si fueran intercambiables: fascista, ultraderechista o reaccionario. Sin embargo, la lectura de sus obras no deja de mostrar que la singularidad de sus obras no puede encajarse en una mera sucesión de tales adjetivos”. ¿Qué solución ve?

No veo soluciones. Nuestra época está obsesionada por encontrar a cada pregunta una respuesta; a cada límite, una transgresión; a cada dificultad, una solución. No hay una solución, sino una disposición: a seguir leyendo, a afinar cada palabra, a acompañar y debatir cada interpretación no por el contexto sino por el texto. La verdad de una palabra no es un argumento, ni una posición política, sino una obediencia a la realidad que hemos visto y tocado. Puede uno no compartirla, incluso combatirla; nunca puede uno permitirse el despreciarla. Si nuestra época está envilecida es porque es incapaz de reconocer al adversario la nobleza que exige más y mejor de nosotros. 

-José María Pemán es uno de los autores más atacados por algunos políticos actuales. Entre otros despropósitos, por ejemplo, la retirada de la placa en su casa natal, fruto del sectarismo y la ignorancia. Pemán prefería ser conocido como poeta y mostraba claro desinterés por la vida política. Mantenía excelentes relaciones con intelectuales en el exilio y Francisco Umbral lo describía como una persona que tenía en la mesa un libro de Jean Cocteau y un crucifijo…

Medio en broma y muy en serio, mi madre me ha contado que, durante mi embarazo, ella tuvo como lectura principal Mis almuerzos con gente importante. Mi padre, que habría cumplido cien años, recordaba a Pemán de orador en Pamplona en 1936. ¿Debo ahora avergonzarme, por ley, de un hombre íntegro en su vida personal que, como tantísimos otros españoles, honradamente su profesión médica, sin hacer acepción de ningún tipo? De Pemán he elegido Antígona (1945), una reescritura muy personal de la obra sofoclea, para reivindicar, no para imponer, un modo legítimo de vida en común, más allá de toda discordia. Por eso lo he definido como “monárquico y trágico, antimoderno y actualísimo, caballero cristiano que jamás perdió la esperanza”. Es el amor, no el odio, lo que mueve su obra entera, y sus lectores no dejaremos de agradecérselo.

-Leí a Eloy Sánchez Rosillo que, “el tiempo no es un antes, un ahora y un después, sino un todo indivisible”. “Si no atendemos a esto estaremos haciendo arqueología del antes y elucubraciones de lo que vendrá en un futuro”, añadía…

Sánchez Rosillo, extraordinario poeta, percibe el tiempo con una finísima intensidad lírica. En ese algo que llamamos presente son convocados pasado y futuro. La cronoclastia que le mencionaba hace un momento apunta en esa misma dirección en términos narrativos. No es una ruptura del tiempo, sino la destrucción de una linealidad que nos impide superar una visión meramente acumulativa de etapas. Nuestra vida está formada por capas que nos atraviesan longitudinalmente: nos alimentamos de sueños y de deseos que modifican y alteran y que, ay, también pueden destruir nuestra conciencia de la continuidad histórica, también en el plano político. Para mí, la obra de Álvaro Cunqueiro, y muy concretamente, Merlín y familia, es una lección magistral en este sentido. Cada vez que leo sus primeras líneas no puedo dejar de emocionarme: “Verdad o mentira, aquellos años de la vida o de la imaginación fueron llenando con sus hilos el huso de mi espíritu, y ahora puedo tejer el paño de estas historias, ovillo a ovillo”.

-¿Para qué es tarde? ¿Y pronto? ¿Tal vez para presenciar que lo mejor está por llegar?

Decía Luis Rosales que había vivido “sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería”. Tarde, tarde se llega siempre al conocimiento, sobre todo al conocimiento de sí. Por ello, con los años la esperanza se vuelve más incierta, pero también más pura, más honda, más firme.

-Leí también a Félix de Azúa, “los artistas de hoy nos demuestran hasta qué punto somos estúpidos”. Parece un poco brusco leído así, apenas hay arte que trate de la seriedad del mundo. Se refería a la posición típica de la modernidad de admitir que uno es ridículo, monstruoso, grotesco e imbécil, pero guiñando el ojo y diciendo “soy más inteligente de lo que parezco”. Qué difícil combinar arte y la época actual…

Lo comentábamos antes. El nuestro es un mundo que idolatra la juventud y al mismo tiempo se siente viejo, cansado, muy cínico. De joven se adopta una pose de resabiado; de viejo se manotea desesperadamente para no desaparecer del circo de las vanidades. Entretanto, ahí sigue intacta la belleza, ofreciéndose a la mirada del joven y del viejo que están siempre dentro de nosotros, dispuesta a traspasarnos. Sobre esto que hablamos me impresiona mucho el poema inicial de Gloria de Julio Martínez Mesanza dedicado a la Madonna de Bellini y que termina así: “sólo malvivo en sitios diferentes, / y, sin embargo, sé que alguna imagen / guarda la luz y el oro verdaderos”.

-El poeta Pablo García Baena aportaba otro punto de vista: “Se puede decir que yo no soy del siglo XX, sino casi del XIX, porque nací casi en los llamados, no sé por qué, felices años 20. Me siento arrollado por toda la técnica de ahora. Sigo escribiendo con lápiz, un bolígrafo ya me parece modernísimo. Pero, por otro lado, precisamente porque se da toda esa cantidad de novedades hay que esperar algo del siglo XXI. Hay que mirar el futuro con ojos de ilusión, de joven.”, qué sabio era García Baena…

Suelo comentar que, desde que cumplí los cincuenta años, releo asiduamente el libro del Eclesiastés. No se debe a ningún tipo de pesimismo que quiera ver confirmado que los problemas se repiten, que nunca aprendemos nada de ellos y que todo acaba en el abismo. Al contrario. Me repito ese versículo que dice: “Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ha aceptado ya tus obras”. Esta actitud no quita el peso real de las dificultades ni impide ver las sombras que se ciernen sobre el presente, pero ahorra el lamento y las nostalgias imposibles, así como la ilusa confianza. El anti(pos)moderno es, a fin de cuentas, un realista.

-“En el final está un principio”. ¿Les decimos a los lectores que comiencen por el final sin hacer ningún spoiler?

En alguna ocasión me han dicho que mis conclusiones son las introducciones, jeje. ¡Pero es que la cita homenajea los Cuatro cuartetos! “In my end is my beginning”. Como en las novelas el misterio se resuelve al final, porque de algún modo ya estaba contenido en el pasado. Sólo hay que ir desvelándolo a lo largo de la lectura.

-Dice también que, tal vez, asistimos “al crepitar de los últimos rescoldos”. Quedaría por analizar con agrado encontrarnos entre los escritores actuales, de entre cuarenta años, también Anti(pos)modernos. Aváncenos el panorama intelectual que vislumbra…

Álvaro Petit me reprochaba amicalmente en la presentación de mis Anti(pos)modernos españoles, en la librería Casamata, que el libro acabase con mi generación. Me convidaba a llenar ese vacío. Carlos Marín Blázquez o David Cerdá tienen ya una trayectoria consolidada. La cultura, la sensibilidad humana y literaria, el lirismo de Daniel Capó lo sitúan en un nivel conservador y secreto al que me siento muy afín. Resulta indiscutible la personalidad de Esperanza Ruiz. Me interesan muy especialmente los jóvenes al final de la veintena y treintañeros: poetas, periodistas, ensayistas, que están muy activos en los medios digitales. Sólo temo una cosa. No sólo es preciso que hagan muchas cosas. No deben confundirlas con la creación. Frente al activismo, es precisa la contemplación. De esta surge la obra, es decir, la mirada personal y la voz propia enfrentadas a sus propios límites. Es un camino arduo, al margen de éxitos y de fracasos, y, sobre todo, del espejismo de la presencia pública. Los aplausos o los abucheos distraen. Pero es ese compromiso ineludible con la verdad de un tiempo, y no con las opiniones de sus acontecimientos, el que finalmente testimonia el triunfo estético y social de unos principios que merece la pena mantener vivos.

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