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Roma arriba y abajo

Juan Claudio de Ramón (Madrid, 1982), decimocuarto sobrino nieto de san Ignacio de Loyola, además de diplomático y escritor, ha escrito Roma desordenada (Siruela), que es un libro y es la ciudad y todavía algo más. Obsérvese el subtítulo, que es donde los escritores suelen esconder su intención: «La ciudad y lo demás». En el cofre de lo «demás» se encierra el secreto de este libro, aunque su tesoro sea la ciudad de Roma, que se nos describe con minuciosidad y amenidad.

La clave es que este libro no es una guía de Roma: no solamente. Es un retrato de Juan Claudio de Ramón. La comparación con Pompa y circunstancia, el libro sobre Inglaterra de Ignacio Peyró, a cuyo ejercicio nos invita el hecho de que Peyró sea el prologuista de Juan Claudio de Ramón, resulta ilustrativo. Mientras en Pompa y circunstancia se hace un ejercicio de gozosa divulgación, en Roma desordenada se nos cuenta la mirada de un hombre con sus circunstancias muy concretas.

‘Roma desordenada’ está emparentada, por tanto, con esa delicia de Enric González que es ‘Historias de Roma’ (RBA, 2010). Ambos son diarios personales, donde el encanto reside tanto en las vistas como en el personaje que nos las cuenta

Naturalmente, hay descripciones, citas eruditas, anécdotas sabrosas, recomendaciones de sitios y glosas artísticas, pero son la expresión de un temperamento y de un entusiasmo. La crítica que yo haría a este libro se la hace el propio autor en un podcast con Javier Aznar. Preguntado por su defecto, Juan Claudio responde que habla demasiado, extremo que, en efecto, en algunos tramos de este libro sucede, sobre todo cuando se pone descriptivo. Sin embargo, enseguida el propio De Ramón ofrece la contracrítica que también nosotros habríamos expuesto: ese defecto es fruto de su pasión. Quizá algunos párrafos de su libro (los menos) podríamos haberlos encontrado en cualquier guía o manual de arte, pero son reflejo de su carácter y ese es el tema del libro. Son largos, pero a la larga necesarios.

Roma desordenada está emparentada, por tanto, con esa delicia de Enric González que es Historias de Roma (RBA, 2010). Ambos son diarios personales, donde el encanto reside tanto en las vistas como en el personaje que nos las cuenta. Y aún diría más. Obsérvese que en ambos libros las mujeres de los autores son imprescindibles. Lola, en el caso de Enric González; una inolvidable Magda en el caso de Juan Claudio de Ramón. El joven Borges, antes de perder la visión, decía que no sabía ver una ciudad sino a través de los ojos de la mujer amada. Durante mucho tiempo esperé a que De Ramón sacase a relucir esa cita. No lo hace, sino algo mejor: «Magda tolera que la distraiga de hacer lo que mejor sabe hacer (e intenta que yo aprenda): mirar».

Para Juan Claudio de Ramón, la cúpula de San Pedro es un pecho perfecto de mujer joven. Menos heterodoxo, Enric González afirma en su libro que «la cúpula de San Pedro no sólo es hermosa: es moralmente elegante»

Este carácter personal del libro sustenta varios aciertos. Para empezar, una deliciosa arbitrariedad. Para Juan Claudio de Ramón, la cúpula de San Pedro es un pecho perfecto de mujer joven. Menos heterodoxo, Enric González afirma en su libro que «la cúpula de San Pedro no sólo es hermosa: es moralmente elegante». Y el lector, liberado del principio de no contradicción por esa ironía intelectual que tan bien explicó Eugenio d’Ors, asiente por completo con ambos.

Ese perspectivismo personalista es esencial para el empeño de contarnos Roma, tan consabida y visitada. Cuenta Augusto Monterroso en Cuaderno e que «Italo Calvino se animó a decirme que conocía Guatemala y de ahí no pasamos, pues a mí se me hacía ridículo revelarle que yo conocía Italia». Este escollo lo salva Juan Claudio de Ramón a las mil maravillas a base de estilo literario y encanto narrativo.

Desde el prólogo, muy sutilmente, Ignacio Peyró nos invita a que adivinemos por qué a él le parece tan importante la españolidad de Juan Claudio de Ramón. Le agradecemos la tarea que nos pone, porque, en efecto, es delicioso ver un patriotismo culto, admirativo de lo ajeno, gozoso de lo propio, en acción, sin un gramo de grasa nacionalista, pero sin renunciar al músculo del orgullo. Es una dimensión más del autor como personaje, y que se agradece tanto como la conyugalidad, las doctas digresiones, las apariciones estelares del padre, el gozo de sus hijos, los amigos que entran y salen…

También reconoce el autor que se le quedaron algunas cosas sin ver. Como eso nos pasa a todos, consuela; aunque que le haya pasado a él, con su dedicación y en cinco años de indesmayable entusiasmo en la ciudad, pasma. Otro signo de que Roma es una ciudad eterna.

Aquí recogemos algunas impresiones de Juan Claudio de Roma, sabiendo que también de su libro se nos quedan cosas por ponderar: el elogio del ladrillo, su piedad con nosotros los turistas, el capítulo de María Zambrano y Ramón Gaya…. Roma desordenada se abre con una cita de Hildeberto de Lavardin que podría ser el moto o el lema del escudo del barbero del rey de Suecia: «… quam magna fueris integra, fracta doces», esto es, «Lo muy grande que fuiste, lo muestras en fragmento». Vayamos a los fragmentos:

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Roma es algo así como el kilómetro cero de nuestra cultura; un aleph a nuestro alcance.

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Sé que Rilke ante el torso de un Apolo en el Louvre escuchó un susurro divino: «Has de cambiar tu vida». De manera más prosaica, yo veo bordarse en el aire estas palabras: «Pierde seis kilos: escribirás mejor».

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La perfección sin cansancio del Panteón.

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[Las escaleras de la plaza de España] Me siento resbalar por la cola de un vestido de novia o por un manto de coronación.

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[Al visitar el EUR, barrio fascista] Sean cuales sean los defectos que decoran el carácter italiano, al salvaguardar el proyecto de la furia iconoclasta que suele acompañar los cambios de régimen, permitiendo que a los arquitectos terminar su trabajo, mostraron que el infantilismo no es uno de ellos. [El uso del verbo «decorar» es la prueba de que estamos ante un escritor de muchos quilates.]

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[La Formarina] Como si Rafael hubiera logrado pintar en el mismo lienzo la maja desnuda y la vestida.

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[Via Veneto] Pocas calles famosas en el mundo han perdido su ángel de modo tan abrupto.

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Odiar a la Iglesia es odiar a Roma y odiar a Roma es odiar a la historia.

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[Sueña una excursión por Via Appia] …devorar cientos de kilómetros hacia delante, miles de años hacia atrás.

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Por supuesto: Byron estuvo en Roma. Pero hablemos de Chateaubriand, que nos gusta más. 

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[Tiene el buen gusto, que se está perdiendo, de citar a San Josemaría Escrivá de Balaguer con su apellido completo.]

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La lección que extraemos es que queriendo hacer algo grande se puede terminar haciendo algo meramente gigante.

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[Describe el comercio local de su barrio, y remata:] Una avenida que nos hizo olvidar durante unos años la existencia de Amazon, y hoy no hay mayor elogio para una calle.

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Sentimos que, si dejáramos a los niños jugando solos, un pino les echaría un ojo por nosotros.

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A los españoles en Roma se los reconoce por el aplomo imperial con el que van diciendo «grache» a todo quisque.

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La fatalidad de la utopía es estrellarse con la realidad.

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Allí donde hay religión, el arte acude y no se le puede pedir mesura.

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A Scipione [el príncipe Borghese] la decoración [del Circolo della Caccia] se le antoja «demasiado inglesa, parece que tuviéramos que imitarlos en todo».

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[Hacia el final] Vuelvo a la capital de mi país, me voy de la capital de mi mundo. [Y se ha ganado con creces el derecho a marcarse esta frase redonda.]

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