Conviene reflexionar sobre Tár (Todd Field, 2022), la película que tantos reconocimientos —merecidos— ha valido a Cate Blanchett, que borda su papel. Si a usted le irritan los spoilers, deje de leer este artículo inmediatamente. Los sufridos críticos cinematográficos tienen que reseñar las novedades sin poder decir de qué van ni cómo culminan. Eso es imposible porque el arte, como sabía Miguel Ángel Buonarroti, consiste en saber finalizar las cosas. Al final, se tienen que conformar con aconsejar a sus lectores que vayan al cine o no vayan, dejando algunas vagas indicaciones. Si ustedes odian los spoilers, pero quieren saber si les aconsejo ir o no a ver Tár, piensen antes si les interesa mucho la música clásica, el alma torturada de los artistas, la hipocresía moral de la sociedad y, sobre todo, el destino final del mundo del espectáculo políticamente correcto. Si la respuesta es «muchísimo», entonces pueden ver la película o, si además no les incomodan los spoilers, leer esta reseña.
La mayoría de los reseñistas hablan de la ambigüedad de la historia. No me parece un acierto en la elección de la palabra. En realidad, es complejidad. Porque Tár se encara con la poliédrica alma humana, con los sacrificios de la creación y con las demandas hiperestésicas de una sociedad moralista. Todo esto tiene muchas aristas, revueltas, retrocesos y contradicciones.
El comienzo de la película es maravilloso. Una directora de orquesta talentosa va por la vida pisando fuerte. Fuerte y sobre los tópicos más manidos, que hace añicos. Se niega a convertirse en víctima por ser mujer (¡le ha ido de lujo!), se mofa de los ofendiditos, protesta de que el rutilante programa de becas que dirige sólo beque a chicas por pura pose publicitaria y recaudatoria y, sobre todo, tiene una escena magistral de una clase ídem en la que destroza los prejuicios racializados y pangénero contra los grandes maestros (blancos, viejos, cristianos, heteropatriarcales). Bach tiene humildad en su genio. Beethoven es magnánimo e inevitable.
Después vienen las sombras. Que esté a punto de publicar un libro titulado Tár on Tár, es una preciosa ironía, porque la película va sobre las distintas capas de personalidad de la protagonista. Bajo la exitosa directora, hay una mujer fría y calculadora en todas sus relaciones profesionales y amorosas. La mueven la vanidad y la ambición. Ha abusado de su situación de poder para aprovecharse (es lesbiana) de algunas jóvenes, sexual y/o laboralmente. Es implacable después. A su pareja estable también la utiliza. Manipula a su orquesta. Reniega de sus raíces (la madre que no aparece es una presencia aplastante). Se cambió el nombre de Linda por un Lydia más rutilante. Imposta la voz y el discurso, que llena de alegorías y otras figuras retóricas.
¿Es el mal? No, no, no tan rápido. La complejidad auténtica transita siempre un camino de ida y vuelta. Lydia Tár respeta a sus maestros, es agradecida con sus predecesores, admira la genialidad de los jóvenes. Admite que algunos escritores —cita a Schopenhauer— fuesen personalmente detestables, pero muy admirables. Los defiende. Despliega un talento único y una pasión por la música que conmueve al principio, en mitad de la borrasca e incluso al final. Ese paraíso conlleva un purgatorio que es el alma torturada del artista, incapaz de componer algo propio, obsesionada por los ruidos y las amenazas imaginarias (que el director aprovecha para jugar con nosotros con cierto toque Hitchcock). La fragilidad oculta en alguien de fachada tan altiva y tan dura nos la hace más humana, es decir, más compleja aún.
Cuando estalla el escándalo, se abre otro pozo a nuestros pies: la tiranía de las redes sociales, los juicios sumarísimos de la opinión pública, el desapego de los amigos y el hundimiento de la carrera profesional. No hay piedad. La maquinaria de la cancelación va a hacerla picadillo (¿Tár-tár?). Hay un guiño explícito al caso Plácido Domingo. Se revela la falta de misericordia de este mundo y, en otra revuelta del guión, asistimos al valor de la protagonista en el enfrentamiento con la dinámica de las redes sociales.
El final es absolutamente demoledor. Extrañísima última media hora… que eleva la categoría artística de la película. Como remate de la historia personal de Lydia Tár adolece de verosimilitud, pero lo que está filmando Todd Field es el fin de la sociedad que ha descrito minuciosamente. Todo acabará infantilizado, lleno de máscaras absurdas, empobrecido, mercantilizado, la cultura será un adorno banal y la exquisitez y la sensibilidad habrán desaparecido. Como es desmoralizadora, la moraleja escapará a muchos. Espero que a nosotros —los que tenemos que enfrentarla— no.