Con su habitual gentileza, atiende a GACETA Arnaud Imatz (Bayona, 1948), historiador francés e hispanista, autor, entre otros, de José Antonio: entre odio y amor, cuyo último libro, Resistir a lo políticamente correcto en la historia (Editorial Actas, noviembre 2024), contiene un esclarecimiento detrás de otro, o en las palabras superiores de Dalmacio Negro, q. e. p. d.: «una sólida reflexión sobre las causas de la situación histórico-política de Francia en relación con la de España desde el punto de vista de las ideas políticas, fundamentada en una impresionante serie de datos». Imatz también contribuye a difundir en su país el conocimiento contra la Leyenda Negra española.
Empecemos por la actualidad. ¿Cómo ve el momento gaullista de Macron? Desde fuera de Francia siempre sentimos que hay una cierta tendencia a la impostación…
La comparación de Macron con De Gaulle me parece dudosa, por no decir grotesca. Uno aceleró la ruina de Francia, el otro detuvo su declive. Macron es un cínico, sin remordimientos, un personaje amoral para el que todo vale. Vive el momento. Es una veleta, obsesionado por las encuestas y las apariencias; un narcisista que sólo se quiere a sí mismo y, por desgracia, no a su pueblo. También tiene un problema de pedofilia, que marcó su adolescencia y sin duda sigue pesando en su vida (¡la relación de un chico de 14 años con una mujer de 39, su profesora de francés! Una extraña relación que sigue alimentando los rumores en Francia y las hipótesis más increíbles en la prensa extranjera). Desgraciadamente, Francia es actualmente el tercer país del mundo que más pornografía infantil acoge…
De Gaulle, en cambio, era un católico de convicciones, un hombre de principios firmes y moral elevada, comprometido a largo plazo. Nunca se rebajó al lenguaje de un fanfarrón, ni se permitió las gesticulaciones belicistas de un presumido. De Gaulle pudo ser criticado por su manía de la grandeza de Francia, pero tenía sentido de la moderación y de los límites. Ferviente creyente, dijo una vez de su hija, gravemente discapacitada: «Anne era también una gracia. Ella me ayudó a superar todos los fracasos y a todos los hombres; a ver más alto». Una reflexión espontánea, de padre cariñoso, que es más reveladora que muchos de sus discursos. De Gaulle tenía sin duda muchos enemigos (lo que era normal y sobre todo comprensible en el caso de los franceses de Argelia y de los harkis que había abandonado a su suerte), pero era ampliamente admirado y respetado en Francia y en el extranjero y su país gozaba de credibilidad en la escena internacional. Macron es el hazmerreír del mundo con exclusión de los grandes medios de comunicación franceses, tanto públicos como privados, vergonzosamente serviles porque están estrechamente vigilados y controlados por el gobierno.
Macron es globalista, federalista, wokista, inmigracionista y europeísta. Es el representante electo de la burguesía bohemia y del electorado más viejo especialmente el de las residencias de ancianos. Este llamado «Mozart de la economía» ha convertido a Francia en una potencia de segunda o incluso de tercera categoría. Bajo su mandato, Francia ha sido expulsada de África en favor de Estados Unidos, Rusia y China; el sistema social y sanitario, la educación nacional, la justicia, la policía y el ejército han sido devastados. La deuda pública es abismal (3300.000 millones de euros). Francia es un país de viejos con un colapso demográfico mortal. Es un país donde la delincuencia, el narcotráfico, la inmigración, el islamismo y el terrorismo islamista se han descontrolado. La cultura francesa se hundió en 1993, al final del mandato de Mitterrand, y entonces todo se fue al carajo. ¡Pero en ocho años Macron ha completado sombríamente el trabajo!
Los peores enemigos de De Gaulle y del gaullismo fueron los atlantistas y los comunistas. Hoy son sus epígonos, los neoconservadores y otros partidarios de derechas e izquierdas de la OTAN y del sistema de la UE. Desde los «fundadores» Jean Monnet (el agente de Estados Unidos, según De Gaulle) y el jurista nazi converso Walter Hallstein, la voluntad de los partidarios de la UE siempre ha sido una Europa federal bajo el protectorado de Estados Unidos y, por tanto, de la OTAN, y dirigida por una élite tecnocrática y globalista. Significativamente, Macron todavía sueña con convertirse en el presidente de una UE federalizada. Este político, que siempre ha odiado la nación, la patria y los valores tradicionales, tiene ahora el descaro de presentarse mágicamente como patriota, defensor de la unidad nacional y caudillo. Hábil manipulador de la opinión pública, juega con el miedo a la guerra para imponer su falsa y extravagante «narrativa». Y funcionó provisionalmente: su índice de aprobación pasó del 20% al 26%. A diferencia de él, De Gaulle siempre quiso y defendió una Europa basada en las naciones y los pueblos.
Se ha hablado también del posible gaullismo en Trump
Trump es un líder nacional-populista cuya legitimidad democrática es incuestionable, para disgusto de sus oponentes. Fue elegido no sólo por el colegio electoral, sino por la mayoría del pueblo. Está haciendo aquello para lo que fue elegido, y tiene el enorme mérito de enfrentarse al Estado Profundo. Los tres intentos de asesinato contra él no han hecho más que reforzar su determinación. Pero las similitudes con De Gaulle y el gaullismo terminan ahí. Trump es un empresario barroco que ama la paz y el comercio y defiende los intereses de Estados Unidos. Quiere poner fin a la pauperización de las clases medias estadounidenses que han sufrido bajo la gestión de las pseudo-elites del partido demócrata y los neoconservadores. De Gaulle también era un líder nacional-populista, pero era un político clásico, un militar, soberanista y respetuoso de la identidad de los pueblos, que defendía los intereses de Francia y de los franceses.
La principal preocupación de Trump es el declive de Estados Unidos y el ascenso al poder del primer adversario de su país, China (y no Rusia). Y no se equivoca. Hasta ahora ha sido el único presidente estadounidense que no ha iniciado una guerra durante su mandato. Y si alguna vez se logra una paz, esperemos que duradera, entre Ucrania y Rusia, será principalmente gracias a él, y en segundo lugar con la ayuda de Putin. Los dirigentes europeos, por su belicismo y extremismo, no cuentan para nada en ese proceso de paz. Un hecho revela la mediocridad y la ceguera de dichas pseudo-élites autoproclamadas europeas. Por primera vez en la historia, desde el Tratado de Tordesillas (1494), un problema geopolítico que les concierne directamente se está negociando y resolviendo sin ellos, sólo entre Estados Unidos y Rusia, y en un país del Sur Profundo, Arabia Saudí. Desde ahora, Estados Unidos es el gran vencedor (ha ganado decenas de miles de millones vendiendo sus armas y su gas a Europa) y los europeos son los cornudos de la historia.
Dicho esto, aunque De Gaulle era un amigo sincero –no servil– de Estados Unidos [y no un americanófobo, como demostró durante las crisis de Berlín (1961) y de los misiles de Cuba (1962), al ponerse resueltamente del lado de Estados Unidos, ni tampoco un eurófobo, como quieren hacer creer quienes confunden la UE con Europa], no era sin embargo un defensor del American way of life. Era soberanista, apegado a la identidad francesa y apóstol de la Tercera Vía. En el corazón del pensamiento gaullista estaba el deseo de reconciliar la idea nacional con la justicia social. Esto fue lo que le valió el odio tanto de los “americanólatras o americanófilos” como de los comunistas y otros compañeros de viaje sovietófilos. De Gaulle siempre se resistió a la dominación de Estados Unidos y la URSS. De hecho, ya en 1966 decidió retirarse de la OTAN. Líder de los países no alineados, llamado dictador por sus adversarios, la historia ha demostrado desde entonces que fue mucho más democrático que cualquiera de sus sucesores al frente del Estado francés.
¿Le parece que el discurso de Vance tiene tanta importancia?
El histórico discurso de James David Vance en Múnich el 14 de febrero fue sin duda de la mayor importancia. Anunció una ruptura con el pasado, un verdadero cambio de paradigma, por no decir una revolución. Para mí fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Más aún cuando vi que había dejado al público al que se dirigía sin habla, atónito y paralizado. Fue un placer ver a los viejos politicastros molestos y capeando el temporal cuando Vance concluyo: «¡Que Dios os bendiga!
¿Y qué dijo? Por cierto, que los europeos deberían responsabilizarse de su propia defensa o al menos «compartir la carga». No olvidemos que el presupuesto de defensa de Estados Unidos es el más alto del mundo (970.000 millones de dólares). Los de los países de Europa y del resto del mundo son infinitamente inferiores. A modo de comparación, China y Rusia tienen presupuestos de 250.000 y 130.000 millones de dólares respectivamente, por no hablar de los 90.000 millones de Alemania y los 60.000 millones de Francia. El ejército francés es inexistente, aparte de algunos misiles y submarinos nucleares (290 cabezas nucleares frente a las 3.700 de Estados Unidos). Sólo podría disponer de 30.000 hombres y no sería capaz de mantener más de 100 km de línea de frente, con apenas una semana de municiones, frente a un ejército ruso establecido en una línea de 2.000 km de longitud. Después de tantos años de incompetencia política, se tardaría al menos veinte años en desarrollar una fuerza militar a la altura. Esto demuestra la «locura» de la retórica belicista de Macron.
Estados Unidos mantiene más de 800 bases militares en todo el mundo (los rusos ni siquiera una veintena). Los chinos, cuyo poder crece a pasos agigantados, pretenden aumentar considerablemente el número de sus bases militares en el extranjero. Entre 2018 y 2020, el número de artículos en revistas científicas chinas se elevó a unos 400.000, superando con creces a Estados Unidos, que apenas produjo 200.000. Entre 2014 y 2023, más de 38.000 innovaciones GenAI procedieron de China, de un total de 54.000. Es decir, seis veces más que Estados Unidos. El temor de Trump, mucho más previsor que el de nuestros dirigentes, es que Rusia caiga en la órbita de China. Europa y Ucrania (que solo es independiente desde 1991) son, por tanto, preocupaciones secundarias para él. Y esto no es nada nuevo. Ya en 1984, cuando trabajaba como jefe de gabinete adjunto del secretario general de la OCDE, pude comprobar que el mayor interés de los diplomáticos estadounidenses ya no era Europa, sino el Pacífico y Asia. El deseo de Trump de restaurar el poder económico y social de su país limitando drásticamente el crecimiento del presupuesto de defensa es comprensible.
Pero lo más importante del discurso de Vance es sin duda su llamamiento urgente al respeto de los pueblos y de la democracia, su denuncia de la censura y de los ataques a la libertad de expresión, su crítica de la inmigración masiva (sobre la que nunca se ha consultado a ningún elector del continente), su denuncia de la deriva antidemocrática de las élites europeas; una lección magistral, pero evidentemente inaudible y escandalosa para una casta político-económica-mediática hinchada de orgullo, arrogancia y pretenciosidad.
En su libro, y hablando de De Gaulle, recuerda que él habló ya del fin de Europa… ¿hemos muerto políticamente?
De Gaulle no creía en una Europa de tenderos y tecnócratas. Creía que, si los occidentales del Viejo Mundo seguían subordinados al Nuevo Mundo, Europa nunca sería verdaderamente europea. Creía que Europa debía ser la Europa de las naciones y de los pueblos y no una institución para tecnócratas o profesionales, limitada y sin futuro, que al final siempre beneficiaría a los norteamericanos para imponer su dominio. Dijo que Europa tenía que ser “in-de-pen-dien-te”, que el mundo europeo, por mediocre que fuera, no podía aceptar indefinidamente la ocupación soviética para unos y la hegemonía norteamericana para otros. Veinte años después de la muerte de De Gaulle, prestigiosos realistas políticos estadounidenses como Kissinger, Mearsheimer, Kennan, Nitze, McNamara y muchos otros advirtieron de las peligrosas consecuencias de la expansión de la OTAN (2000 km) hasta las fronteras de Rusia… Y ya sabemos lo que ha ocurrido desde entonces.
Su libro es una especie de antología de la resistencia al mito político. ¿No le parece que casi es una distinción real entre las personas, mayor que la izquierda y la derecha: quienes creen los mitos políticos y quienes los han desvelado o superado?
Sí, claro, pero aquí hablamos de mito en el sentido de narración fantástica y engañosa, de narración imaginaria, y no del mito «movilizador» de Georges Sorel, que se basa en la representación de un futuro posible y victorioso del que debe nacer la realidad presente. Para ello, en este libro he deconstruido treinta y dos mitos y prejuicios políticamente correctos, la mitad de los cuales se refieren a Francia y Europa y la otra mitad a España y el mundo hispánico. Creo que desenmascarar a los creadores de mitos e ideólogos que propagan falsedades históricas, ya sean de izquierdas o de derechas, es la tarea más importante, respetable y apasionante de cualquier politólogo o historiador de las ideas serio.
¿Quién está peor, Francia o España? ¿Qué males distintos y comunes presentan?
Hasta donde yo sé, la pérdida del sentido de la trascendencia, el materialismo, el individualismo desenfrenado, el consumismo como forma de vida, la fragmentación social, la lacra del wokismo, el deterioro del sistema sanitario, la degradación de la educación nacional, la avalancha/invasión de inmigrantes, la crisis de la justicia, la policía y el ejército, el colapso demográfico, la constante expansión del narcotráfico, el terrorismo, la deuda pública descontrolada y la ruina del Estado son gravísimos problemas que ambas naciones comparten. Sin embargo, hay quizá dos diferencias notables: una, que no juega a favor de España, es la exacerbación permanente de las tensiones centrífugas debidas a las fuerzas separatistas o independentistas, y la otra, que juega en detrimento de Francia: el auge imparable del islamo-izquierdismo.
¿Cómo le vino la fascinación o el interés por España? Y sobre todo, ¿cómo es posible que aun la conserve?
Primero, por razones familiares, una de las dos ramas de mi familia era vasca y vasco hablante y la otra era bearnesa, pero vasca de adopción tras el final de la Primera Guerra Mundial. Vivian a orillas del rio Bidasoa y todos querían España y los españoles. Luego, debido a mis lecturas y estudios superiores en la Universidad de Burdeos donde defendí tesinas sobre Vitoria y Suarez y luego una tesis de doctorado de Estado en ciencias políticas sobre el Pensamiento de José Antonio Primo de Rivera. Desde entonces, nunca he dejado de interesarme por la historia de España y su vida política. ¿Cómo pude mantener ese interés? Pues exactamente como lo hice con Francia. En otras palabras, cada vez me interesa más la historia y menos la politiquería del día a día.
Su Donoso y su José Antonio, ¿cambian con el tiempo? ¿dialoga con ellos? ¿viven aun? ¿Nos dicen cosas del presente?
Donoso Cortés asesto un golpe mortal a la filosofía progresista de la historia. Tuvo la intuición que la concepción inmaculada del hombre es el inicio del camino que conduce al terror inhumano. Adivino que la convicción del militante o ideólogo de pertenecer al campo de los buenos y de construir un mundo mejor a partir de un “hombre nuevo” es siempre portadora del peor despotismo. Entendió que el orden material no es nada sin el orden moral, que el orden de preferencia debe ser siempre primero la religión, segundo la política y tercero la economía. Explico que una sociedad que pierde su religión tarde o temprano pierde su cultura. Fíjense en la situación actual de la UE que se ha negado a reconocer las raíces cristianas de la civilización europea y occidental…
En cuanto a la leyenda negra y caricaturesca de José Antonio está muy lejos de la realidad. José Antonio tenía una marcada inclinación por la bondad, una bondad del corazón como subrayo en su tiempo el maestro Azorín, una bondad que, unido a una elevada concepción del honor y de la justicia social, un amor desinteresado por su nación, un incuestionable valor físico, un magnetismo de líder, una constante preocupación intelectual y un agudo sentido del humor, lo hacen inevitablemente simpático a lo menos a cualquiera que se tome la molestia de leerlo o estudiarlo. Por lo demás, tiene el inmenso mérito de haber denunciado hace más de 90 años, como lo hizo antes Ortega y Gasset, las dos formas de hemiplejia moral: «El ser derechista como el ser izquierdista, decía, supone siempre expulsar del alma la mitad de lo que hay que sentir. En algunos casos es expulsarlo todo y sustituirlo por una caricatura de la mitad».
Usted habla de la escuela realista en relaciones internacionales. ¿Por qué irrita tantísimo ese punto de vista?
La tradición política realista tiene siglos de antigüedad se remonta a Tucidides, Xun Zi, y más tarde a Saavedra Fajardo, Hobbes o Tocqueville por citar solo algunos autores. Pero la teoría clásica de las relaciones internacionales es mucho más reciente. Nació a principios del siglo XX como reacción a la creencia idealista y utópica en la armonía espontánea y necesaria de intereses entre los Estados naciones Los autores realistas critican el enfoque exclusivamente moral de la política internacional que pretende aplicar los principios democráticos a una escena mundial marcada por la anarquía y las luchas de tipo imperialista. Según ellos, dicho enfoque moral fomenta paradójicamente la intensificación de los conflictos mediante un discurso maniqueo “somos los buenos y nuestro deber es imponer nuestro concepto de la democracia a los demás”. Esa actitud, es un caso ejemplar del heterotelismo de fines que deplora la Biblia “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. Evidentemente esto irrita muchísimo los autoproclamados pacíficos, defensores de la Alianza de Civilizaciones, que son siempre partidarios, paradójicamente, de la guerra para acabar de una vez con el “malo” el que no piensa como ellos.
¿No le parece que alrededor de Ucrania y su guerra se forman en Europa puntos de vista que ya no tienen que ver exactamente con la izquierda y la derecha?
¡Si! desde luego. Históricamente los valores de derechas y de izquierdas no son inmutables. Los intercambios de ideas son constantes. No hay definiciones atemporales de las derechas y de las izquierdas, una división que por cierto tiene apenas un siglo y medio de vida. Hoy la división más importante es la que opone los pueblos arraigados a las pseudo-elites vectores del desarraigo; la que opone los demócratas defensores de la soberanía e identidad de los pueblos a los oligarcas partidarios de la gobernanza global.
Usted es uno de los pocos autores que admite una acepción positiva del populismo, ¿es nuestra cultura política esencialmente oligárquica? ¿Hasta qué punto hay un odio liberal al pueblo?
Bueno, según la doxa oficial el populismo no es más que “una vulgar demagogia “, “un peligro para la democracia”, “un disfraz de la extrema derecha o del fascismo”. Pero en realidad, el denominador común de todos los populismos es la dimensión democrática y antioligárquica. Es el grito de los excluidos, de los humildes asqueados por la corrupción de sus supuestas elites. El populismo proclama la supremacía del pueblo, la inviolabilidad de la soberanía popular. Acusa al establishment de defender la democracia representativa solo en propio de su beneficio y quiere refundar la democracia con una dosis de democracia directa (en particular con el referendo de iniciativa popular). No se trata de eliminar completamente las oligarquías, sino de controlarlas y/o reemplazarlas. En cuanto al odio al pueblo del neoliberal (no digo del liberal porque existen varios liberalismos), para hacerse una idea basta citar el ejemplo de los chalecos amarillos, un movimiento popular, pacifico, que no era al principio izquierdista sino patriota e interclasista, y que fue víctima de una terrible represión (con más de cincuenta mutilados de por vida, 24000 heridos, 3100 condenaciones penales y 400 penas firmes de prisión).
La lucha contra la corrección, el ostracismo, el silencio ¿no acaban afectando en lo personal? ¿Cómo lo lleva usted tan bien?
¡Hombre! no lo llevo tan bien. No es una actitud fácil ni cómoda, pero me consuelo diciéndome que levantarse en lugar de tumbarse es un deber, una cuestión de ética y elegancia. Y en cualquier caso, el mayor consuelo en la vida siempre viene de Dios, la familia y los amigos.
Hace poco murió Le Pen. ¿Comprendimos en España su importancia o no se llegó a superar el Le Pen diabolizado?
Con todos sus excesos y defectos, Jean-Marie Le Pen fue un incomparable denunciador del reemplazo de población a partir de 1972, como Enoch Powell en 1968 en Inglaterra o el escritor Jean Raspail en 1973, pero el destino de los Casandras nunca es feliz. Fue un feroz adversario de De Gaulle, no tanto por haber comprendido muy pronto que Francia ya no tenía la energía necesaria para un destino imperial, como por haber alimentado a sabiendas un malentendido sobre su voluntad de conservar Argelia. Sin embargo, ya en 1959, el viejo General advertía a sus ministros sobre los riesgos de la integración de los musulmanes y los peligros de la sumersión migratoria en términos tan lúcidos y severos que hoy llevarían a la condena penal de cualquier ciudadano que osara expresarse como él. Ahí radican también en última instancia las razones de la demonización duradera de J.M. Le Pen.
¿Mantendrá Francia esa vitalidad cultural que aún nos fascina, pese a todo? ¿De dónde viene? ¿Cómo cuida Francia la discusión, la conversación pública?
Usted es mucho más joven que yo y, si no me equivoco, sus años de educación se remontan a los años 1990-2010, una época en la que Francia aún se conservaba bien. Así que puedo entender su entusiasmo y fascinación residuales por Francia. Pero desde entonces, por desgracia, ha corrido mucha agua bajo el puente. El nivel cultural ha descendido considerablemente, no sólo en la clase política, donde ahora es particularmente mediocre, sino también en todos los estratos de la sociedad. Las admirables reconstrucciones de la catedral de Notre Dame de París y de la aguja de la basílica de Saint Denis, o los éxitos del negocio de lujo y del turismo son, por desgracia, sólo la excepción que confirma la regla. La excelencia es cada vez más rara. Es significativo que en los debates o pseudo-debates siempre reine el «entre-soi» (solo para los suyos). Cuando estos debates son más abiertos, los argumentos sensatos y racionales dan paso rápidamente a las invectivas y los insultos. En política, se dice, la desesperación es una absoluta insensatez, y sabemos que la historia está llena de imprevistos, pero lo cierto es que necesitaríamos milagros para salir de esta situación y no creo que, por el momento, ni los franceses ni los españoles lo deseen realmente. A estas alturas de descomposición e incomprensión, confieso que lo que más me obsesiona y me preocupa es la doble lección del franco-americano René Girard, notablemente comentada por su discípulo español Domingo González: En primer lugar, la política del «miedo a la guerra» es extremadamente peligrosa y la servidumbre voluntaria sólo dura poco tiempo. En segundo lugar, toda sociedad demasiado dividida intenta siempre restablecer su unidad mediante la violencia, designando un chivo expiatorio, un enemigo, aunque ese enemigo no sea culpable. Lo único que queda entonces es la esperanza, una virtud teologal, «una virtud heroica» como decía Bernanos.