Hay un pasaje realmente llamativo que uno puede encontrar en el epistolario que se conserva de Thomas Jefferson. Está el principal autor de la Declaración de Independencia y tercer presidente del país desgranando a un amigo el suministro de recursos requerido mensualmente por su plantación hasta que menciona las patatas y la alfalfa que, explica, le sirven «para alimentar a todos los animales de mi granja excepto a mis negros». Esta forma de expresarse hoy día sería inimaginable (por mucho menos al autor de los cómics de Dilbert lo han cancelado de arriba a abajo sin penitencia que lo redima), pero en aquellas palabras solo subyacía la minuciosidad burocrática del administrador que echa cuentas. Para él era mera rutina sin carga emocional. La realidad incuestionada del país que recién fundó. Llegó a poseer doscientos sesenta esclavos, y de ellos no solo le interesó su alimentación y su trabajo forzoso, también sus hábitos sexuales, pues en Notas sobre el Estado de Virginia sostenía que los orangutanes preferían a las negras antes que a las hembras de su propia especie y él mismo llegó a fecundar a una de su propiedad.
En aquel entonces su buen amigo Benjamin Franklin, coautor del célebre documento que proclamó la soberanía de las trece colonias, dejó establecido que en el mundo los únicos blancos eran los ingleses y sajones, recelaba de los swarthy (morenos) de la Europa continental y para los nativos americanos solo deseaba su persecución por «grandes, fuertes y feroces perros». Por su parte, el tercer redactor de la Declaración y segundo presidente en la historia del país, John Adams, contó en sus Diarios su impresión acerca de los españoles y… digamos que no era partidario. Durante una misión diplomática a París su barco tuvo que recalar en El Ferrol a causa de una tormenta y desde allí continuó por tierra su viaje. Con gran disgusto, a juzgar por el enorme desdén que le provocaron esta tierra y sus gentes, pues en su ideario lo anglosajón/protestante era sinónimo de progreso y civilización en oposición a lo español/católico de natural sucio, ignorante y primitivo. Por lo que cuenta, su única alegría en ese periplo fue perdernos de vista: «Alcanzamos San Juan de Luz, el primer pueblo francés, y allí cenamos, y nunca un prisionero escapado de la cárcel estuvo más contento de lo que yo lo estaba; todo aquí era limpio, dulce y confortable en comparación con cualquier cosa que habíamos encontrado en cualquier parte de España».
Siendo así los llamados Padres Fundadores (en otros aspectos brillantes y admirables) no resulta sorprendente que la historia posterior de Estados Unidos estuviera atravesada por el conflicto racial como motor primigenio de todo cambio político. Desde la expansión de la frontera hacia el oeste y sur contra indios y mexicanos, pasando por la Guerra de Secesión o las leyes segregacionistas Jim Crow en relación a la población negra. Desde la virulenta hispanofobia que generó la guerra de 1898, pasando por la germanofobia de la Primera Guerra Mundial o los campos de concentración antijaponeses durante la Segunda. Irlandeses, polacos, judíos o italianos eran asimilados no sin ciertas dificultades en ese melting pot a cambio de abrazar la cultura angloprotestante dominante, para luego encontrar cierto revanchismo en hacer gala de su particularidad étnica. Recordemos cómo aquella extraordinaria serie que fue Los Soprano tuvo uno de sus principales tropos narrativos en la constante discusión de la identidad italo-americana.
Con tales antecedentes históricos cómo no iba a encontrar terreno fértil un artefacto ideológico como la Teoría Crítica Racial en los campus americanos desde los años noventa. El hábito ya estaba ahí. Fue como Johan Cruyff pasándose del pitillo al Chupa Chups, aunque en este caso uno con sabor a cicuta. Seguía habiendo razas superiores e inferiores, solo había que cambiar el orden y, por supuesto, todo debía seguir girando en torno al agravio racial. Siempre sistémico y ahora a menudo invisible salvo para el académico, periodista o político que quiera exhibir más sensibilidad moral que el resto de sus conciudadanos señalando aquello en lo que nadie más reparaba. De ahí el éxito en los últimos años de libros con un enfermizo racismo anti-blanco como Fragilidad blanca, un disparate para todo aquel que no viva inmerso en esas coordenadas culturales e históricas que le lleven a fustigarse por los pecados de sus antepasados.
La historia y tradición cultural de cada país le otorgan sentido, identidad, cohesión… son un refugio donde reencontrarnos frente a modas absurdas o influencias foráneas, pero también representan un fardo con el que cargar. Pues a cada generación se le aparecen los fantasmas de las anteriores como a Ebenezer Scrooge durante la Nochebuena el de su antiguo socio, pero no para reprochar las culpas propias sino las de ellos mismos. «La historia es una pesadilla de la que estoy intentando despertar» le hacía decir al protagonista de Ulises James Joyce, consciente de que el nacionalismo irlandés vivía atrapado en un presente perpetuo por el que lo ocurrido cinco siglos atrás estaba en el mismo plano temporal que la noticia de portada del periódico. Por eso quienes nacimos después de la muerte de Franco llevamos toda la vida oyendo hablar maniáticamente sobre él (y lo que nos queda…) y por eso, también, la extraña neurosis antirracista de la sociedad estadounidense contemporánea.
Cuando uno solo tiene un martillo ve clavos por todas partes, así que periódicamente nos llegan noticias de aquel país en las que la obsesión por denunciar racismo alcanza extremos pintorescos. Como el caso del aficionado que durante un partido de béisbol gritó el nombre de la mascota del equipo, Dinger, pero pronunciando fuerte la «g» (como en nigger, palabra tabú ahora conocida como n-word). El club abrió una investigación, se puso en contacto con él —muy afectado por el malentendido— y finalmente publicó un comunicado. También está el caso del locutor y político negro pero acusado de supremacista blanco hace un par de años, Larry Elder, porque en un monólogo de humor de los años noventa repitió la palabra prohibida, lo cual no debería ser un problema dado que a los negros se les permite usarla… pero él la pronunció a la manera de un blanco terminándola en «er» y no en «a». Fallo imperdonable. O el linchamiento público de la chica que subió al escenario invitada por Kendrick Lamar a cantar uno de sus temas, pero cometió la imprudencia de pronunciar la palabra… ¡que formaba parte de la letra de la canción! La lista de ejemplos es interminable. Cada día en Estados Unidos para los medios, la academia y la clase política nuevas cosas pasan a ser sospechosas de racismo y supremacismo blanco —desde rechazar el uso de especias en la cocina, pasando por el gesto de o.k. con los dedos, hasta la obra Matar a un ruiseñor— en una dinámica que aúna la caza de brujas con el ratón corriendo frenéticamente en su ruedecilla sin llegar a ninguna parte.
Pero aquella no puede ni debe ser una paranoia española. Nuestra historia, demografía y tradición cultural han sido otras. Ya en 1503 la Reina Isabel quiso fomentar los matrimonios mixtos «que son legítimos y recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española», algo que no ocurrió en todo EE.UU. hasta 1967. Para quien quiera profundizar en aquella realidad recomiendo ver Discriminación y orden social en el Imperio español. No fue un contexto libre de injusticias y abusos, por supuesto, pero el enfoque moral y antropológico dominante era claramente distinto al del mundo anglosajón que veíamos al comienzo de este artículo. Y así ha venido siendo desde entonces —sirva como ejemplo el vídeo bajo estas líneas— salvo que se quiera considerar progre a Franco…
De manera que el anuncio realizado esta semana por la Secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez Pam, de aprobar una «Ley contra el racismo» a lo largo de 2023, no invita a esperar nada bueno. La izquierda española lleva tiempo subordinada a la agenda política progresista o woke importada de Estados Unidos, por lo que este sería un paso más con un doble objetivo: ampliar el número de observatorios y asociaciones subvencionadas por el Estado donde colocar a sus afines y fomentar la inmigración masiva, azuzando desde el poder el chantaje emocional y el señalamiento a quien tiene la legítima pretensión de encontrar seguridad en su barrio o no quiere ver deteriorarse, aún más, el mercado laboral con mano de obra foránea. Hay quien ha mencionado que, a la vista del éxito de la ley del «Solo sí es sí», esta otra iría camino de subvencionar al Ku Kux Klan. Por lo demás, solo cabe concluir insistiendo en que España tiene ya sus propias manías históricas y conflictos socioculturales heredados como para andar importando los de otros países. Así que, Pam, no gracias.