¡Cómo es la vida!, puede uno pasarse horas divagando empeñado en atrapar un concepto escurridizo, escribiendo página tras página reformulando aquello que quiere dar a entender, aparece alguien y con una sucinta frase, en apenas unas pocas palabras encadenadas, atrapa la idea sin aparente esfuerzo. A la manera de aquella escena en la que el señor Miyagi llevaba todo el día procurando apresar en el aire una mosca con unos palillos chinos, llega su discípulo y lo logra en un par de intentos. Algo así me ocurrió recientemente al leer una entrevista a Jon Juaristi en la que encontré este párrafo: «¿La nación española? ¿Qué es la nación española? Una nación histórica que está vinculada al catolicismo. Pero ya en estos momentos todo eso no existe. Es decir, yo si acaso con Savater y otros en su momento lo que acuñamos fue nacionalismo constitucional. Que es una chorrada, pero algo hay de eso. ¿Qué es la nación si no puede existir un pacto nacional?».
Aunque discrepo del párrafo en su conjunto (¡cuántos enemigos tiene la nación española para ser solo una entelequia!) lo señalado en negrita es una rotunda verdad: efectivamente el nacionalismo/patriotismo constitucional es una chorrada y que lo reconozca uno de sus principales artífices le da más valor a la cosa. No obstante, hemos de saber entender el contexto. En los años noventa ETA cometía crímenes con desesperante regularidad y el apoyo o indiferencia de una parte de la población. No podía postergarse más su refutación ideológica, había que denunciar su proyecto separatista, pero la inercia arrastrada desde décadas atrás volvía sospechosa por «franquista» cualquier reivindicación de la unidad nacional; estaba férreamente instalada la idea de que toda exaltación españolista era anticuada; el horizonte al que caminar colectivamente debía ser la integración europea y un proceso de descentralización autonómica en apariencia interminable. Así que, frente al terrorismo separatista, el grupo de intelectuales —entre los que estaban los mencionados Juaristi y Savater— aglutinados en torno a la asociación ¡Basta ya! (de la que más adelante surgiría el partido UPyD) y con el apoyo del Gobierno de Aznar la mejor solución que encontraron, para salir del paso, fue enarbolar la Constitución y el «patriotismo constitucional». Era una fórmula emocionalmente aséptica, de «pecho frío» dirían los argentinos, que sorteaba con temor todo entusiasmo nacionalista, propia de alguien que se siente observado por sus críticos y quiere mostrarse hierático y racional cual señor Spock («dejémonos de leyendas e himnos, vayamos a las disposiciones legales»). El problema es que la gran mayoría de las personas no son así y no se sienten interpeladas por ese discurso…
La cuestión es que consideraban que había que darle cierta pátina teórica al artefacto, de manera que recurrieron a una distinción por entonces bien arraigada en el ámbito académico anglosajón entre nación cívica-política y nación étnica-cultural. El constitucionalismo —y europeísmo— sería lo primero y el separatismo antiespañol lo segundo. ¿Qué ocurre con esto? Que tal dicotomía en realidad tiene un montón de costuras y no resiste bien cuando se examina de cerca. Volveremos a ello. En todo caso se repitió mucho en artículos, libros, entrevistas, congresos… Formando así parte del paisaje ideológico de la España de finales de los noventa, principios de los dos mil.
Fue en 1999 cuando Gustavo Bueno publicó España frente a Europa y, pese a no ser él miembro de aquel mencionado grupo de intelectuales, inevitablemente se impregnó de tales concepciones tan extendidas que reinterpretó en dicha obra. Esta influencia de Bueno se deja notar —entre otras cosas porque lo citan expresamente— en dos libros recientemente publicados que han sido reseñados aquí por servidor, Románticos y racistas de Jorge Polo, y Lenin. El gran error que hizo caer la URSS de Santiago Armesilla. Se trata de dos obras que no se superponen, pero sí se intersecan, complementándose, articulando en conjunto una sólida critica al separatismo desde una perspectiva de izquierda/marxista (que falta hacía, España es demasiado importante como para defenderla solo desde un lado del espectro).
La de Polo, profesor de filosofía, es destacable por la fluidez y desenvoltura con la que recorre la historia de las ideas, concretamente al diseccionar el idealismo alemán y su influencia en el ámbito político. De Armesilla cabe señalar su comprensión de la historia no como una mera sucesión de nombres y fechas, sino de las fuerzas en lucha que se desarrollan en ella o, como le gusta decir, «la dialéctica de clases, Estados e imperios». Ambas recomendables, por tanto, pero también con sus limitaciones, que se derivan a mi entender principalmente de esa influencia buenista (no de todo él, claro, sino de ese libro mencionado en concreto). Pero esto ya lo dije en su momento… ¿Por qué volver a ello? Porque hace unos días mantuvieron una charla por YouTube muy interesante, en la que tuvieron la amabilidad de mencionar dichas reseñas de servidor, así que me gustaría añadir algunas observaciones a lo ya dicho, dado que el asunto es lo suficientemente importante como para ser debatido. Concretamente la distinción entre nacionalismo cultural (o étnico) y nacionalismo político (o cívico), ¿qué importancia tendría esto realmente? ¿Acaso busco redimir de alguna forma a esos nacionalismos separatistas tildados de étnicos e, incluso, Dios no lo quiera, al mismísimo nazismo? Nada más lejos, pero empecemos por el principio.
Ilustrados vs. románticos
La primera vez que se estableció tal categorización entre naciones-nacionalismos fue en la obra The Idea of Nationalism de 1944 de la mano de Hans Kohn, un historiador de origen húngaro nacionalizado estadounidense, para el que había cinco naciones canónicas que de una u otra forma habrían sido hijas del Siglo de las Luces —EE.UU., Reino Unido, Francia, Países Bajos y Suiza— caracterizadas porque los nacionalismos que las conformaron eran racionalistas, universalistas, democráticos e ilustrados que apelaban a los derechos y a la ciudadanía. El resto, las naciones étnicas, estarían guiadas en mayor o menor medida por el romanticismo, lo ancestral, lo telúrico, lo místico, las apelaciones a la sangre, la raza y lo tribal. Un espanto, solo falta meter a Drácula ahí. Hay que señalar que este autor incluía entre las malas a España, por cierto, aunque luego Bueno decidió cambiarla de sitio al reinterpretar ese esquema occidentalista en lugar de, simplemente, haberlo dado por inútil.
Ahora bien, si miramos más de cerca nos encontramos con algo que Kohn no quiso ver, el hecho bien señalado durante la conversación citada de que los iluminados del XVIII —además de afrancesados, masones y leyendanegristas— fueron los creadores del discurso racial (¿no debería entonces haber titulado Polo su libro Ilustrados y racistas?) como lo fueron también las naciones hijas de ese siglo, desde Estados Unidos a lo largo de casi toda su historia (concretamente mencionan a Jefferson y sus esclavos y al Destino Manifiesto con todo lo que implicó de genocidio indígena) hasta la Francia y Gran Bretaña coloniales. Entonces vemos que Kohn establece dos tipos de naciones o nacionalismos, pero las características que atribuye a unas y otras resulta que son erróneas, ¿qué hacemos ahora? ¿EE.UU. pasaría a ser una nación étnica en esa clasificación o quizá deberíamos empezar a cuestionar todo el artefacto teórico mismo? Por otro lado, desdeñar el legado romántico implica cuestionar parte de la identidad nacional española que se desarrolló a lo largo del siglo XIX como vimos aquí . No vayamos a tirar al niño junto con el agua sucia…
Identidad y fronteras
Esto no es una mera discusión sobre cuestiones históricas, tiene también consecuencias prácticas en dos terrenos fundamentales: el sentimiento de pertenencia nacional y las políticas migratorias. Vayamos por lo primero. El nacionalismo es una ideología inequívocamente moderna, de los siglos XVIII y XIX, en algunos casos del XX. Sin embargo, su discurso acostumbra a apelar a siglos anteriores, a veces la Edad Media o incluso la prehistoria. Un fenómeno tan querido por esta ideología como es el patriotismo ya estaba presente en la Antigua Roma (Dulce et decorum est pro patria mori) y leyendo historia tampoco es difícil para nuestra sensibilidad contemporánea interpretar hechos antiguos en tales términos; no son pocos quienes imaginan a William Wallace, Leónidas, Don Pelayo o Viriato como líderes nacionalistas ¿Cómo es esto posible? Por otra parte, el nacionalismo ha tenido un éxito fulgurante y ha configurado prácticamente todos los Estados del planeta en torno a una serie de características similares. Parece que, además de atemporal, fuera ubicuo.
La respuesta a todo ello es que, aún siendo una doctrina moderna, es capaz de articular sentimientos atávicos como es el de pertenencia tribal: al fin y al cabo, somos animales sociales, necesitamos sentirnos vinculados a una comunidad porque aislados no sobreviviríamos y conferimos desde el fondo de nuestra naturaleza humana una extraordinaria importancia a la identidad colectiva y sus símbolos. Por eso las banderas y los himnos son mucho más que trapos y pachangas; por eso, también, el nacionalismo tiene una fuerza explosiva y ha causado no pocas calamidades; así como es también fundamental para cohesionar sociedades y extraer de los individuos esfuerzo y heroísmo, de ahí que el libro de José Álvarez Junco sobre este tema lleve por título Dioses útiles.
Ahora bien, para que el nacionalismo permita aflorar una conciencia de pertenencia grupal debe presuponer una comunidad con cierta identidad común. Esto es, una historia, cultura y valores compartidos, en lugar de sostener que el único nexo de unión entre los miembros de la nación es el Estado. Ahí es donde falla el llamado patriotismo constitucional y el concepto de nación cívica/política del que depende. A esta línea se adscribe Armesilla cuando dice en un momento de la conversación que la idea de nación cultural le parece peligrosa y se pregunta qué es la cultura vasca, catalana o española. Comprendo que desde una perspectiva marxista el Estado sea algo muy valioso, pero no hace falta ser precisamente un anarcocapitalista para considerar a esta estructura política como seña de identidad para el común de los mortales un tanto, digamos, insatisfactoria: uno puede llegar a sacrificar su vida por la comunidad humana de la que proviene, no por el BOE.
Los revolucionarios franceses podrían apelar a la «ciudadanía», es decir, a la relación del individuo con el Estado, pero tan pronto como en 1794 establecieron el concepto de «cultura nacional» mediante el Museo de Louvre, elemento que sería imitado casi de inmediato: todos los demás países, con mayor o menor dilación, se prestan a enseñar en sus escuelas una literatura nacional, abren museos nacionales y patrocinan las expresiones artísticas autóctonas. Se establece así la relación entre unos individuos y otros de un país, que pasan a reconocerse como compatriotas. Recordemos cómo Atatürk transformó el Imperio otomano en el Estado nacional turco: otorgó plenos derechos civiles a las mujeres y proclamó una educación primaria gratuita y obligatoria (a esto lo llamarían nacionalismo cívico), pero también prohibió barbas, pantuflas, velos y turbantes, así como creó una Sociedad de la Lengua Turca que depuró el idioma de extranjerismos y hasta eliminó el alfabeto árabe; «la cultura es la base de la República turca», llegó a proclamar (a esto lo llamarían ahora nacionalismo étnico). Pero todo estuvo entrelazado en un mismo proceso de construcción nacional. Vaya por delante que no estoy abogando por prohibir en España barbas y pantuflas, aunque sí quiero alertar de que el proceso puede ir en sentido inverso: cuando se quiere fragmentar un país se procede a atacar sus señas de identidad culturales. Ahora lo estamos viendo con la enseñanza del castellano en las escuelas, los museos españoles, los toros…
Lo cual nos lleva, finalmente, a la cuestión migratoria. En la charla que venimos comentando Armesilla rechaza la idea de una comunidad étnica-cultural que sostienen aquellos que sostienen que el DNI no le da a alguien la nacionalidad y frente a ellos afirma que «la nacionalidad te la da el Estado». Sin duda, ¿pero sobre qué criterios? Recordemos que en España hay una combinación entre ius soli e ius sanguinis por la cual la estirpe (haber tenido un padre o abuelo español) abre la posibilidad de adquirir la nacionalidad, así como provenir de un país que formase parte del Imperio (Hispanoamérica, Portugal, Guinea y Filipinas) y que, además, en el proceso de obtención de la nacionalidad hay un examen sobre conocimiento del idioma y de la cultura españolas. El Estado, de acuerdo a esos criterios, no estaría otorgando la ciudadanía arbitrariamente, sino al servicio de la realidad etno-cultural previamente existente a la que sirve.
Conste que a mí todos estos filtros me parecen estupendos y lo malo, precisamente, es que no resultan efectivos. Pues el problema es que en la práctica nos encontramos con que la nacionalidad de origen que más obtiene el DNI es la marroquí y lo digo sin menosprecio racial o moral alguno hacia todas estas personas, dado que cuando se habla de restringir la inmigración suele recurrirse al chantaje sentimental. Seguro que muchas de ellas son excelentes, pero pueden seguir siendo excelentes en su país —o en otro más culturalmente afín que el nuestro si desean emigrar— mientras que España tiene por su parte plena legitimidad para decidir quién entra y quién no en sus fronteras. De acuerdo con las estadísticas del INE cada año más de 55.000 originarios del país vecino logran la nacionalidad española: esto significa que en solo una década supondrán una población equivalente a la de autonomías como Cantabria o Navarra. En conclusión, no deberíamos ignorar la realidad de algunas zonas de Francia u otros países europeos y pensar que todo esto no traerá nuevos conflictos y problemas de integración. Pero ver todo esto se antoja complicado mientras permanezcamos atrapados en determinados discursos en torno a la nación, como espero que se haya podido entender en las líneas previas.