Que Bienvenido, Mister Marshall sea con toda justicia considerada la mejor película del cine español no se debe únicamente a su excepcional alegría y gracejo por mucho que pase el tiempo (siendo el humor de condición tan volátil), ni a ese poso amargo que nos alumbra acerca de la vida, ni a la ironía con que retrata a las autoridades y «fuerzas vivas» de la sociedad de la época e incluso al contexto internacional con sus relaciones de poder. Aún va más allá. El pueblo castellano de Villar del Río adopta maneras folclóricas andaluzas porque creen que eso es lo que se espera de ellos desde el exterior, quieren adaptarse a lo que el extranjero imagina que es España y esa «alteridad» –según la expresión que tanto gusta en el ámbito académico– en torno a la identidad nacional española sobre cómo somos, cómo nos ven y cómo terminamos adaptándonos a esa mirada ha sido crucial en la historia de nuestro país durante los últimos siglos, esbozada así en esta película magistralmente en menos de 80 minutos.
Me contó en cierta ocasión un amigo que trabajaba en un hotel que una turista estadounidense le preguntó, acerca de un pozo conservado allí ya como elemento decorativo, si había sido utilizado en tiempos de la Inquisición para las torturas. Ella ya tenía una idea clara de lo que quería encontrarse y buscaba indicios en cualquier parte. Quién sabe, si le hubiera respondido afirmativamente quizá ese hotel habría ganado visitas al correrse la voz y terminara formando parte de todas las guías turísticas… Algo similar ocurre en las representaciones de España en la cultura popular de otros países. A veces nos reconocemos en ellas con orgullo y otras sospechamos que esconden cierta condescendencia hacia lo que consideran exótico y premoderno, como un animal al que visitar en un zoo. Lo interesante de esto es que la cosa viene de muy lejos. Fijémonos, por ejemplo, en este texto de Ayguals de Izco ¡de nada menos que 1847!: «Figúranse además muchos estrangeros (estoy muy lejos de incluiros en este número) que en España no hay más que manolos y manolas; que desde la pobre verdulera hasta la marquesa mas encopetada, llevan todas las mugeres en la liga su navaja de Albacete, que tanto en las tabernas de Lavapiés como en los salones de la aristocracia, no se baila más que el bolero, la cachucha y el fandango; que las señoras fuman su cigarrito de papel, y que los hombres somos todos toreros y matachines de capa parda, trabuco y sombrero calañés. Hé aquí por qué al dar una idea de nuestras costumbres, me propongo ser tan exacto como imparcial».
Ante esa percepción no son pocos los que reaccionan llegando a avergonzarse de casi cualquier elemento idiosincrásico español, desde el flamenco a los toros pasando por las procesiones de Semana Santa, puesto que a nada deberíamos aspirar más que, según se ve, a ser indistinguibles del resto de Europa y del mundo anglosajón, a mantenernos dentro del rígido corsé de lo «occidental» aunque sea conteniendo la respiración para que no se desborde ninguna lorza por allá. Pues bien, de todo ello habla el historiador Xavier Andreu Miralles en su libro El descubrimiento de España: mito romántico e identidad nacional, remontándose para ello al periodo de la Ilustración y que tomaremos como referencia.
El Imperio español había perdido ya la hegemonía que ostentaba en los siglos XVI y XVII, pero en el XVIII su recuerdo estaba aún muy presente en Europa y había que exorcizarlo. Los autores ilustrados no desaprovechaban la ocasión para mostrarlo como antítesis de los nuevos tiempos avivando la ya secular leyenda negra, de manera que su enciclopedia no reconocía ninguna aportación relevante de España al mundo mientras que Voltaire o Montesquieu exhibían un abierto desdén por ella. El segundo estableció además una distinción entre oriente/occidente que tendría un prolongado eco en el imperialismo decimonónico: el primero era feudo del absolutismo, el misticismo, la indolencia y los concupiscentes harenes mientras que el segundo representaba la modernidad, la laboriosidad y la razón. España, por su pasada influencia islámica, caía del primer lado, vaya por Dios. Otros ilustrados establecían disyuntivas similares entre el norte, poblado por gente civilizada, disciplinada y racional, y el sur, cuyo clima mediterráneo favorecía la ociosidad y el temperamento pasional. En esas distribuciones geográficas de cualidades las mejor valoradas siempre solían caer justo allá donde vivía su autor… ¡qué suerte tenían!
Levantamiento popular y romanticismo
Con el siglo XIX llegaron algunos cambios, pues la Guerra de Independencia contra el invasor francés suscitó una creciente simpatía por buena parte de Europa. Comenzaba a fijarse en el imaginario colectivo la imagen del español guerrillero, bravo e indomable. Antonio Banderas ya tenía su arquetipo mucho antes de nacer. Bien mirado, seguía siendo una representación bastante similar a la anterior de los ilustrados, en tanto ser escasamente civilizado, pero las connotaciones pasaban a ser más positivas de acuerdo con la nueva sensibilidad romántica. Así, por ejemplo, el escritor estadounidense Washington Irving viajo por España a mediados de la década de 1820 y se encontró que «fuimos sorprendidos con frecuencia por escenas e incidentes callejeros que nos recordaban pasajes de Las mil y una noches (…) Cada montaña de este país muestra ante ti una vasta historia, repleta de lugares famosos por algún salvaje y heroico acontecimiento». España sigue siendo a sus ojos salvaje, pero ahora también heroica, y continúa siendo oriental, pero ese rasgo resulta ahora evocador.
España pasaba a ser el país más romántico de Europa de la mano de autores como Victor Hugo, Lord Byron y Mérimée, pero aparte de fijarla como un pionero destino turístico sus recreaciones tenían algo de regalo envenenado al incrustarla en el pasado, rezagada del concierto internacional, en un siglo que estaba trayendo cambios revolucionarios en todos los órdenes. Los escritores autóctonos fueron conscientes en buena medida de esta situación y su respuesta osciló entre el rechazo a esta imagen (aquí incluiríamos a Larra) y su apropiación reinterpretándola, podando los aspectos negativos, pues, nos recuerda Andreu Miralles, no tiene por qué haber un solo tipo de modernidad: cada país podía entrar en ella –signifique esta lo que signifique– a su particular manera sin tener por qué renunciar a su particular legado cultural por ello y sin tener que convertirse en una «nación traducida», como lamentaba Mesonero Romanos allá por 1843.
Un buen ejemplo de todo lo anterior lo encontramos en el ámbito de la tauromaquia. Los afrancesados dieciochescos consideraron este arte como una costumbre bárbara que debía prohibirse para europeizarnos y asó llegó a hacerse… aunque por poco tiempo. El levantamiento frente a las tropas napoleónicas dotó al pueblo de una nueva autoridad y, casi inmediatamente después, la reivindicación de tal espectáculo por Byron y Mérimée le otorgó un creciente prestigio literario. Lo antaño vulgar se trastocaba en popular, el pueblo y su folclore bajo el influjo romántico ahora encarnaban el alma nacional, de manera que ya para mediados del XIX el torero y el propio toro pasaron a ser símbolos patrióticos, condición que no abandonarían hasta el presente.
Algo parecido ocurriría con la música popular, desde la zarzuela al flamenco, y con la figura del bandolero, considerado heredero de aquellos guerrilleros echados al monte contra el francés, que pasaría a poblar innumerables ficciones tanto dentro como fuera de nuestras fronteras (aunque hoy infrautilizado en la ficción audiovisual, ¡hay que resucitar a Curro Jiménez!). Todo lo que nos lleva, inevitablemente, a la novela Carmen de Mérimée, luego convertida en ópera por Bizet, con su gitana cigarrera de fogosa sexualidad y ojos negros hechiceros, su torero varonil y sus bandoleros que desprecian a la muerte en una trama de ardientes pasiones y celos desquiciados que desemboca inevitablemente en tragedia.
Muy masculinos ellos, muy femeninas ellas
De ahí llegamos a la representación de los hombres y las mujeres de España. Mesonero Romanos lo tenía muy claro: «Los franceses, los ingleses, alemanes y demás estranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien desentendiéndose del trascurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en tiempo de los Felipes (…) se ha presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con la guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador descansando de no hacer nada».
Tal descripción llegó a ser interiorizada por el nacionalismo español liberal para reivindicarlo frente al afeminamiento que traían las costumbres francesas, si bien otros buscaron distanciarse de su casticismo, como hizo Larra describiendo este prototipo «esencialmente español» con ese enfoque hoy tan trillado de autodesprecio nacional —insufriblemente tedioso en autores como Reverte— pero que en la pluma de aquel alcanzó extraordinaria brillantez en este magnífico artículo : «El calavera silvestre es hombre de la plebe, sin educación ninguna y sin modales; es el capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; su conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro en otro, escupe por el colmillo; convida siempre y nadie paga donde está él; es chulo nato; dos cosas son indispensables a su existencia: la querida, que es manola, condición sine qua non, y la navaja, que es grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: o empaqueta el cigarro, o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala el chapeo, o se aprieta la faja, o vibra el garrote: siempre está haciendo algo. Se le conoce a larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al jabalí. ¡Ay del que mire a su Dulcinea!».
Ahora bien, el problema que traía consigo la descripción/invención foránea de la mujer española es que podían resaltar su salero, gracia y belleza que embruja, de acuerdo, pero insistían también en su fogosidad sexual y eso ya no podía ser moralmente aceptable para los usos y costumbres decimonónicos. Juan Valera expresaba así su descontento: «Doña Sabina, la marquesa de Amaegui, Rosita, Pepita y Juanita y otras heroínas de versos siempre livianos y tontos a menudo, compuestos por Víctor Hugo y Alfredo de Musset, son, fuera de España, el ideal de la mujer española, de facha algo gatuna, con dientes de tigre, ardiente, celosísima, materialista y sensual, ignorante, voluptuosa y devota, tan dispuesta a entregarse a Dios como al diablo, y que lo mismo da una puñalada que un beso».
Para compensar todo ello diversos autores patrios señalaron con énfasis que la mujer española era aficionada a los toros, la mantilla y el baile de candil, pero sobre todo muy decente y cristiana, pues laespañola cuando besa es que besa de verdad y a ninguna le interesa besar por frivolidad. Bien, será así, no lo vamos a discutir, y hasta puede que lograran convencer a muchos dentro de nuestras fronteras, pero más allá de ellas sin duda el estereotipo de Carmen fue el que quedó fijado. Lo que llevaría a que figuras tan peculiares como Lola Montes (en realidad irlandesa) lo explotasen con notable éxito por toda Europa. Cabe concluir entonces si esa visión notablemente fantasiosa de la masculinidad y feminidad españolas, así como de su conflictiva relación, que arraigó allende nuestras fronteras —tan ingeniosamente parodiada por Larra— toda ella tan atravesada de machismo, celos y crimen, no habrá sido el peor regalo envenenado recibido por España del romanticismo. Pensemos que aquel sector de nuestro país más propenso a creerse la leyenda negra y a buscar aprobación externa europeizándose/modernizándose ha sido también quien ha incentivado entre nosotros este desorbitado énfasis contemporáneo en el feminismo y en la mal llamada «violencia de género», ansioso por purgar pecados del pasado. ‘Carmen’ baila contra la violencia de género titulaban aquí en su día a una versión actualizada y políticamente correcta de la obra llevaba a cabo por la Compañía Nacional de Danza, como si aquella ficción de un autor francés fuera la realidad histórica de nuestro país, poblado de machos ibéricos a los que resultara urgente deconstruir su masculinidad. Como si toda España fuera ahora Villar del Río, creyendo ser aquello que desde fuera le han dicho que era y, habiendo interiorizado esa mirada, se empeñara entonces en corregirse en un empeño tan inútil como el que filmó Berlanga.