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UN PENSADOR PELIGROSO

Gonzalo Fernández de la Mora captó inmediatamente la irracional tendencia antinacional y antihistórica de la sacralizada transición

Gonzalo Fernández de la Mora y Mon es mucho más que un prestigioso filósofo y jurista, las carreras universitarias que estudió: era un sabio cuya vastísima erudición reflejan sus libros, especialmente los que escribió sobre historia de las ideas filosóficas.  Y es un clásico: los temas que trata con óptica española, son universales. Soberbio escritor —“es un pensamiento, pero también un estilo”, dice Jerónimo Molina—, es un pensador del tipo de los pensadores enérgicos. Evocar su figura en el centenario su nacimiento es sumamente oportuno en este tiempo de crisis y desorientación colectiva en que los hombres, escribe en su soliloquio antropológico El hombre en desazón (1997), presidido por la cita del Génesis “Dios se arrepintió de haber hecho al hombre”, estamos  profundamente desconcertados si no perdidos.

Aquí nos limitaremos a considerar muy someramente algunos aspectos de su rico, estimulante e innovador pensamiento político, partiendo del hecho de que el Estado de Obras, título del libro publicado en 1976 sobre “un Estado que se legitima por sus  realizaciones, no por la ideología” (J. Molina), heredado por la Monarquía, se ha convertido finalmente en un despótico e irracional Estado Woke, que ha declarado abiertamente la guerra al pueblo que debería proteger, defender y ayudar a prosperar y empieza a ser tiránico.  Una consecuencia del Estado de las Autonomías inventado por la Constitución de 1978 —formalmente, una anacrónica y anómala Carta Otorgada por las Cortes y sancionada por el rey— aplicando el principio divide et impera, para asegurar la Monarquía. “Institución gloriosamente fenecida” decía José Antonio Primo de Rivera, reinstaurada por Franco (de quien prohíbe la corrección política decir que es un “personaje histórico”).

Esa innovadora forma estatal conlleva la creación de oligarquías regionales y una desmesurada burocracia que controla de cerca al pueblo, facilita la corrupción de la clase política y de la sociedad y asfixia a la Nación fiscalmente, financieramente y con infinitas regulaciones. El Estado de las Autonomías, del tipo de los Estados Administrativos o Burocráticos, en manos finalmente de kirchneristas resentidos, gente enfermiza y psicópatas, arribistas, delincuentes y una masa de estúpidos, utiliza el Derecho, que concreta y garantiza la Justicia, como un mero instrumento del  poder político. Irene González  lo califica de “Estado hediondo de derecho», que pervierte el derecho convirtiéndolo en obligación y protege legalmente al delincuente: okupas, violadores, castiga la legítima defensa, etc. Manuel Mañero afirma que “España ha entrado en la fase de culto a la delincuencia”. Los partidos utilizan el Estado como un delincuente a  su servicio para enriquecerse, proletarizar las clases medias creadas por el Estado de Obras y el socialista-sanchista para disolver la Nación española a fin de conseguir siete votos que necesita para seguir desgobernando a la Nación. Curiosamente, sin que ninguna institución política, social o moral impida, o por lo menos critique seriamente, tanta irracionalidad. La misma Iglesia rinde pleitesía al hediondo Estado de Derecho Woke, callando, es decir, otorgando, sobre leyes que, diría estupefacto Bertrand de Jouvenel, son más bestiales que las soviéticas y nacionalsocialistas que conoció y, además, absurdas.

En la perspectiva  de la historia lineal, la irracional y demencial  situación histórica política de España es una continuación o resultado final de la tendencia que comenzó con la guerra de sucesión entre austracistas y borbones, como observó entre otros Salvador de Madariaga —«en 1700, empezó el siglo que iba a quemar mucho de lo que España había adorado y a adorar mucho de lo que España había quemado»-, prosiguió con la separación de las Españas ultramarinas, disconformes con la antihispánica política borbónica, con ocasión de la Guerra de la Independencia, con las guerras civiles del siglo XIX y  culminó en el “desastre” del 98, que marginó a España de la historia universal. Situación y tendencia que parecían superadas por el Estado de Obras que puso la Nación al nivel del Zeitgeist.

El Bücherwurm (devorador de libros) en varios idiomas, Fernández de la Mora —“he empleado buena parte de mi vida en leer y  releer lo que han pensado los clásicos y los modernos, los grandes, los medianos y algunos mínimos”, rememora al comenzar El hombre en desazón (1997)— fue empero influido sobre todo por pensadores españoles. Entre los que dejaron probablemente más huella en su pensamiento —algunos ex lectione,  otros ex actu—, citaremos ad exemplum a Ángel Amor Ruibal, el olvidado teólogo, “realista metafísico” y gran filólogo “correlacionista” popularizado por él,  Eugenio d’Ors, otro actualísimo gran pensador, también olvidado, sobre quien escribió, atraído por su original y profunda idea de la política como misión, D’Ors ante el Estado (1981), García Morente, Ortega —su primer libro, publicado también en 1981, fue sobre Ortega y el 98— y Zubiri. 

G. F. M., realista político, captó inmediatamente la irracional tendencia antinacional y antihistórica del “espíritu” de la sacralizada transición. “Transacción” sentenció Jesús Fueyo, otro de los grandes pensadores políticos españoles del siglo pasado. Pues, a la verdad, con la perspectiva actual, se redujo a la transmisión del poder político a la Monarquía reinstaurada por tercera vez, si no se cuenta la de Amadeo de Saboya  —la primera reinstauración fue la de Fernando VII—, sin devolver la libertad política al pueblo, aunque se publicita como un cambio de la dictadura a la democracia. Palabra utilizada para legitimar cualquier cosa. Por ejemplo, la obligación moral de aceptar los separatismos disolventes de la Nación o la fiscocracia agresiva que degrada a los hombres libres a  la condición de siervos. Porque, con palabras del dr. Sánchez, escritor prestigioso, hombre veraz, con cualidades de hombre de Estado pero incomprendido —aunque es célebre por dichos como «quiero que el Partido Socialista sea el partido de la honradez intransigente», «no tengo nada que ocultar», «mi único aparato es mi Peugeot 407», «la libertad hoy es vacunarse», «este Gobierno ha creado empleo como nunca y ha hecho política social como jamás», «no romperé la soberanía nacional ni la igualdad entre los españoles»—, «el patriotismo es pagar   impuestos». Excepto en casos como el de su hermano, justificados por el parentesco o la amistad.

Por cierto, al concluir  estas líneas, se ha conocido una importantísima “carta a la ciudadanía” de este gran hombre de Estado, víctima de las intrigas de lo que llama la «máquina del fango» de la «derecha y la ultraderecha», que merece un brevísimo comentario de pasada. El dr. Sánchez, que dice seguir creyendo en la justicia, amenaza dimitir por la “operación de acoso y derribo por tierra, mar y aire” de los fascistas. La causa concreta es la normal apertura de diligencias por un juez, motivada por la denuncia de la organización ultraderechista Manos Limpias contra su esposa —de la que dice estar “profundamente enamorado”— por tráfico de influencias. Una imprudencia comprensible al estar comprometido su honor personal y familiar y su decoro político. La “fachosfera” sorprendida por la viril reacción política del Presidente, anda ya tildando de folklórica una carta tan sincera y emotiva, dice que es una patochada bastante zafia pensada para montar un show de adhesión inquebrantable, que es una  parodia victimista, que no es ese el motivo, etc. No obstante, cabe confiar en que el dr. Sánchez releerá una vez serenado, su ya clásico Manual de resistencia y,  tras reflexionar, no dimitirá:  si pierde el aforamiento que le protege d insidias, igual que a miles de políticos españoles, podría ser acusado de alta traición y otros delitos por los numerosos enemigos que ha suscitado precisamente su lucha contra la corrupción y su titánica política de misión para reconstruir España.

Volviendo al tema de la democracia: si la libertad colectiva del pueblo, el dueño por definición de la res publica —por eso rechazaban los romanos la Monarquía—, no designa los representantes que ejerzan la soberanía en su nombre, no  cabe hablar de democracia. En España, lo impide la misma ley electoral atribuyendo la soberanía a los jefes de los partidos confabulados —no ocurre sólo aquí, es un fenómeno generalizado— en el consenso partitocrático entre el partido socialista, al que se encomendó dirigir la marcha hacía la “democracia avanzada” —proceso imperado en el prólogo de la Carta-Constitución—, y el partido popular. Consenso político que funge como si fuese el consenso social que configura los pueblos, el consensus omnium de Cicerón.

Los partidos, prescindiendo aquí de la cuestión de si son necesarios o no en la democracia,  acaban corrompiéndola al “cristalizar”, decía Pareto, las élites dirigentes. Pues la partitocracia consiste, escribe su mejor estudioso, G. F. M., en «una oligarquía en que los partidos monopolizan la representación política… aquella especie de oligarquía arbitrada por los gobernados en que los aparatos de los partidos monopolizan la elaboración de candidaturas y, por tanto, dictan la reducida lista de personas que pueden ser votadas». Pues «la característica esencial de las partitocracias es que el árbitro popular no designa libremente al mandatario, sino que simplemente opta entre las alternativas —en la práctica dos o tres— a que le reduce el sistema partidista». Se convierte así  “al supuesto elector en un simple optante”: «a esto se reduce en tal modelo, concluye G. M. F., el ilusorio postulado del “gobierno del pueblo”». En el que no creía tampoco el contradictorio Rousseau.

El monárquico G. M. F., identificado con su Nación y apasionado de la libertad, comprendió inmediatamente la naturaleza de la transacción a la Monarquía, se distanció del sistema de  poder establecido, incapaz de convertirse en régimen, palabra que significa orden, y predijo en 1976 la marcha hacia situación actual en Los errores del cambio Libro del que se publicaron seis ediciones en un año y no se volvió a reeditar por presiones políticas. Si se añade que G. F. M.  evolucionó hacia la República presidencialista, comentó favorablemente a Hayek y autores de la misma orientación o críticos del socialismo, se entiende el postergamiento de su figura y su pensamiento liberador, que sobrevive en la herética Revista Razón Española fundada por él.

«Donde hay poca justicia es un peligro tener razón», decía Francisco de Quevedo. Los errores del cambio sería hoy delictivo a tenor de la sectaria Ley estalinista de la Memoria Histórica del licenciado Sr. Rodríguez Zapatero, elevado a doctor honoris causa por la Universidad de León. Ley sustituida con ánimo de perfeccionarla por la Ley de Memoria Democrática del ilustre dr. Sánchez. Según esta última,  G. F. M., políticamente un hereje, sería reo de un gravísimo pecado mortal —los pecados son ahora contra el Estado—, por demostrar en su magistral obra La partitocracia (publicada también en 1976 y a punto de reeditarse), que la sacrosanta democracia, cuya invocación justifica cualquier desmán contra  el pueblo o la realidad —que es lo mismo que la verdad—  sólo puede ser formal. Como explicó asimismo Antonio García-Trevijano, otro de los grandes pensadores políticos españoles del siglo pasado.

Escribe Fernández de la Mora en esa obra desmitificadora, fundamental para entender la naturaleza de lo Político y la Política: «Solo hay una forma real de gobierno, la oligarquía, entendida en su sentido etimológico como “mando de unos pocos”. En todas las áreas de la convivencia aparece una élite que decide el rumbo dominante. La democracia no es otra cosa que una forma de gobierno en la que de algún modo y de tarde en tarde, los gobernados pueden intervenir en la designación o destitución de los gobernantes. La democracia es una oligarquía arbitrada periódicamente por un censo electoral de entidad variable».

El pensamiento político moderno, vinculado al  subjetivismo gnóstico del racionalismo de origen protestante que prima la voluntad sobre la realidad —el protestantismo tiende a separar la razón de la fe que controla sus excesos— acabó deificando la Razón racionalista y abocó al irracionalismo del modo de pensamiento ideológico, sobre el que escribió G. M. F. el famoso libro El crepúsculo de las ideologías (1965), en el que diagnosticó la desaparición de las grandes ideologías mecanicistas, aunque no la de ese modo de pensar. En efecto, las actuales son, dice Peter Sloterdijk, ideologías “modales”. Retazos de las mecanicistas como la marxista-leninista, que contrastan con las nuevas de la cretinocracia imperante, cuyo contenido es  predominantemente biológico. Bioideologías cuyo evangelista, profeta y santo patrón es, de creer al historiador John  Lukacs, Adolfo Hitler.  

   G. F. M. emprendió la tarea de desmitificar los mitos del racionalismo gnóstico, que culminó con la instauración del culto a la diosa Razón por los jacobinos franceses, y precisar el sentido del lógos: «la predominante consigna existencial, escribe como un eco de la inteligencia sentiente de Xavier Zubiri, no es tanto vivir según el lógos cuanto sentir según la razón», «la más  luminosa fuente autónoma que poseemos». De ahí el razonalismo, la metafísica  rectora de la innovadora filosofía política de G. F. M.,  que no tiene nada que ver con el racionalismo de la razón que, negando el valor  de la experiencia, marcha por sí sola.  Su afirmación «todo lo que no sea racional y sistemático es un subproducto intelectual», ha de entenderse en el sentido de la frase del prólogo a La partitocracia: «la gigantomaquia de la razón consiste en deslindar la ciencia y el mito, la categoría y la anécdota, la experiencia y el deseo, la sustancia y el accidente, lo cierto y lo falaz, la realidad y la apariencia». «Porque, escribe en Pensamiento español 1965, el más alto destino terrenal del hombre es el de racionalizar la vida, y, muy especialmente la política, una realidad todavía caóticamente enturbiada por el tráfago de las ideologías, los resentimientos, los mitos, las pseudoprofecías y las pasiones». G. F. M. refundó la teoría política oponiéndose a la política cratológica “prometeica” (W. Schubart) del mecanicismo hobbesiano sin caer en el biologicismo.

En este momento crepuscular, en que  el patriotismo consiste en pagar impuestos, es casi una obra de caridad liberar de los mitos de la transición a la Monarquía de Partidos. Una peculiarísima adaptación del Parteistaat (Estado de Partidos) alemán,  instituida ingenuamente —o no tan ingenuamente—  por la Carta Otorgada de 1978 para sustituir al Estado de Obras. Un Estado al servicio de la Nación, no al servicio de los partidos y los sindicatos, órganos del Estado según la Carta que instituyó el retrógrado, cuasi feudal, Estado de las Autonomías. Muy útil a las oligarquías, y los poderes indirectos denunciados por Carl Schmitt.

Merece la pena enumerar en este breve comentario Los errores del cambio percibidos por G.  F. M.  en 1986, diez años después del comienzo de la transacción a la Monarquía socialista. La portada resume su contenido: “Diez años de deterioro. ¿Se ha producido una evolución o una involución? Hacia otra democracia”. Concluye diciendo: “la caída prosigue: aún no se  ha tocado fondo”. La contraportada, que comienza afirmando “el cambio político no fue una exigencia popular, sino una decisión desde arriba, que se caracteriza por una serie de errores”, resume los percibidos hasta ese momento: «la destrucción de la derecha cuyo espacio ocupó temporalmente un centrismo ficticio; la relegación de los problemas económicos; una Constitución parlamentarista y autonómica que dificulta la gobernación y afecta a la unidad nacional; la politización de la Justicia y la Administración con el consiguiente detrimento del Estado de Derecho; la permisividad delictiva y la amnistía a terroristas; la subversión de los valores morales; la desviación de los recursos naturales hacia el gasto público consuntivo para remunerar a una clase política creciente; el estancamiento de la renta nacional; el endeudamiento, y la descapitalización del país que descendió en el ranking internacional». Estos “errores” prepararon el terreno para la corrupción estructural en que descansa el sistema de poder establecido, que comenzó a instalarse en el patio de Monipodio del gonzalato felipista y ha seguido intensificándose.

El pensamiento político de G. F. M., guiado por la virtud de la prudencia —“el dios de este mundo inferior” decía Leo Strauss—, no es el de un teórico especulativo: es cliopolítico. La historia magister vitae. La autentica teoría debe aprender de la práctica y no al revés. Su relación no es jerárquica. De ahí que su obra escrita sea una flecha mortal contra el utopismo, representado hoy por el retroprogresismo.

“La ley es el amigo del débil”, decía Schiller. Pero, a mediados del siglo XIX, tuvo ya que recordar Federico Bastiat contra la política cratológica in crescendo, que, “la ley es la organización del derecho natural a la legítima defensa”. Sin embargo, las leyes son hoy las armas políticas de las oligarquías para someter y domesticar a los pueblos con infinitas regulaciones. Basta pensar, por ejemplo, en la legislación  fiscocrática  que presupone que los hombres libres son sospechosos y les reduce de hecho a la servidumbre, como temía Tocqueville. El dominio absoluto de las oligarquías que imponen sus intereses y sus caprichos, justificados como perfección de la democracia, es una de las causas, seguramente la principal, de la gran crisis histórica actual, que afecta sobre todo a la civilización occidental.  No sólo está dejando de ser la civilización de la libertad, sino que es ya su mayor su enemigo.

G. F. M. tenía experiencia como Maquiavelo de la vida política concreta. Era maquiaveliano —no maquiavélico— y el genial pensador italiano había dicho que no existen aristocracias genuinas y que la historia política es una lucha entre oligarquías. Fernández de la Mora elevó a principio político universal, indiscutible por su veracidad, la tesis de Robert Michels —“fuertemente influenciado por la sociología de  Pareto y Mosca”—  sobre los partidos políticos, anticipada por la “paradoja democrática” formulada un poco antes por Moisés Ostrogorsky (1854-1921) en La democracia y los partidos políticos (1902). En ellos, afirmaba rotundamente Ostrogorski, está ausente la democracia.  Pero la ley de hierro de la oligarquía, dijo agudamente G. M. F.,  no rige sólo los partidos políticos: es “la ley trascendental de la política”. Pues esta ley, irrebatible como confirma la experiencia histórica, es el denominador común  de todas las formas del gobierno, que se reducen a una: la oligarquía, cuyas variantes, que describe en La partitocracia, dependen de la circunstancia histórica orteguiana. Lo cierto es que «en las partitocracias el poder ejecutivo asume el poder legislativo y tiende también a influir en la interpretación y aplicación de las leyes» y a «intervenir en el nombramiento y la remoción de los magistrados [de modo que], cuando el partido mayoritario designa a todos o a la mayor parte de los miembros del órgano de administración de la magistratura (en España el CGPJ), la justicia será mejor o peor según el respeto del Gobierno hacia el Derecho y la equidad; pero no será independiente». Y como «la fusión de los tres poderes en un ejecutivo partidista es lo que los clásicos denominaban tiranía», G. F. M. es un escritor peligroso: incita a ejercitar el ius resistendi, el derecho de resistencia, la última y definitiva garantía de las libertades y del Derecho frente a la tiranía.

 “España, escribe pesimista Hughes tras las recientes elecciones vascas —en las que triunfó por cierto la abstención— está en una situación terminal y quienes así lo vemos somos tomados por extremistas”. Pero como decía Hölderlin, “donde está el peligro, crece también lo que salva”. En las situaciones políticas extremas, los pueblos abandonados o traicionados por la oligarquía dirigente despiertan, como ocurrió en la guerra de la Independencia, y reclaman la titularidad de la res pública. Está ocurriendo con los populismos europeos. A los que  podrían servir de guía Gonzalo Fernández de la Mora,  pensador universal cuya inteligencia política puede guiar también la reinserción de la Nación española en la historia.

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