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Museos, naciones y su deconstrucción contemporánea

Los museos tuvieron en su origen un propósito formador de conciencias nacionales, cohesionando así los nacientes Estados modernos

«Si me dejan escribir todas las baladas de una nación, no me importa quién escriba las leyes» dijo hace algo más de tres siglos el político y escritor escocés Andrew Fletcher para pasmo de nuestros ilustrados centristas, convencidos de que lo único importante es el BOE, el DNI y la Constitución —lo demás es identitarismo/populismo/etnicismo que se les hace bola al tragar— hasta que llega el día en que aquellos que han controlado la educación, la cultura y el folclore durante el tiempo suficiente les siegan la hierba bajo los pies y terminan reclamando, y logrando, su propio BOE, DNI y Constitución ¿Cómo pudo pasar?

Ahora algunos podrán haberlo olvidado, decíamos, pero en los siglos XVIII y XIX aquella percepción de Fletcher era generalizada y es la que dio pie, entre otras cosas, a los museos nacionales. En 1793 el de Louvre abrió sus puertas al público mostrando el arte no ya como un lujo aristocrático sino como un patrimonio del pueblo: aquel museo simbolizaba a Francia. Otros no tardaron en imitarlo, como el Museo del Prado en 1819, aunque España ya en el siglo XVII contó con un protonacionalismo cuando el conde-duque de Olivares, mientras centralizaba la administración, encargó una serie de cuadros de historia para articular una suerte de narrativa fundacional.

Como dice Sheila Watson en National Museums and the Origins of Nations: Emotional Myths and Narrative:«los museos nacionales son de los ganadores, no de los perdedores. No hay museos sobre ‘casi naciones’ o ‘naciones fallidas’ o de ‘quienes intentan ser naciones’». Son, por tanto, la plasmación triunfante de un Estado-nación y la historia que recrea es una de final feliz, pues cuenta los hechos del pasado por adversos que fueran —desde la división alemana al siglo chino de la humillación— como encrucijadas, desfiladeros y pruebas superadas que reafirmaron a la patria, desembocado en un presente orgulloso y un futuro esperanzador.

Son, en definitiva, narraciones que nos conectan con el pasado, mitos fundacionales que proveen de sentido e identidad ante propios y foráneos, todo ello naturalmente bajo un manto de objetividad y ciencia que otorgue credibilidad a lo expuesto, que en casi todos los casos será cierto, claro… aunque siempre, e inevitablemente, selectivo y contextualizado ¡También reescrito! Bien para adaptarse a los tiempos o para reformular la nación bajo nuevos paradigmas. Recordemos el proyecto frustrado de Sarkozy en 2009 en torno a un nuevo museo que impulsara la identidad nacional francesa que recogiera la cuestión del multiculturalismo y la inmigración. 

A la vista de todo lo anterior, no es de extrañar que ahora los museos, tan aparentemente plácidos ellos, se hayan convertido en campos de batalla. Cultural, y por tanto política. El origen podremos encontrarlo en los países anglosajones y en su órbita de influencia.  

Cucos en el nido de otros pájaros Así, por ejemplo, el pasado año el ministro del Patrimonio Canadiense anunció que los 2.700 museos del país debían adaptar el enfoque de sus contenidos a dos nuevos paradigmas: el cambio climático y las identidades minoritarias. Mientras tanto, el Museo Nacional Sueco como cuentan aquí cuadros decimonónicos cuentan con carteles aleccionadores no ya sobre siquiera sobre aquella época, sino sobre el presente: «En la cultura de consumo de hoy las mujeres son definidas por su apariencia, no se les permite envejecer y se las controla por su peso». Por su parte, el Museo de Ciencias londinense ha retirado contenidos que aludían a diferencias biológicas entre hombres y mujeres, pues ya sabemos que lo importante es cómo se autoperciba cada uno.  Según señala este historiador los responsables de todo ello serían cucos en el nido de otros pájaros, realmente poco interesadas en sus áreas de conocimiento, que pondrían estas instituciones y su poder legitimador al servicio de sus particulares agendas ideológicas y moralistas. Y sin embargo… todo lo anterior sería más o menos anecdótico, apenas la punta del iceberg, respecto a la cuestión que acapara casi todas las controversias en el ámbito museístico: la descolonización.

Aquí podemos encontrar casos pintorescos como el delactivista franco-congoleño Mwazulu Diyabanza, al que algunos llaman «El Robin Hood de la restitución», que en 2020 asaltó museos franceses y holandeses con la intención de recuperar obras de origen africano. Por ese u otro motivo, lo cierto es al año siguiente Francia devolvió piezas a Benin, Madagascar y Senegal. Hay incluso un protocolo de descolonización del alcance internacional, aunque originario, muy oportunamente, del Reino Unido. Recordemos, por ejemplo, que según algunas estimaciones el Museo Británico reúne más de dos millones de piezas de 212 países distintos, siendo autóctonas menos de la tercera parte. La devolución de algunas a sus lugares de origen es un largo litigio en el que llevan muchos años inmersos países como Grecia, Egipto, Iraq o China. Por lo tanto, no sería justo desdeñar como mera locura woke de jóvenes con pelos de colores toda denuncia de expolios imperiales y de descolonización museística. Países como Reino Unido, Bélgica o Francia harían bien en tener cierta mala conciencia sobre su pasado…

Antiespañol y antihispanista

Ahora bien, lo paradójicamente colonialista —como señalaba Víctor Lenore— sería importar a España esa mala conciencia ajena sobre su pasado imperial, según hizo días atrás el nuevo ministro de Cultura, cuando habló de «superar un marco colonial o anclado en inercias de género o etnocéntricas que han lastrado, en muchas ocasiones» la visión del patrimonio, de la historia y del legado artístico, e incluso llegando a comparar la América virreinal con el Congo Belga. Lo peor es que no es un desliz o una ocurrencia suya. Medios como El País llevan meses allanando ese terreno tildando de «colonialista y anticuado» el muy recomendable Museo de América en Madrid, del que servidor tuvo ocasión de realizar un reportaje y entrevistar a su director hace ya unos años. Llamar colonialista al Museo de América es como llamar blackface a alguien con betún en la cara haciendo de Baltasar. Cosa que también hace El País, por cierto.

La intención de todo ello es evidente: mantener alienados, subordinados y desmoralizados a los españoles, para proseguir con el proceso de desmantelamiento nacional y, además, seguir conservando desactivado el potencial que tendría la hispanidad. Desunidos los españoles entre sí, como los hispanos, seremos todos más manejables. En el libro Soberanos e intervenidos de Joan E. Garcés se rescata un documento confidencial de la administración estadounidense de los años 40 donde podemos leer la observación «el nacionalismo español expresado en el concepto de Hispanidad es una amenaza potencial a los intereses norteamericanos en América Latina». Han pasado 80 años, eso es cosa del pasado, podrá señalar alguien, pero bastará recordarle cómo hace apenas seis meses leímos que «Hillary Clinton pide a España que impulse una `relación más comprometida’ de EE.UU. con Latinoamérica». Fijémonos en cómo esa petición lleva implícita la asunción de que la posición de España en Hispanoamérica es más cercana e influyente que la de los propios Estados Unidos hasta el punto de que nuestro país debería, según ella, ejercer de intermediario entre ambos. Por descuido y de forma indirecta nos reveló lo que realmente pensaba.

Por lo tanto, recapitulando antes de terminar, los museos tuvieron en su origen un propósito formador de conciencias nacionales, cohesionando así los nacientes Estados modernos. Pero ahora vivimos otros tiempos, posmodernos, deconstructivistas y globalistas, así que las identidades a potenciar deben ser disgregadoras y antinacionales y a eso pretenden dedicar los museos españoles y el Ministerio de Cultura en general (Habría que preguntarse si la obsesión del activismo climático por atacar obras artísticas no va encaminada en la misma dirección…). En conclusión, si Ernest Urtasun tuviera el más mínimo interés en servir a nuestro país hay un expolio imperialista-museístico al que podría atender: el que se produjo durante la invasión napoleónica y que supuso la pérdida de varios miles de cuadros. Uno de ellos acabó en la National Gallery de Londres, se trata de la Venus del espejo, de Velázquez. Ahí tiene tarea.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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