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La izquierda y la nación: consideraciones sobre «Románticos y racistas»

Considerar el nacionalismo español como cívico/político frente al étnico de los nacionalismos periféricos supone, bien mirado, interiorizar su juego

Empecemos por lo básico: para que España tenga viabilidad es imprescindible, entre otras cosas, que el patriotismo esté distribuido por todo el territorio nacional, sea interclasista (¡claro que los obreros tienen patria!) y abarque todo el espectro político. No es razonable que sean legales partidos cuya finalidad expresa sea romper la unidad nacional —en países vecinos no lo son— y tampoco esta puede permanecer al arbitrio de la alternancia democrática, de manera que, con unos gobiernos, mal que bien, se haya garantizado su continuidad y con otros… ya iremos viendo.

Por desgracia, como bien sabe el lector, la realidad en la que nos encontramos es bastante diferente a la descrita y aunque no en exclusiva, una parte importante de la responsabilidad la tiene una izquierda como la española que lleva décadas mostrándose desdeñosa hacia los símbolos nacionales, indiferente frente a las amenazas de ruptura —ridiculizando como infundadas las preocupaciones de sus adversarios al respecto— e incluso hemos llegado a verla extrañamente fascinada ante los movimientos separatistas.  Pues bien, uno de los esfuerzos intelectuales más serios que ha habido en los últimos años desde ese lado del espectro político por comprender las causas de esto y superar tal situación lo hallamos en el libro de Jorge Polo Blanco Románticos y racistas: orígenes ideológicos de los etnonacionalismos españoles. Su objetivo es meritorio y merece la pena comprarlo (¡e incluso leerlo!), si bien arrastra aún algunas carencias típicas de nuestra izquierda que procederemos a analizar.

La tesis sobre la que bascula esta obra es que la corriente artística y filosófica del romanticismo y su gusto por lo ancestral, lo exótico, lo misterioso e inaprensible al entendimiento, propició un tipo de nacionalismo cultural, esencialista, ebrio de metafísica, reaccionario ante la modernidad, que sustituye la historia por la leyenda y divaga con logorrea sobre el «espíritu de los pueblos», que terminaría conformando una letal combinación con las (pseudo) ciencias biológicas en torno al racialismo, la frenología y el darwinismo social, cristalizando todo ello en la doctrina nazi que arrasó Europa. Los ideólogos de los diversos «etnonacionalismos» —así los llama— que afligen a España, particularmente el vasco, gallego y catalán, habrían sido fuertemente inspirados en sus orígenes decimonónicos por esa corriente de pensamiento fundamentalmente alemana y, pese a que tras la Segunda Guerra Mundial tuvieron que adaptarse a los nuevos tiempos, conservarían ese trasfondo romántico-racista y por tanto, sostiene Jorge Polo, resultan abiertamente incompatibles con el ideario de izquierdas jacobino, ilustrado, materialista, universalista y basado en la igualdad. Esta es la idea general del libro, ahora vayamos por partes.

Las 170 primeras páginas son un recorrido por todos esos paladines del romanticismo y del idealismo alemán que trataban de responden a aquel lamento de Keats: «¿No se desvanece todo encanto al simple toque de la helada filosofía?», poseídos por un ardiente anhelo de poetizar la existencia y de paso las conciencias nacionales. Como Jorge Polo es profesor de filosofía se le aprecia una gran desenvoltura en ese terreno y aquí difícilmente podríamos objetarle nada. Vemos desfilar ante nuestros ojos a Novalis, Schlegel, Fichte, Hegel, Herder, Schelling y otros muchos autores que fueron elaborando una corriente estética e intelectual jalonada de intimidantes conceptos —bien parecen invocaciones a Cthulhu— como kulturgemeinschatf, weltanschauung y volksgeist.

Una vez establecido ese suelo teórico, en las siguientes páginas la atención se desplaza a autores españoles decimonónicos que, de una u otra forma, recogieron aquella sensibilidad estético-política y desde ella fueron dotando de contenido a los nacionalismos periféricos. El recorrido ahora pasa a ser por las teorías de Prat de la Riba, Rovira i Virgili, Azkue, Sabino Arana o Castelao, entre otros, fantaseando con indomables razas celtas y arias, perímetros craneales singularísimos, lenguas regionales que expresan «la voz de la sangre» y éxtasis telúricos en los que el macizo galaico resiste desde los tiempos primigenios a la cordillera cantábrica y la meseta castellana (claramente inferiores, dónde va a parar).

Separatismo 2.0 para el siglo XXI

Pues bien, aquí es donde comienzan nuestras objeciones al libro, que expresamente se limita a los «orígenes ideológicos» y se detiene en los preámbulos de la Segunda Guerra Mundial. De esa manera se pasa por alto convenientemente el realineamiento y actualización de tantos discursos políticos tras la derrota del nazismo, cuando toda la terminología alusiva a la raza, la sangre y las esencias nacionales quedó anticuada o directamente se convirtió en tabú. En su lugar los separatistas abrazaron el discurso marxista anticolonial que se volvió dominante a partir de los 50 y 60; ya no se trataba de ser una raza superior, sino una tribu indígena oprimida por el imperialismo. Es sencillo para nosotros vapulear desde la sensibilidad política contemporánea a autores decimonónicos y su retórica ampulosa, pero también es una tarea un tanto fútil, porque el separatismo hace tiempo que ya no está en eso: para finales del siglo XX los jóvenes batasunos no tenían carteles en sus habitaciones del Ché Guevara, no de Sabino Arana.

Extraer citas racistas y misóginas de este con el fin desacreditar al PNV de nuestros días es una tarea que entretiene a muchos, pero su alcance es epidérmico en tanto dicho partido es hoy en día tan irritantemente progresista como casi todo el arco político restante. Recordemos que son partidarios de las leyes VioGen, apoyaron la ley Trans, la del «Solo sí es sí» y dedican ingentes cantidades de dinero (del muy lucrativo Concierto Económico) a la cuestión del cambio climático, a financiar asociaciones feministas y LGTBI, así como a proporcionar sustanciosas ayudas —con el consiguiente efecto llamada— a gran número de inmigrantes a menudo de origen musulmán, preferido por las autoridades vascas y catalanas frente a la de raíces hispanas (que seguirían siendo en cierta manera españoles). Llamar a los separatistas insistentemente racistas y xenófobos podría llegar a tener el efecto indeseado de que pasaran a ser percibidos por muchos votantes como un bastión frente a la política multiculturalista de fronteras abiertas. No fueron pocos los catalanes que apoyaron el golpe de 2017 con la esperanza de que un Estado catalán independiente tendría una política migratoria más restrictiva…

Eso sí, hay un elemento esencial en los nacionalismos periféricos que se ha mantenido invariable con el tiempo: su antiespañolismo y su europeísmo (las dos caras de la misma moneda). De manera que lo que en el siglo XIX y comienzos del XX se expresó acorde a las modas biologicistas de la época —eran sublimes europeos cabezones en tanto de raza celta, aria o nordicista frente a los españoles «africanos» de cráneo pequeñito— ahora se expresa en sentido de que son más sofisticadamente europeos porque son más progresistas, civilizados y modernos, frente a los españoles reaccionarios, anticuados, franquistas, casposos, católicos inquisitoriales, etc. Es aquí donde me gustaría introducir una observación que considero importante: Jorge Polo muestra su extrañeza por el maridaje entre la izquierda y los nacionalistas periféricos… ¿No podría deberse a que ambos comparten el mismo europeísmo/leyendanegrismo y por eso se reconocen familiares? ¿Cuántas veces hemos visto a la gente de izquierdas avergonzarse de las corridas de toros, las procesiones de Semana Santa u otras manifestaciones culturales similares que al parecer nos alejarían de esa Europa que tanto les fascina, luterana, vegana y en bici, esa que eutanasia a sus ancianos cuando empiezan a toser?

Respuesta desde el nacionalismo español

Leyendo este libro he tenido la sospecha de que el autor no ha llegado a desprenderse totalmente de alguno de esos sesgos previos, aunque vaya bien encaminado. Un ejemplo de ello lo encontramos en su tenaz insistencia —errónea, a mi entender— en distinguir entre nación/nacionalismo étnico (el malo) frente a nación/nacionalismo cívico-político (este sería el bueno). Nos dice Polo que las naciones política modernas han traído consigo un efecto nivelador, centralizador, que acaba de forma ineluctable con ciertas instituciones, dialectos o particularidades en favor de una ciudadanía común, de tal forma que «en la construcción de las naciones políticas modernas lo étnico resultó ser un factor completamente insignificante»… ¿Pero no es acaso Estados Unidos un ejemplo canónico de «nación política moderna»? Porque fue un Estado profundamente étnico desde su misma fundación, la ciudadanía no era extensible a la población indígena ni a la negra, y aquellos inmigrantes de origen europeo eran integrados en la medida en la que asimilaba la identidad anglosajona protestante de tal manera que la población italiana, polaca o irlandesa tardó generaciones en dicho proceso. Elaborar categorías políticas/filosóficas que dejan fuera la mitad de la realidad que pretenden describir deja bastante que desear como clasificación taxonómica eficiente…

Aun así, aceptemos pulpo como animal de compañía y asumamos, tal como señala en otra página, que las naciones políticas modernas canónicas son solo las europeas (cita concretamente a Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y España) que surgieron, nos cuenta, del olvido de las diversas estirpes étnicas que coexistieron en su territorio para dar lugar a algo superior… ¿Pero no son los museos nacionales, típicos del XVIII y XIX en todos esos países, la institucionalización de una identidad colectiva, una narrativa de la nación, un cierto Volksgeist siquiera bajo en calorías? ¿No fueron las reunificaciones alemana e italiana un proceso guiado por lo etno-cultural? Menciona también la Reconquista como un acontecimiento en el que diversas «naciones étnicas» se fueron fusionando para crear una «nación política». Según la RAE la etnia es «comunidad humana definida por características como la lengua, la religión, la ascendencia o los rasgos culturales compartidos» ¿No sería la España de 1492 igualmente una nación étnica en tanto que se construyó con unos límites bien definidos que excluían lo musulmán y lo judío? Y qué decir de Francia, un país ahormado en unas categorías agresivamente étnicas y excluyentes, como pudieron comprobar en Argelia desde 1830 hasta la terrible guerra de independencia que les costó a mediados del siglo XX más de medio millón de muertos. Pero quizá esto último es difícil de ver para una parte de la izquierda española de larga tradición afrancesada y masona (valga la redundancia). Sobre la nítida conciencia racial que guio al Reino Unido en su imperio no hará falta extenderse, imagino.

Convendremos, a la vista de lo anterior, que tales distinciones entre naciones étnicas/políticas son difusas y que Michael Billig al negarlas anda más acertado de lo que a Polo le gustaría admitir. Además, aplicadas al caso español terminan haciendo más mal que bien. Considerar el nacionalismo español como cívico/político frente al étnico de los nacionalismos periféricos supone, bien mirado, interiorizar su juego: España sería el BOE, el poder estatal, la redacción constitucional y los ministerios, lo fríamente racional-administrativo, frente a lo identitario, cultural, sentimental que podremos desdeñar con superioridad ilustrada pero que resulta que logra ganarse las voluntades mayoritarias en Galicia, País Vasco y Cataluña. Las personas somos animales sociales, tribales, lo emotivo-irracional es parte de nuestro ser y si queremos que España tenga continuidad debemos combatir al separatismo también en el terreno simbólico, cultural y afectivo. Por eso es una cuestión de Estado que no se permitan las selecciones deportivas autonómicas, que el español sea la única lengua oficial así como vehicular en la educación en todo el país (quizá esos autores románticos no andaban tan errados al vincular lengua y nación), que la afinidad cultural sea un criterio fundamental en política migratoria, que el patriotismo sea un valor cívico a enseñar en las escuelas, que el pueblo se apropie de sus símbolos nacionales y no sean solo banderas colgadas en edificios públicos y hace falta, en suma, reivindicar la historia y los héroes del pasado español, así como sus hazañas, en una cultura popular que no podemos dejar en manos de Hollywood.

¿Suena todo esto quizá demasiado próximo a ese peligroso romanticismo?

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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