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Viaje a la boca del lobo

Andanzas de ida y vuelta por tierras comunistas

Démosle una vuelta a la manivela y hagamos que retroceda el tiempo. Revivamos tres momentos que fueron decisivos para mí, pero que expongo aquí por lo mucho que expresan y significan.

Ocurrieron en un corto período, entre el verano de 1971 y la primavera de 1972, en dos países (Hungría y Rumanía), situados al otro lado del Telón de Acero, adonde había ido a dar con sus huesos el entonces joven comunista que escribe hoy estas líneas. Mi militancia en el Partido (ni siquiera precisábamos cuál: habría sido rebajar su rango) había hecho que la ominosa-dictadura-que-nos-sojuzgaba me condenara en contumacia a algunos años de prisión que jamás llegué a cumplir.

Y, sin embargo, no. No eran razones políticas las que me llevaron a cruzar media Europa a bordo de un Seiscientos para ir a plantar mis reales en la hermosa ciudad de Budapest. Se trataba de otra cosa. Eran razones exclusivamente personales —amorosas, más exactamente— las que te han llevado, camarada —me apostrofaron los camaradas—, a abandonar las altas misiones que te habíamos encomendado para ponerte a correr como un pequeñoburgués cualquiera detrás de unas faldas.

Mi pasaporte (ya no ponía aquello de «Válido para todos los países menos la URSS y países satélites») estaba en regla, y con él en el bolsillo crucé el acero (poco resistente, como se ve) del Telón a cuyo otro lado me esperaban unas ansiadas faldas.

Un bar de Budapest

En compañía de la que años después sería la madre de mis hijos, paseaba un día por las calles de Budapest cuando de pronto…

«¡Kommunista! ¡Kommunista! ¡Kommunizmus!», exclamaba alguien, a voz en cuello, en el bar al que nos disponíamos a entrar. Dos borrachines estaban enzarzados en una agria discusión por la que culebreaban aquellas mágicas palabras portadoras del fuego sagrado con el que todavía las revestía yo. Me daba igual no haber entendido ninguna otra palabra de su disputa: me bastaban aquellas dos para despertar mi atención y poner tensos todos mis sentidos. Tanto más cuanto que quienes gritaban «¡Kommunista!» y ¡Kommunizmus!» encarnaban a mis ojos la expresión misma de lo Justo, lo Bueno y lo Verdadero (lo Bello entonces me la traía al pairo). Quienes estaban peleándose en un tono cada vez más encrespado eran unos proletarios con todas las de la ley. Vestidos como proletarios y oliendo como proletarios, hablaban —qué otra cosa podía ser— sobre las virtudes de la ideología proletaria en el bar de un Estado proletario. ¡Qué más podía uno pedir!

Lo que sí pedí, y con urgencia, fue la traducción de lo que ahí se estaba debatiendo.

Obtenida la traducción, una losa se desplomó sobre mi cabeza. Lo que decía el más airado de los dos proletarios era:

«Puedo tolerar, tío, que te cisques en mis muertos y en mis vivos, que maldigas a mis padres y a mis hijos. Pero que me digas, tío, que yo… yo… soy un comunista; que pretendas, ¡maldita sea tu sombra!, que yo tengo algo que ver con el comunismo ése de mierda… ¡Ah, no, eso sí que no, tío! Por esto es por lo que te voy a romper esa cara de culo que llevas puesta, cabrón, más que cabrón. ¡Yo, comunista!… ¡Yo, comunista!…»

Con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas me retiré del bar.

Sopron

Semanas más tarde nos reuníamos en el propio Budapest con unos amigos que nos habían invitado a cenar. Éstos no eran proletarios, no formaban parte de la clase que encabezaba la vanguardia de aquel nuevo y revolucionario mundo. Eran intelectuales, «fuerzas de la cultura», destinadas a acompañar en la senda del progreso socialista a las «fuerzas del trabajo».

Mantuvimos la siguiente conversación, no me acuerdo si en español o en francés.

—Veamos, amigos —les decía yo—. Entiendo hasta qué punto vuestra situación es extraordinariamente difícil. Me solidarizo plenamente con vosotros y con todo el pueblo húngaro.

—Te solidarizas… ¿como comunista extranjero de turismo por aquí?

Me sonrojé, titubeé… y al final solté algo como:

—No… Desgraciadamente no estoy hablando en nombre del Partido. Ya me gustaría, ya.

Y después de una pausa:

—Mirad. Todavía albergo ciertas esperanzas por lo que hace a los comunistas españoles. Sin embargo…

Sea indulgente el lector y atribuya la anterior sandez a la juvenil ingenuidad de quien la profirió. El cual siguió diciendo:

—Sin embargo, una cosa son los comunistas españoles y otra muy distinta el resto del movimiento comunista internacional. Por lo que hace a éste y a los países del socialismo real, todo, absolutamente todo me parece irremediablemente perdido. Lo que me espeluzna es que, si se ha llegado a semejante fracaso histórico, todo un abismo se abre entonces a nuestros pies. Porque, vamos a ver, ya me diréis…, ¿cómo salir de esta situación? ¿Qué alternativa nos queda? ¿Cuál es la salida, cuál?

­—La salida, amigo… Sólo hay una. ¡La que pasa por Sopron! —y una estruendosa carcajada cortó el aire.

¡Sopron!, la ciudad limítrofe entre Hungría y Austria, la ciudad donde se alzaban el Telón y su Acero, la ciudad fronteriza que deslindaba la opresión y la libertad (pero ya no tenía claro en qué lado estaba una y en cuál otra).

Lago Snagov

Cambio de decorado. Han pasado algunos meses y nos hallamos en 1972, celebrando en Rumanía, a orillas del lago Snagov, el domingo de la Pascua ortodoxa: ese día en que, además de resucitar todo un Dios, revive, estallando en su algarabía de luces y colores, olores y sabores, la otra divinidad, la otra dimensión de lo sagrado: la Naturaleza. ¡Ah, lo que es la primavera en Europa Central! Lo que es ese despertar de la tierra que ha pasado meses entumecida bajo hielo y nieve. Lo que es ese estallido en que el aire, como recién lavado, se hace ágil y fresco, vivo y punzante, terso y denso. Tan denso que hasta se puede palpar con las manos, morder con los dientes, mientras su alarido de luz y vida va dejando arrobadas las plantas, enhiestos los árboles, embriagadas las bestias.

Y en medio de semejante apoteosis, contrastando brutalmente con ella, malhiriéndola, se alzaba la tez siniestra de quienes aquel día nos acompañaban a mi mujer y a mí con el fin de pasar, camaradas, una agradable jornada de asueto en el chalet que el Partido (el rumano) pone generosamente a disposición de nuestro colectivo.

El colectivo en cuestión era el de Radio España Independiente, Estación Pirenaica (¡sí, fingían emitir desde los Pirineos!), la emisora que lanzaba sus panfletarias consignas («¡A la huelga, a la huelga! ¡Campesinos, obreros, estudiantes! ¡A la huelga general!») en medio de un cacofónico gorgoteo de interferencias, siendo probablemente éstas las que, al dificultar la audición, hacían que ningún trabajador, estudiante o campesino acudiese a Huelga General alguna.

Dos circunstancias habían concurrido a que mi voz se sumara a las que, como fantasmas surgidos de la nada, trataban de hacerse oír en medio de las constantes interferencias. La primera de tales circunstancias fue que el Partido (el español), acordándose de aquel díscolo y pequeñoburgués camarada que se había atrevido a abandonar las altas responsabilidades que le había confiado, le encomendó ahora otras: las de trabajar como locutor en dicha emisora clandestina. La segunda circunstancia por la que cuajó aquel trabajo fue que el camarada en cuestión era tan ingenuo como para aceptarlo. ¿Cómo pudo hacerlo, sabiendo todo lo que ya sabía? Precisamente por eso, porque, sabiéndolo, esperaba descubrir entre los camaradas españoles la excepción que le permitiera encontrar una salida de aquel marasmo. Una «salida» que no fuera la de la ciudad de Sopron.

Ahí estaba, pues, el idealista militante dirigiéndose aquel domingo de Resurrección al chalet que los camaradas del Partido (rumano) ponen tan amablemente a nuestra disposición.

El paraje donde se alzaba el chalet era espléndido; el edificio, de elegantes aires neoclásicos, tenía tanta clase como las maneras de «la camarada guardesa», como la llamaban a la campesina que nos acogió. Muy intrigado me dejó aquella mujer de exquisitos modales que contrastaban con la rudeza de sus camaradas patronos. Aún más sorprendente era el impecable francés que hablaba aquella criada a la que obligaban a vivir en una choza situada en un extremo del jardín y a descalzarse para entrar en la vivienda principal (siempre vacía hasta que llegaban los señores) a fin de retirar la vajilla de porcelana de Sèvres, las copas de cristal de Bohemia y los cubiertos de plata con que nos servía.

Lo esperpéntico de la situación hacía que una agria tensión cruzara el aire. Pero sólo el que nos envolvía a mi mujer y a mí, ya que los camaradas permanecían totalmente indiferentes a las idas y venidas de la doncella. Nuestro rostro, en cambio estaba envuelto en un estupefacto malestar que llevó a uno de los jerarcas a preguntarnos:

—¿Pasa algo? ¿Os sentís mal, camaradas?

—La guardesa… ¿Qué pasa con esa mujer? ¿Cómo puede ser tan elegante? ¿Cómo una campesina rumana puede hablar un tan excelente francés?

—Ah, la guardesa… Es la antigua dueña de la casa. La poseían ella y su marido, un farmacéutico que debía de ser un redomado fascista, pues cuando se hizo la Revolución lo borraron del mapa y se confiscó la casa. Pero el Partido se apiadó de la pobre viuda y le permitió quedarse como criad…, perdón, como guardesa, a fin de que cuidara de la propiedad que ahora pertenecía al Pueblo.

No había nada más que oír, nada más que decir. De modo que, levantándonos, miramos al soslayo, fuímonos y no hubo nada.

La salida sí estaba en Sopron

No hubo nada… por milagro y porque así lo tuvieron a bien los clementes dioses. No hubo nada pese a que un par de semanas después me dio por jugarme la vida tan hidalga como temerariamente. Fue el día en que ardió Troya al comunicarles a los camaradas, cara a cara y mirándolos a los ojos, que me iba, que no aguantaba más. Más grave aún: me iba por razones que… No, esta vez no era por pequeñoburguesas razones personales. Me iba por razones tan estrictamente políticas como … Mirad —le solté—, os lo digo a las claras: no soporto seguir inmerso en la pocilga del movimiento comunista internacional, no estoy dispuesto a seguir siendo partícipe de esa maquinaria de muerte y desolación que habéis… Etcétera.

Di un portazo, me marché a casa y empezamos a quemar papeles, convencidos de que no tardarían en venir a buscarme. Nunca sin embargo vinieron y siempre me preguntaré por qué no tomaron represalias ante un órdago como el que les había lanzado con tan temeraria imprudencia. Si lo dejaron impune —es la única explicación— fue porque estábamos en 1972 y no algunos años atrás, cuando habría sido coser y cantar hacer que se volatilizara cualquier militante que, hallándose en un país comunista, hubiese cometido una tan descabellada provocación. Pero ahora no. Ahora ya no estábamos ni en Paracuellos ni en la Guerra Fría. Ahora el Partido pretendía lavarse la cara y presentarse como una opción de lo más digno y respeta­ble. Ahora ya no era como en los tiempos en que cualquier militante cumplía sin vacilar la orden por la que obligaban (dármela…, a mí también me la dieron) a no comunicar nunca a nadie ni dónde se estaba ni lo que se hacía.

Ahora, incumplida por mi parte dicha orden, ya conocían mi presencia en Rumania tanto mis padres como mis amigos, de modo que le habría sido imposible al partido sostener que se ha producido la súbita, inexplicable desaparición de este valioso camarada, de quien tampoco nosotros tenemos noticias, pues ni siquiera sabemos en qué país se encontraba.

Remolonearon sin embargo lo suyo y tardaron más de un mes en facilitarme el visado con el cual me rendí por fin a la evidencia: dando la razón a mis amigos de Budapest, tomé la salida por la ciudad de Sopron.

De nuevo, al otro lado

Respiré hondo cuando, once meses después de haberlo atravesado en un sentido, volvía a cruzar el Telón y su Acero para alcanzar, ahora, la libertad. La menguada, hipócrita, falaz libertad del mundo liberal-capitalista, es cierto; pero que no deja de ser libertad, todo lo andrajosa que se quiera, pero libertad, seamos sinceros. Una libertad tanto más apreciada por quien, habiendo llegado del otro lado, había tenido sobrada ocasión de meter la cabeza en la boca del lobo y palpar todo lo que en sus entrañas se cuece.

Y ello pese a que la vida es tan compleja, tan contradictoria, que engendra brutales paradojas como la siguiente: en cierto sentido, la libertad parcial del liberalismo es más endiabladamente dañina que la descarada ausencia de libertad del otro lado. De esta última se sale con relativa facilidad (sólo setenta años duró la URSS); de la otra…, ¡más de dos siglos lleva durando el Estado liberal-capitalista! Otorgando, por un lado, libertades formales; engañando y dando el pego, por otro, el liberal-capitalismo permite que todos crean en él, mientras que ninguna de sus víctimas creía un solo instante en la igualdad y la justicia social del comunismo.

Como si su experiencia socialista los hubiese dotado de una particular sensibilidad ante el engaño, tampoco las falacias liberales han hecho la mella que era previsible en los antiguos países comunistas: esos mismos que, empezando por Hungría, han puesto en práctica la concepción i-liberal del mundo y del poder.

¿Por qué? ¿Por qué se ha producido este milagro, como lo denominaba en un artículo que publiqué en en estas mismas páginas? Retengamos, junto con otras razones, la que es probablemente la más importante. Al mismo tiempo que devastaba todos los resortes de la sociedad, el comunismo mantenía, promovía incluso, la identidad colectiva de la nación, daba alas a la conciencia patriótica. «Patriótico-proletaria», la llamaban, es cierto; pero no dejaba de afirmarse, pese a todo, una conciencia colectiva, un destino histórico. Y así es como, afianzados en este destino, los pueblos de la región han conseguido hacer frente a los intentos de los Yeltsin y compañía —apoyados por quienes los apoyaban— de dejarlos sumidos en la indiferenciación liberal, desprovistos de identidad propia, privados de destino colectivo.

¿No hay salida entonces? ¿No hay más salida que la de escaparse a un no-lugar, como me escapé yo de Hungría y Rumanía?

Sí hay salida, y en ello estamos; pero es compleja, trabajosa. Pasa por rechazar todos los engaños que es indispensable rechazar: tanto los de la opresión envuelta en oropeles de igualdad y justicia social, como los de la libertad cuyo manto encubre y disimula todo lo que de engañosa tiene a su vez.

La salida pasa por rechazar tanto lo uno como lo otro; pero la salida pasa sobre todo por afirmar. Por proclamar un nuevo orden, una nueva configuración del mundo, un nuevo estallido, como el de aquella primavera que viví, hecho de luz y fuerza vital.

Barcelona (1947) y «repatriado» en Madrid (2005) después de haber estado dando vueltas por media Europa y haber vuelto a su ciudad natal, es ensayista, escritor y editor. En 2002 lanzó con el apoyo de Álvaro Mutis el Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra, que dio título a ElManifiesto.com, periódico «política y socialmente incorrecto» que sigue dirigiendo. Entre sus principales obras publicadas o traducidas en España, Francia e Italia, cabe destacar Los esclavos felices de la libertad, El abismo democrático, la novela El deber de lo bello. Amores y desamores en tiempos de Pandemia, y la biografía novelada, aún inédita en España, Margherita Sarfatti. L’amante ebrea di Mussolini. Musa del primo fascismo.

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