No es ningún secreto que eso que llaman “polarización” se traduce casi siempre en una infantilización del discurso, con la consecuencia inevitable de que todos acabamos hablando o para el coro, o para la pared.
Una consecuencia es, por ejemplo, suponer que lo que funciona a corto plazo va a hacerlo también a largo. Parece claro que si uno pide un crédito crecido, se despide del trabajo y se va a las Seychelles a todo plan, va a pasar unos días estupendos, pero no le arriendo la ganancia cuando se acabe el dinero. Pero una actitud semejante tiene hoy mismo un gran predicamento en las urnas.
Otra muy común es pensar que si algo se considera bueno en alguna proporción, debe ser aún mejor en proporciones mayores hasta el infinito. O, dicho en castizo, que tanto da ocho que ochenta. Cualquier cocinero o químico sabe que la dosis hace el veneno, y que lo poco agrada y lo mucho enfada y, sin embargo, ahora solo se conciben los extremos, de modo que la única alternativa a cerrar un país a cal y canto es que entren en él todos los que deseen y unos pocos más.
Lo mismo parece suceder con la espinosa cuestión de la propiedad, donde pretenden que elijamos entre la abolición de la misma (“no tendrás nada y serás feliz”) o su concentración en manos de un grupo ínfimo. Elige, susto o muerte.
El vicepresidente de la Junta de Castilla y León, el ‘voxero’ Juan García-Gallardo, ha desatado una insólita tormenta en X, antes Twitter, con un comentario alusivo al último informe del Banco de España según el cual los jóvenes son cada vez más pobres mientras que el patrimonio de los jubilados asciende fulgurante.
Dijo, en concreto, que “la derecha aburguesada y la izquierda posmoderna han traicionado a mi generación. Hay que facilitar una distribución equitativa y lo más amplia posible de la propiedad. Urge un cambio de rumbo en España”. Y fue como si hubiera dicho, con Proudhon, que la propiedad es un robo.
Porque solo parece concebirse un sistema sin propiedad o uno en el que los fondos de inversión internacionales se queden con toda. Es el mercado, amigo. Pero si la propiedad es algo bueno, lo lógico, políticamente, es desear que el mayor número posible de ciudadanos tenga alguna. Por parafrasear al más afortunado profeta del último siglo, Chesterton, es una negación de la propiedad que BlackRock posea todas las viviendas de una ciudad, igual que sería una negación del matrimonio que Larry Fink tuviera a todas nuestras esposas en un harén.
Esta absurda contradicción fue lo que llevó precisamente a Chesterton a convertirse en divulgador de un sistema que rompiera este binomio absurdo e inhumano y del que era máximo exponente su gran amigo Hillaire Belloc, que resumió el problema en su obra El Estado Servil.
Belloc veía que, la concentración del capital en manos de unos pocos había provocado el ascenso de las propuestas socialistas que abogaban por la adquisición por parte del Estado de los principales intereses económicos. Pero el socialismo, como el siglo pasado descubrió por las malas, es cualquier cosa menos beneficioso y la colectivización de la propiedad bajo la autoridad del Estado no se traduce en una sociedad más justa, sino en una sociedad marcada por enormes desigualdades y la pérdida de la libertad. En palabras de Belloc, “en el acto mismo del colectivismo, lo que resulta no es colectivismo en absoluto, sino la servidumbre de muchos y la confirmación de sus privilegios actuales de unos pocos; es decir, el estado servil”.
Belloc proponía entonces una alternativa a ese Estado servil al que parece abocarnos la globalización, el no tener nada que nos profetiza el Foro Económico Mundial de Klaus Schwab: el “Estado distributista”.
Este Estado se caracteriza por una propiedad privada ampliamente distribuida, de modo que el carácter general de la sociedad esté determinado por los propietarios individuales. Por «propiedad», Belloc hace referencia a aquel patrimonio que puede utilizarse para ganarse la vida. Cuando una masa crítica de ciudadanos posee capital y, por tanto, es económicamente independiente, existe una situación estable. Según Belloc, la propiedad privada es el único medio para alcanzar la seguridad con libertad. De hecho, la colectivización proporciona seguridad. El precio, sin embargo, es la libertad.
El distributismo no se ha tomado nunca en serio en el panorama político. Para la derecha liberal era un socialismo disfrazado y no menos utópico que el marxismo; para el socialismo clásico, una mera distracción irrelevante; para casi todos, un experimento entre la literatura y la Comarca de los hobbits, una fantasía que propone medidas que no llega a desarrollar.
Y, sin embargo, el propio Hayek, tan reverenciado por los libertarios, tuvo palabras elogiosas para El Estado Servil. Y la ultracapitalista Margaret Thatcher pretendió precisamente un ‘capitalismo popular’ que convirtiese en capitalistas —es decir, en propietarios de los medios de producción— al mayor número posible de ciudadanos. Y, en fin, la experiencia histórica universal y, muy especialmente, del último siglo ha demostrado que una sociedad de propietarios es una sociedad política y socialmente estable.