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El primer demonio el siglo XX

En el centenario de su muerte, un repaso biográfico a la figura que con el uso político de la mentira y el asesinato marcó el siglo XX

Sin el ruso Vladímir Ilích Uliánov, alias Lenin, y sin el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, dos paladines del Bien, el siglo XX habría sido completamente diferente.

Seguramente habrían surgido los fascismos, ya que se basaban en los combatientes desencantados, aunque no hubieran contado con un elemento movilizador como el anticomunismo, nacido por las matanzas perpetradas en Rusia o la invasión de Polonia.

Quizás la Segunda Guerra Mundial no habría estallado (o de haberlo hecho no habría tenido el mismo carácter ideológico) si Wilson y Lenin, ayudados por la masonería francesa y la soberbia inglesa, no hubieran destrozado los imperios que controlaban Europa Central ni hubieran sometido a los alemanes a un diktat.

Al fallecer con 53 años, Lenin ya había creado la URSS, cimentada sobre un mar de sangre. Y tanto su vida como la Unión Soviética se basan en la mentira.

EL REVOLUCIONARIO PROFESIONAL

Lenin decía que representaba a los obreros y campesinos y que pretendía liberarles de la explotación, pero apenas sufrió esa esclavitud del trabajo por cuenta ajena, sometido a un jefe despótico y retribuido con un sueldo mísero.

A los 47 años de edad, cuando tomó por la fuerza el poder, sólo había tenido durante menos de dos años un trabajo regular, el de pasante en un bufete de abogados. Lenin recorrió Europa y vivió en París, Berlín y varias ciudades suizas sin estrecheces. En cambio, apenas conocía su país.

Uno de sus mejores biógrafos, Dimitri Volkógonov (El verdadero Lenin), afirma que “Ni en Rusia ni en el extranjero, Lenin sufrió ninguna carencia”.

Vivía del dinero que le mandaba su madre, una mujer adinerada. Ésta era viuda de un inspector de escuela que por sus años de trabajo tenía el título de consejero de Estado, equivalente en grado a un general. Recibía desde 1886 una pensión de 100 rublos al mes y en 1889 había comprado una finca de unas 40 hectáreas que Lenin se negó a explotar, por lo que la arrendó a uno de esos kulaks (campesinos) odiados por su hijo. La señora también recibió una herencia de un cuñado. Al final, María Uliánova invirtió todo el dinero que tenía en bonos y depósitos bancarios, y se dedicó a cortar cupones.

Los ingresos de Lenin, según Volkógonov, consistían en las rentas de su madre; el sueldo que recibía del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (encabezaba la facción más extremista, llamada bolchevique); las donaciones que recibía de admiradores y burgueses con mala conciencia; y el dinero que robaban sus pistoleros en asaltos a bancos, que consideraban expropiaciones. También hubo casos de proxenetismo entre los forjadores de la nueva sociedad.

¿Cómo alguien criado así, que alquilaba caros pisos de cuatro habitaciones en París y se iba de vacaciones a las montañas de Suiza, podía representar a los obreros que veían a sus hijos morir de enfermedades en sus chabolas o a los campesinos que tiraban de sus arados?

Pero Lenin no sólo usurpó la voz del proletariado, sino que traicionó a su patria y la situó al borde del desmembramiento con tal de conservar su revolución.

EL TREN SELLADO

Cuando en 1914 estalló la Gran Guerra, Lenin y su esposa, Nadezhda Krúpskaya, se hallaban en Austria. La Policía le encarceló por ser ruso, pero un camarada austriaco intercedió por él (aseguró que Lenin odiaba el zarismo) y luego le expulsó. Los socialistas y los obreros marchaban voluntarios a la guerra, incluso los socialistas rusos exiliados en Francia se alistaban en el Ejército de este país para combatir al II Reich. El nacionalismo rompía la unidad de los revolucionarios y la supuesta clase obrera internacional.

El matrimonio Lenin se instaló en Suiza, y allí habrían vegetado, de no ser por los alemanes, que han sido en el siglo XX los metepatas y liantes que fueron los franceses entre los siglos XVI y XIX. En una conferencia en enero de 1917, con motivo del duodécimo aniversario de la revolución fracasada de 1905, afirmó que “los viejos” como él no asistirían a las batallas “de la revolución por llegar”.

Por medio de uno de esos capitanes Araña que abundan en los círculos de conspiradores y espías llamado Alexander Parvus, los alemanes se pusieron en contacto con Lenin en la primavera de 1916, mientras en Francia se desarrollaba la batalla de Verdún y el Ejército ruso preparaba la Ofensiva Brusílov para ayudar a sus aliados (en esa ofensiva murieron o quedaron heridos más de 440.000 compatriotas de Lenin). Las negociaciones prosiguieron unos meses más con el objetivo común de que la cúpula bolchevique penetrara en Rusia.

La revolución frustrada de 1905 y la reacción de patriotismo de los rusos ante la guerra con los Imperios centrales, había persuadido a los bolcheviques de que su victoria solía podía nacer de la victoria alemana.

Por fin, después de que los servicios de espionaje británicos hubieran asesinado a Rasputín y los tumultos callejeros en Petrogrado seguidos por la renuencia del Ejército a disolverlos hubieran causado la abdicación del zar (la Revolución de Febrero, marzo en Occidente), Lenin aceptó la ayuda de los enemigos de su patria para cruzar Alemania en un tren especial. En la estación de Zurich, Lenin se despidió con un discurso a sus camaradas: “¡Viva la revolución proletaria mundial que ha comenzado!”.

Una de sus primeras actividades fue organizar turnos para el uso de los dos baños por parte de él, su esposa, su amante, Inessa Armand, y otra veintena de bolcheviques. El 16 de abril entraron en la estación Finlandia de Petrogrado.

AL SERVICIO DE ALEMANIA

Durante los meses centrales de 1917, mientras los bolcheviques conspiraban contra el Gobierno provisional y la guerra proseguía, siguieron aceptando dinero de Berlín. Los mismos alemanes que mataban rusos en el frente o los hacían trabajar para ellos, entregaban oro a Lenin y Trotski.

En marzo de 1917, los bolcheviques compraron una prensa por 260.000 rublos. Y en julio publicaban 41 diarios, con una tirada de 320.000 ejemplares al día; el principal, Pravda, tiraba unos 90.000. Además todos los dirigentes recibían un sueldo. Los fondos los ponía Alemania.

El Gobierno de Kerenski (miembro del Partido Socialista Revolucionario y del Gran Oriente de los Pueblos de Rusia) investigó la pista de ese dinero, pero la vacilación y el legalismo del primer ministro impidieron que se detuviera a Lenin, entonces en Petrogrado, por colaboración con el enemigo. Con razón, los rojos le dieron a Kerenski el apodo de el payaso.

En octubre (noviembre según el calendario gregoriano, que se adoptaría en 1918), los bolcheviques por fin dieron su golpe de Estado. Y Lenin fue elegido presidente del Sovnarkom (consejo de comisarios del pueblo) de Rusia.

EL TERROR ORGANIZADO

En diciembre de 1917, fundaron su policía política, la Cheka (cuyo decreto se conoció íntegro sólo en 1958), con la misión de detener y matar a los que consideraban sus enemigos, y además suprimieron todos los tribunales y oficios vinculados a ellos.

Los rusos blancos, que también practicaron una gran violencia en la guerra civil, jamás crearon instituciones como la Cheka. Su terror, a diferencia del rojo, jamás fue sistemático.

En septiembre de 1918, tras el atentado de Káplan contra Lenin, el Sovnarkom autorizó a la Cheka a tomar rehenes para ejecutarlos y deportar a los enemigos de clase a campos de concentración. “Mata para que no te maten”, dijo el chekista Martin Latsis. Así pensaban y se comportaban los miembros del partido bolchevique, forjado por Lenin a su imagen en el exilio.

Como dice Richard Pipes (La Revolución rusa), Lenin fue “la fuerza rectora del Terror Rojo en todo momento”. Quería construir un mundo habitado por buenos ciudadanos y esa obsesión le llevó, al igual que a Robespierre, “a justificar moralmente la eliminación de malos ciudadanos”.

Cuando se suprimió formalmente la pena de muerte en la URSS, Lenin lo criticó: “¿Cómo vas a hacer una revolución sin ejecuciones? ¿Esperas eliminar a tus enemigos desarmándote tú? ¿Qué otros medios de represión hay?”

Despreció siempre a los rusos étnicos, incluso para ser sicarios: “Blando, demasiado blando es el ruso. Es incapaz de aplicar las duras medidas del terror revolucionario”. Por ello, la camarilla roja recurrió a no rusos para dirigir la represión: polacos, letones, judíos, georgianos. Pronto circuló un dicho popular: “¡No busques a un verdugo, busca a un letón!”.

En el siglo XVI, Iván el Terrible formó su policía política, la Oprichnina, con extranjeros, especialmente alemanes. Lenin, en el XX, imitaba al más despótico de los zares.

CEDER ANTE ALEMANIA

Aparte de fundar la Cheka y el Ejército Rojo (y relajar los requisitos para el divorcio e instaurar el aborto libre y gratuito), los bolcheviques comenzaron a negociar el Tratado de Brest-Litovsk con Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria.

El jefe de la delegación comunista fue Trotski, nombrado comisario de Asuntos Exteriores por Lenin. Éste era partidario de aceptar las desmedidas exigencias alemanas, mientras que Trotski pretendía oponerse a ellas y, ya que el Ejército se había desbandado, responder con la absurda consigna de “ni paz ni guerra”.

Lenin consiguió convencer a Trotski de que aceptase la rendición, con este argumento: hasta que estallase la revolución comunista en Alemania, Francia y Gran Bretaña, que creían inminente, la función de los bolcheviques era mantener la única revolución triunfante.

Lo explicó así: “Voy a ceder territorio al actual vencedor para ganar tiempo. Se trata de eso y de eso solamente”. Cuando los bolcheviques trasladaron la capital a Moscú debido a la cercanía de los alemanes, otro camarada, Grigori Zinóniev, dijo: “El proletariado de Berlín nos ayudará a volver a Petrogrado”.

Así se comprende que Lenin abandonase comarcas, provincias y países: Ucrania, Letonia, Estonia, Finlandia, Crimea, zonas del Cáucaso… El tratado lo firmó Trotski el 3 de marzo de 1918. Las tropas alemanas llegaban a las ciudades en trenes y se desplegaban pacíficamente ante el pasmo de los rusos.

LA AUTODETERMINACIÓN DE LOS PUEBLOS

La capitulación de Alemania en noviembre de 1918 anuló el Tratado de Brest-Litovsk, pero otra semilla sembrada por Lenin debilitó la patria rusa: el derecho de autodeterminación.

Junto con los decretos sobre el reparto de la tierra, la paz y la nacionalización de la banca y las grandes empresas, y una convocatoria de elecciones para una asamblea constituyente (en la que los bolcheviques obtuvieron menos de 10 millones de votos de más de 40 millones emitidos), el Gobierno bolchevique promulgó una Declaración de los Derechos para los Pueblos de Rusia, firmada por Lenin y Josif Stalin, que no era entonces más que un personaje de segunda fila.

En esa Declaración, los bolcheviques proclamaron el derecho de autodeterminación, que incluía la secesión y la formación de un Estado independiente, para los diversos pueblos que componían el Imperio ruso. En las semanas siguientes nacieron diversas repúblicas, en algunos casos con ayuda alemana.

La finalidad de Lenin era debilitar a sus enemigos. Los bolcheviques lo prometían todo y a la vez: reparto de tierras, nacionalizaciones, paz, autodeterminación, socialismo, elecciones pluripartidistas, libertad de prensa, aborto, revolución mundial, aniquilamiento de los reaccionarios…

Los zaristas, liberales y socialdemócratas no sólo tenían que levantar ejércitos, combatir a los alemanes y los rojos y elaborar un programa político (¿monarquía o república?, ¿reforma agraria o devolución de las fincas a los terratenientes?), sino, además, enfrentarse a las minorías separatistas de esos territorios.

Mientras se libraba la guerra civil (1917-1923), en la que murieron más de 10 millones de personas, varios de ellos de hambre, los bolcheviques no vacilaron en destinar docenas de millones de rublos oro para impulsar la revolución mundial. El dinero provenía del Estado, pero también del saqueo de propiedades privadas y de iglesias, y de la exportación del necesario trigo, del que Rusia había sido el primer productor mundial antes de la guerra. 

Por fortuna, la revolución mundial no llegó y las que estallaron en Europa (Finlandia, Hungría y Baviera) fueron aplastadas. Además, el Ejército Rojo fracasó en sus intentos de penetrar en Polonia (1919-1921). Lenin tuvo que reconocer la independencia de Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia, pero demostró su cinismo sobre la autodeterminación mediante la conquista del resto de países que habían proclamado su independencia, como Ucrania y Georgia.

EL MIEDO DEL ZAR ROJO

Lenin se instaló en el Kremlin de Moscú, desde el que gobernó Rusia (que pasó a llamarse URSS en diciembre de 1922) como el primer zar rojo. Pero vivió temeroso de sufrir algún atentado, él que había ordenado docenas de éstos. “Ningún zar, ni siquiera en el punto álgido del terrorismo radical temió tanto por su vida y vivió protegido como Lenin” (Pipes).

A pesar de la protección de los Fusileros Letones, le dispararon dos veces, en enero y agosto de 1918. La anarquista judía Fanni Kaplán estuvo cerca de matarle, ya que le acertó en el cuello. A ella se le asesinó sin juicio en un patio del Kremlin.

Los bolcheviques respondieron endureciendo la represión y endiosando a Lenin. A partir de ese momento, empezaron a aparecer poemas, odas y artículos glosando a Lenin, hasta compararle con Jesucristo.

El culto a la personalidad alcanzó cotas ridículas, pero omnipresentes en el país y entre los lacayos comunistas extranjeros, cuando Lenin murió, el 21 de enero de 1924. El ejemplo más palmario fue la sustitución del nombre de Petrogrado por Leningrado, el 26 de enero. En un referéndum celebrado en 1991, los vecinos recuperaron el nombre de su fundación, San Petersburgo.

“¡LENIN VIVE!”

Las verdaderas causas de su muerte son un misterio. Sufrió un ictus en mayo de 1922 y luego otros dos en diciembre de ese año y marzo de 1923. Pero hay rumores y hasta indicios de envenenamiento. En honor a él se fundó el Instituto del Cerebro, que recibió como primera donación para la investigación el cerebro de Lenin partido en 30.000 trozos, como si fueran reliquias.

Ahí nació la consigna ridícula de los ateos y que se repite cada vez que fallece un figurón de las izquierdas, sea Fidel Castro, José Saramago o Dolores Ibárruri: “¡Lenin vive!”.

Le sustituyó un triunvirato formado por Zinóniev, Kámenev y Stalin, que derrotaron a Trotski. En poco tiempo, Stalin liquidó a sus camaradas y se hizo con el poder absoluto. A partir de entonces, los genocidios, las purgas, el culto a la personalidad y la paranoia oficial se volvieron desmesuradas. Los aplausos de los comunistas y de los tontos útiles que siempre acompañan a la extrema izquierda acallaron los gritos.

La principal de las mentiras rotas desde el desmoronamiento de la URSS y la apertura de algunos archivos (gran parte de la documentación sobre Lenin, sobre todo de su juventud, sigue siendo inaccesible) es la de la inocencia de Lenin en la represión. Ningún comunista es inocente.

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