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En busca de la prevalencia de los idiotas (XI)

Sólo la educación pone en sincronía a los representantes y a los representados

La entraña de la política de la Democracia Clásica —su cresimon— estaba en los rhétores, simples particulares, idiôtai, que hablaban ante la Asamblea o Ekklêsía para desarrollar propuestas de acción política. Se ponían una corona de laurel con bayas en sus declamaciones, exactamente igual que los atenienses también se coronaban al hacer el amor con una pancarpia. Hacer el amor y hacer política son acciones cuyos protagonistas tienen la obligación de coronarse. Cuando el idiôtes descendía de la plataforma o bêma, y se quitaba la corona, ya no era un rhêtor, excepto que todavía pudiese ser considerado responsable del discurso que había pronunciado o de la propuesta que había hecho, que siempre iría unida a su nombre, como responsable máximo, pues los otros idiôtai que la votaban no eran legalmente responsables de sus consecuencias. A diferencia de los magistrados, el rhêtor no era sometido ni a una dokimasía inicial —examen moral—  ni a la euthynê —rendición de cuentas una vez terminado el mandato— como consecuencia de su discurso. Pero ciertamente no era irresponsable, como sostienen algunos historiadores. Por el contrario, los atenienses habían forjado armas mucho más peligrosas contra los rhétores que contra los magistrados elegidos. Como proponente de un decreto, un rhêtor podía ser procesado por una acción pública por haber presentado propuestas inconstitucionales (graphai paranomôn), escuchada por el tribunal del pueblo; y se daba una interpretación amplia del concepto de «inconstitucional» (paranomôn). La graphê paranomôn podía ser utilizada contra un rhêtor proponente no sólo por haber infringido el procedimiento de aprobación de un decreto o presentado una propuesta que estuviera en conflicto con una ley vigente, sino también si su propuesta fuera considerada contraria a los intereses del pueblo ateniense. Un rhêtor que había apoyado o se había opuesto a una propuesta promovida por otro rhêtor podía ser denunciado en la ekklêsía por una «eisangelía eis tòn dêmon» y castigado con la pena última de la ley (ser arrojado al báratro) si era declarado culpable de corrupción o traición. Un ciudadano culpable de un delito militar, o de maltratar a sus padres, o de dilapidar su patrimonio, o de prostitución masculina, era indigno de dirigirse al pueblo. Si se aventuraba a aparecer como rhêtor en la ekklêsía, podía ser llevado ante el tribunal popular por una «dokimasía tôn rhêtorôn» y castigado con la pérdida de todos los derechos (atimía). Y cualquier ciudadano (politês) podía robar o herir a un ciudadano que hubiera perdido todos sus derechos por atimía, por lo que solían marcharse de su pólis. Las leyes que regulan la graphê paranomôn, la «eisangelía eis tòn dêmon» y la «dokimasía tôn rhêtorôn» están citadas o parafraseadas en nuestras fuentes. En las tres leyes aparece el término «rhêtor» y la referencia es explícita a un «rhêtor» con nombre propio que se dirige a la «ekklêsía«. Dirigir la palabra al pueblo era el mayor honor público, pero también la mayor responsabilidad, como hacer el amor. Con razón iban coronados.

Como término legal, rhétor denota tanto a un hablante como a un proponente, y la función dual de los rhétores se refleja en dos términos que a menudo se usan como sinónimos de rhétor, id est, «ho legôn«, el hombre que habla (en la ekklêsía) y «ho graphôn», el hombre que escribe (una propuesta). La primera tarea requería cierta elocuencia, la segunda un cierto nivel de alfabetización. Es poco probable que los ciudadanos analfabetos se ofrecieran como rhétores en la ekklêsía, por lo que debemos preguntarnos cómo estaría de extendida la alfabetización en la Atenas clásica. Todas las escuelas eran privadas y el Estado no organizó ninguna educación que permitiera a los ciudadanos servir en una junta de magistrados o actuar como rhétores en la ekklêsía. En educación los ciudadanos podían hacer lo que quisieran. No se consideró de interés público. Dos fuentes ( Esquines 1.9 y Platón en Critón 50D ) se han aducido en ocasiones como evidencia de una ley ateniense sobre escuelas y educación pública. Ambos pasajes son discutidos y rechazados por Harvey.

De hecho, en esto nos enfrentamos a una paradoja: Platón y Aristóteles, que preferían la aristocracia a la democracia, sostenían que la educación pública era la tarea más importante del Estado. Pero los ciudadanos atenienses, que favorecían la democracia, no hicieron nada para asegurar que los ciudadanos alcanzaran un nivel de alfabetización adecuado y que fuese un requisito previo para el gobierno popular. Sin embargo, las fuentes indican que la mayoría de los atenienses sabían leer y escribir. No debemos olvidar, sin embargo, que hay mucha distancia entre saber leer y saber escribir. La mayoría de los ciudadanos pueden haber tenido la habilidad suficiente para leer un decreto del pueblo inscrito en piedra y puesto en el Ágora. Pero redactar una propuesta por escrito era una tarea mucho más exigente, para la que probablemente sólo una minoría de los ciudadanos estaba lo suficientemente capacitada. Y pronunciar un discurso en la ekklêsía puede haber requerido un grado de alfabetización aún mayor. En una asamblea a la que asistían 6.000 ciudadanos era imposible tener una discusión abierta. El debate estaba destinado a tomar la forma de una serie de discursos de diversa duración. Las contribuciones a veces eran improvisadas, pero a menudo se prepararon y luego se pronunciaban sin notas o de acuerdo con un manuscrito. Sobre la oposición entre discursos preparados e improvisados, cfr. Demóstenes 1.1, Isócrates 13.9, o Alcidamas en Perì Sophistôn 11. Varias fuentes indican que la composición oral era predominante en la oratoria política, mientras que la pronunciación de un discurso basado en un manuscrito era más característica de la oratoria forense (numerosos fragmentos de Platón y Aristóteles nos lo dicen). El carácter oral de los discursos políticos indudablemente ha contribuido a que el orador no quiera publicarlos, mientras que la publicación de discursos forenses era extremadamente común. Dudamos, sin embargo, mucho que alguna vez se haya leído un discurso ante el pueblo en Grecia y Roma, como en nuestro Parlamento se hace sin vergüenza alguna. Si el orador tenía un manuscrito completo, es posible que haya tenido un apuntador para ayudarlo en la pronunciación de su discurso, exactamente igual que se hace en el teatro. La opinión común de que rhêtor, palabra por palabra, memorizaba todo su discurso es a priori poco probable y no tiene apoyo en las fuentes. Los sistemas mnemotécnicos recomendados por los profesores de retórica indican que el rhêtor dominaba la sustancia y el orden de sus argumentos y sólo excepcionalmente había aprendido de memoria la redacción misma de su intervención. Recordemos lo que nos dice nuestro Quintiliano en su Institutio Oratoria 11.2: «Memoriam quidam naturae modo esse munus existimaverunt, estque in ea non dubie plurimum, sed ipsa excolendo sicut alia omnia augetur: et totus, de quo diximus adhuc, inanis est labor, nisi ceterae partes hoc velut spiritu continentur…«. La memoria en el mundo grecolatino estaba infinitamente más desarrollada que ahora. Cualquier griego o romano de cultura media sabían de memoria la Ilíada, la Odisea, los Annales, de Ennio, o la Eneida, de Virgilio. Hoy hasta la Iglesia pone pizarras digitales en el presbiterio para que todos los fieles puedan leer las partes más básicas que les toque decir en la Santa Misa. Nuestra sociedad no tiene ya memoria ninguna. Y esta catástrofe se ha perpetrado intencionadamente. Si no recuerdas quién eres ya no hay idiôtai, sólo rebaño humano obediente.    

Y esto nos lleva aquí a hablar un poco de la educación y la democracia. La palabra «educación» se puede utilizar en su vieja concepción originaria de «educatio-onis» ( acción de alimentar para hacer crecer ), o de «eductio-onis«, acción de sacar una cosa de otra, de trasformar una cosa en otra pretendidamente mejor. Lo que equivales a decir que la educación comprende tanto la instrucción (de «instruere«, construir por dentro), como la noble actividad de formación de la personalidad. Hoy la educación se considera como una institución fundamental de la sociedad, y como tal constituye un sistema al modo de los sistemas estructuralistas de De Saussure, Karl Bühler, o del príncipe Trubetzkoy; un sistema compuesto por parejas del tipo profesores-alumnos, bedeles-administración, administración-profesores, administración-equipo directivo, administración alumnos, equipo directivo-profesores, administración-alumnos, alumnos-padres, etc.; y últimamente por cuatro o cinco elementos más, pero que por ser asistemáticos y cursis y fútiles y molestos, no enumero, pues carecen del más mínimo significado dentro de la educación como sistema e institución. Hasta la llegada de la socialdemocracia la escuela en Europa era la última trinchera ética que le quedaba al individuo frente a una sociedad fundada en los siete pecados capitales. De todos modos, la función del sistema educativo y la función educacional del Estado han sido, desde Grecia y Roma, meramente auxiliares con respecto al grupo familiar; además, son funciones auxiliares normales, ya que el grupo familiar «ya» no puede proporcionar a los jóvenes todo el caudal de conocimientos necesario para la formación del hombre en la vida civilizada. Sin embargo hoy, los valores humanistas que daba la familia, ya no los reproduce la escuela, interesada sólo en áreas de gran utilidad social y en catequesis política que garantice la permanencia del poder político. Ya no tiene una labor ancilaria respecto a la familia, sino que más bien combate los valores del grupo familiar a fin de conformar ciudadanos uniformados por la única mundivisión permitida, que es la del régimen socialdemócrata. Ya no hay «idiôtai» en nuestras sociedades; esto es, ha desaparecido la base y objeto de la democracia. La utilidad de la educación entraña la radical y esencial amoralidad del sistema. Son precisamente las áreas inútiles ( esto es, el latín, el griego clásico, la filosofía, la literatura, la historia, el arte, la ética ) las que han hecho de la especie humana una especie civilizada; es decir, educada, productora de «idiôtai«, ciudadanos particulares y distintos, que suponen que cada niño que nace es una esperanza nueva para el mundo. Sólo la educación pone en sincronía a los representantes y a los representados. El pueblo, a través de sus idiôtai, eleva reclamaciones, peticiones, deseos, exigencias, anhelos, demandas, desiderata, a la Autoridad electa, por el voto o por la suerte, y ésta, gracias a la mecánica de la Democracia, sublime tramoya, los trasforma descendiéndolos ahora en logros populares, victorias del pueblo, conquistas de los «idiôtai«, ganancias de los ciudadanos. Pero en todo caso, lo que queda claro y patente es que nunca la Autoridad electa y el Pueblo elector, como conceptos puros, vacíos, o como intuiciones ciegas, que diría el padre Kant, o como pobres noémata husserlianos, son simultáneos, sincrónicos, homostátmicos, sino todo lo contrario, uno sigue siempre al otro, como consecuencia, como resulta. Jamás son simultáneos, jamás son sincrónicos, jamás son homostátmicos los votantes y los votados, los representados y los representantes, los idiôtai y los instalados, los ciudadanos y los políticos, los electores y los elegidos, los arkhómenoi y los arkhontes, pues que son hijos de esferas y de tiempos distintos y excluyentes. Son heterostátmicos. Esta falla que crea el tiempo sólo tiene un remedio; una demopedia radical para gobernantes y gobernados. Una demopedia que se asiente sobre lo que es útil para el puro idiôtês en el que el Demos se manifiesta y radicalmente inútil para el Poder que no ejerza el Dêmos. Esa es la única forma política de matar la realidad torva y heterostátmica de los tiempos políticos. Siempre ha sido la educación el principal motor para mejorar y hacer más feliz la dura realidad de los hombres.

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