Los estudios clásicos en la Ilustración tuvieron a su disposición intensas y diversas ramificaciones políticas del Mundo Antiguo, que tuvieron gran utilidad social e importantes repercusiones políticas. Baste recordar un incidente particularmente conocido en la historia cultural de esa época, el éxito del estudio ficticio del mundo antiguo en muchos volúmenes presentado en el libro Voyage du jeune Anacharsis en Grèce. La popularización combinada con los mensajes políticos hicieron del viaje de Anacarsis una guía para las inquietudes e indagaciones de los intelectos liberales y democráticos de las últimas décadas del siglo XVIII. Para los griegos subyugados a la sazón aún por los turcos, la traducción griega estaba asociada con la cristalización final de la visión de la libertad. La admiración por la antigua democracia ateniense fue inequívoca para los rebeldes estadounidenses de 1776 y los revolucionarios franceses de 1789. Como fuente de inspiración de su visión, la democracia antigua fue el modelo instructivo según el cual los jacobinos intentaron construir su «república de la virtud». Desde hace algún tiempo, la investigación ha dilucidado exhaustivamente los detalles relevantes y no hay razón para repetirlos aquí. Sin embargo, cabe señalar que fue Plutarco quien llegó a ser la fuente de información en la que se inspiraron los revolucionarios, y el prisma interpretativo a través del cual entendieron su significado fue, en particular, el pensamiento político de Montesquieu y Rousseau.
El desenlace final de la inspiración política clasicista de los jacobinos, el Terror de Robespierre, tuvo consecuencias críticas para la actitud del pensamiento político posterior hacia la antigüedad clásica. No sólo se reivindicó el anterior escepticismo de Montesquieu acerca de la inadecuación de las antiguas formas de gobierno a las condiciones del mundo moderno y se validó el modelo representativo de gobierno inglés, sino que se manifestó una profunda cautela con respecto al radicalismo asociado al neoclasicismo político de la Ilustración, inculcado en el pensamiento político del siglo XIX. El principal exponente de esta actitud fue Benjamin Constant, pero también lo repite Alexis de Tocqueville. La expresión clásica de esta nueva confrontación liberal de la antigüedad es la comparación de Constant de las concepciones antigua y moderna de la libertad. Efectivamente, la conferencia pronunciada en el Ateneo de París, en febrero de 1819, por Benjamin Constant, titulada De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, es uno de los textos políticos más deslumbrantes del siglo XIX. Es el escrito político más citado de Constant, y fue ampliamente citado por Isaiah Berlin en su famoso ensayo Dos conceptos de libertad. La libertad de los Antiguos (pampálaioi) consistiría, primordialmente, en la participación directa, activa y constante, de los ciudadanos (idiôtai entre los atenienses) en la toma de decisiones políticas de la República. En el fondo, esa libertad antigua tiene mucho que ver con la que Antonio García-Trevijano llamaba «libertad política colectiva», y a la que consagró su vida y su fortuna. Ahora bien, Trevijano acepta la representación política, cosa de la modernidad desconocida entre los antiguos, y que deviene de la concepción de la libertad de los modernos, que no impele a la ciudadanía total a la participación directa, activa y constante en las cosas de la República, sino que la deja descansar en su individualidad, gozando de sus placeres particulares, gracias precisamente a la representación, que nos trae la usurpación institucional que constituyen esas máquinas siniestras de los partidos políticos. Toda la obra de Trevijano consiste en el descubrimiento del uso de la representación sin la usurpación de la soberanía constante que tienen los idiôtai. Los Antiguos tenían libertad política, esto es, soberanía; los modernos, libertades, esto es, derechos otorgados. Constant reconoce que Atenas fue la república más libre de la Antigüedad – y de toda la Historia humana – gracias al comercio. Y reconoce que «nosotros ya no podemos disfrutar de la libertad de los Antiguos, que consistía en la participación activa y continua en el poder colectivo. Nuestra libertad debe consistir en el disfrute apacible de la independencia privada». Por otro lado, no podemos entender la libertad entre los griegos sin estudiar el significado etimológico de ese vocablo. Así, el estudio comparado del griego «eleuthèros» y del latín «liber» llevó a pensar a Emile Benveniste que un hombre «libre» es ante todo un hombre de nacimiento legítimo: que ha nacido en una oikos de la pólis. Esto es, tiene libertad quien es hijo de una familia que compone la pólis. Precisamente los romanos llamaban a sus hijos «liberi». La libertad antigua supone ser de algo que te pertenece y al que tú perteneces. En ese sentido tiene relación con la isogonía, que la Revolución Francesa tradujo por «fraternité». Desde la mentalidad antigua esclavos son los extraños. El esclavo es el extranjero absoluto. De ahí que Platón y Aristóteles nos insistan en que los esclavos no deben tomarse de Grecia ni entre los que hablen el griego de primera lengua. Plutarco nos recuerda que Solón promulgó la ley que prohibía a los esclavos ir a los gimnasios y amar a los jóvenes. Sólo es libre el idiôtês de casa que acude a la Asamblea.
El pensamiento del siglo XIX sobre la antigüedad clásica es verdaderamente dialéctico. La cautela liberal articulada por Constant se inspiró en el intento del radicalismo revolucionario de resucitar modelos antiguos mediante el uso indiscriminado de la violencia. La consecuencia de todo esto fue el abandono definitivo del modelo espartano y la condena de Rousseau. Otro resultado fue la recuperación de la idea de la democracia ateniense como un sistema de instituciones libres, que podía proyectar ejemplos de ética pública ante la conciencia del individualismo egoísta moderno. En gran medida, esta postura fue adoptada por el liberalismo inglés del siglo XIX. Los liberales ingleses solían jactarse de que su gobierno representativo era una versión moderna de las instituciones libres atenienses. Sin embargo, la idea de la democracia directa de la antigüedad fue rechazada como inalcanzable, dada la escala de las sociedades modernas, y la regla representativa se estableció en el pensamiento político liberal como la «mejor forma ideal de gobierno» (John Stuart Mill). Fue en este contexto que se fraguó la relación entre democracia y educación clásica, con todas sus sobredeterminaciones y racionalizaciones ideológicas inherentes. Esta relación también favoreció al movimiento filohelénico, facilitando así la combinación de las reivindicaciones liberales, apuntaladas por el prestigio de la erudición clásica, con el apoyo de la lucha griega por la independencia. Nadie expresó con más nobleza que el poeta Shelley esta unificación del liberalismo inglés en la que la admiración por la antigüedad clásica se centró en su expresión política en la democracia ateniense. Su drama Hellas (1822) es un espléndido testimonio de su filohelenismo.
El mayor admirador de la democracia ateniense en el siglo XIX fue un verdadero vástago del clasicismo alemán, G.W. F. Hegel. Alimentado por el desarrollo y la explosión ideológica de la Revolución Francesa, y él mismo como agente de la reorientación filosófica en la línea divisoria entre el clasicismo y el romanticismo, Hegel dio forma política a las inquietudes de toda una generación intelectual de la cultura alemana, incluidos Goethe, Schiller, Hölderlin y Fichte. La deuda de Hegel con Montesquieu fue decisiva en la formación de su pensamiento político e histórico. Las opiniones de Montesquieu sobre el espíritu y la disposición ética de las democracias antiguas determinaron el contenido de las concepciones de Hegel sobre el tema. La crítica de Hegel a la Revolución Francesa fue, sin embargo, diametralmente opuesta a la de los herederos liberales de Montesquieu, como Constant y los Ideólogos (Destutt de Tracy, profesor del primer Napoleón). Para Hegel, la Revolución Francesa, con sus estallidos violentos y su resultado tiránico, parecía personificar las consecuencias perturbadoras de los excesos del egoísmo en la sociedad moderna. A este modelo moralmente degradante y autodestructivo, Hegel yuxtapuso la democracia de la antigua Atenas, que aseguraba la libertad mediante la participación individual de los idiôtai en la vida colectiva de la ciudad. Según Hegel, la actitud de Antígona simbolizaba esta unidad ética. Siguiendo estas reflexiones en su Fenomenología de la mente, Hegel concluyó que el verdadero desafío para quienes luchan por imponer el orden político en el caos del mundo posrevolucionario no consiste simplemente en defender la libertad individual, como sugería Constant, sino en combinar la libertad personal con la libertad individual, la recreación de la calidad moral de la vida pública. Éste fue el logro insuperable de la democracia ateniense según Hegel y su mensaje más significativo para la posteridad. «Aquella democracia ateniense era una espléndida aurora. Todos los seres pensantes gozaban de aquella época. Una sublime emoción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si por vez primera se lograse la reconciliación del mundo con la divinidad» (Philosophie des Geschichte, 1840). Esta cuestión de la unidad de la existencia humana y la precedencia de los valores de la vida colectiva sobre el interés privado constituyó el sustrato hegeliano de la teoría social revolucionaria de Karl Marx. La relación intelectual de Marx con la antigüedad clásica es multifacética (él mismo fue doctor en Filología Clásica con su tesis Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro) y de ninguna manera se agota en las predisposiciones de ética política que heredó de Hegel. Sin embargo, estas predisposiciones determinaron, en gran medida, el temperamento filosófico y la dirección general del pensamiento de Marx. Hegel expresó la nostalgia de un período histórico asediado por las fuerzas de transformación social y política radical que dieron origen al mundo moderno, por los valores por excelencia del humanismo cívico que simbolizaba la democracia ateniense, como la Prevalencia de los Idiotas. Los acontecimientos políticos e ideológicos posteriores nublaron con graves malentendidos las intenciones de la filosofía política de Hegel. También Engels, el mejor conocedor de Marx, fue un admirador absoluto de la Democracia Ateniense. Para darse cuenta de ello sólo hace falta leer el capítulo quinto de su obra El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. «No fue la luminosa democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo pretenden los pedantescos lacayos de los monarcas entre el profesorado europeo, sino la esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano libre». Sin embargo, el camino del mundo moderno y los impases de la sociedad postindustrial del siglo XX no sólo no han restado valor sustancial a las mejores declaraciones hegelianas sino que, de hecho, les han otorgado una inmediatez y relevancia notables. No tiene mucho sentido seguir revisando la influencia de la experiencia democrática de la Atenas clásica en el pensamiento político de los siglos XIX y XX, ya que esto sería simplemente una repetición de lugares comunes mundanos, salvo en el caso español cuya sociedad aún necesita democratizar el alma. La fe en el gobierno democrático que finalmente ha sido generalmente aceptada en la fase más reciente de la historia del pensamiento político constituye la reivindicación del antiguo ideal político griego como legado común de la humanidad. El reconocimiento definitivo de la democracia como la forma de gobierno más humana fue el resultado de los trágicos enfrentamientos con la movilización programática del totalitarismo en su contra en el siglo XX. Sin embargo, aparte de esta confirmación negativa del valor de la democracia en su manifestación institucional contemporánea de gobierno parlamentario, la nostalgia por el contenido ético de la experiencia política en la ciudad clásica no ha desaparecido del pensamiento político actual. La consolidación de la personalidad individual y la totalidad de la experiencia humana parecen haber permanecido indisoluble e íntimamente ligadas al modelo de la antigua democracia participativa. Una alusión a esto se hace en la filosofía crítica de Hannah Arendt, con el llamado a reinstaurar la integridad de la existencia humana a través de la restauración de la vida pública como valor fundamental (La condición humana, 1958). En medio de la orientación predominante de la sociedad postindustrial en la tercera década del siglo XXI, el humanismo político de la democracia clásica aparentemente ha seguido siendo, a juicio de los observadores más sensibles y reflexivos de la «condición» humana, una de las reconfortantes esperanzas de la humanidad.