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En busca de la prevalencia de los idiotas (XVIII): la traición

Hoy la cultura de la deslealtad y la traición se ha impuesto sobre la cultura moral de nuestros padres

Los antiguos griegos llamaban prodosía a la traición, y los idiôtai de la Democracia Ateniense la castigaron siempre como tal peste espiritual merece, que deforma e insufla miasmas mortales al alma sublevándose contra la propia naturaleza humana. La traición (prodosía) entrañaba un proceso público incoado siempre por idiôtai, esto es, ciudadanos particulares. Los cuatro principales procesos públicos que existían en la Democracia Ateniense eran, además de la traición, la malversación de fondos públicos, los malos tratos infligidos a un huérfano y la seducción de una mujer libre. Estos cuatro delitos se castigaban siempre con la muerte. En estos delitos que afectaban a toda la comunidad de Atenas, entendida como un todo unitario, se permitía y se alentaba la acusación ejercida espontáneamente por individuos particulares (idiôtai). El mantenimiento de la democracia y la prosperidad de la pólis dependían, según entendía Licurgo, de tres elementos esenciales: del código legal, del voto de los dikastas (el jurado popular) y, sobre todo, de que hubiera ciudadanos dispuestos a perseguir a los transgresores de la ley, en especial a los traidores. El mismo Licurgo se sintió obligado a acusar a Leócrates de traición por haber abandonado Atenas después de la derrota de Queronea en el 338, y no por enemistad ni por deseo de pleitear, sino por justicia y por el sentido de que los delitos que afectan a lo público ofrecen motivos públicos para la enemistad. Generalmente los acusadores públicos hacían hincapié en que actuaban movidos por un deseo de colaborar con las leyes y protegerlas. No obstante, Esquines sostenía que muy a menudo las enemistades privadas corrigen abusos públicos, aserto que, naturalmente, no aprobaría nuestra moral kantiana, pero que a la Democracia Ateniense le funcionó dos siglos. La prodosía podía consistir algunas veces en la acción de rendirse antes de tiempo, abandonando el combate o desertando en los momentos difíciles, y uno de los motivos por los que se podía presentar una eisangelía (acusación) por traición era haber entregado una ciudad, barcos o fuerzas terrestres a los enemigos. Aunque la prodosía pudiese resultar de una acción calculada, de falta de celo, pero también de circunstancias que estaban más allá del control de un hombre o de otras causas accidentales, parece que los idiôtai eran reacios a aceptar las razones por las que un jefe había abandonado una posición, u otras justificaciones, y más bien juzgaban por el resultado efectivo. A los idiôtai no les interesaba para nada las intenciones, buenas o malas que tuviesen los procesados. En el transcurso del siglo IV muchos stratêgoi fueron acusados de prodosía. La prodosía, la malversación y la aceptación de sobornos de los enemigos de la democracia fueron los motivos por los que, por ejemplo, Ergocles, un Sánchez de la época, fue acusado y condenado a muerte, y sus propiedades confiscadas en el 388. Stratêgoi como Ergófilo, Timómaco, Cefisódoto, Dionisio, Calístrato de Afidnas, Filocles, Calístenes, Leóstenes, Filón, Teótimo, y muchos más fueron condenados a muerte por prodosía. Y si se consideraba ya traición no tener valor en el combate, ¿qué se consideraría traicionar la Constitución Ateniense, tan bien analizada por Aristóteles? Y aunque parece que la mayor parte de las eisangelíai por traición (prodosía) iban dirigidas contra los stratêgoí, podían usarse también contra los rhêtores o contra cualquier ateniense o meteco (extranjero residente en Atenas). Hipérides cita la ley por la que se puede incoar una eisangelía por prodosía: «Si alguno (establece la ley) intenta destruir la democracia ateniense, o si se reúne con otros en cualquier lugar con el propósito de abatir la democracia, o forma un partido político (hetairikón: ser miembro de un partido era traición en Atenas); o si alguno entrega una ciudad, o un barco, o una fuerza terrestre o naval; o siendo rhêtôr pronuncia un discurso contrario a los mejores intereses del Dêmos ateniense, recibiendo dinero y regalos de aquellos que trabajan en contra del Dêmos ateniense, es culpable de prodosía». Incluso Demóstenes llama prodosía a «engañar al pueblo con falsas promesas» ( 49.67 ).

Llegados a este punto podemos preguntarnos si los idiôtai atenienses eran demasiado duros y vengativos contra los generales o rhêtores que traicionaban al Demos. En principio habría que valorar la actitud ateniense sobre la conveniencia de la pena capital en general. Porque en Atenas la pena capital se prescribía no sólo en casos de homicidio premeditado, sino también para infractores tales como un deudor público que ostentase un cargo oficial, una prostituta que tomase la palabra en la Ekklêsía habiendo sido previamente condenada a resultas de un procesamiento, o un ladrón que robase en plena noche o que, en pleno día, lo hiciera en un gymnásion, por un importe superior a cincuenta dracmas (más o menos 300 euros), o en el caso de propiedades públicas, por encima de diez dracmas (60 euros). A la vista de la tipificación de estos delitos, la pena de muerte a los stratêgoi y rhêtores traidores no nos parece para nada severa. Debe también tenerse en cuenta que los acusadores, en su esfuerzo por animar a los jurados populares a ser severos con los delitos alegados contra quienes participaban en la vida pública, tenían la costumbre de prevenirlos contra la indulgencia. Esquines, por ejemplo, para recalcar la gravedad de los delitos de Timarco, recordó al jurado que ciertos jurados, incapaces de defenderse a sí mismos contra la vejez y la pobreza juntas —sostenía— se habían visto inducidos a aceptar sobornos, y a causa de ello se les había condenado a muerte (Esquines 1.87-8).

Hoy la cultura de la deslealtad y la traición se ha impuesto sobre la cultura moral de nuestros padres, que advinieron y coadyuvaron a una verdadera reconciliación nacional gracias precisamente a la fe en la sólida lealtad entre todos los hombres de España. Entonces los hombres desleales eran excluidos y marginados de la sociedad por el buen gusto moral de los españoles, como malas semillas de guerra y odio social; hoy son premiados con cargos y prebendas, y honrados políticamente como pacientes de un repugnante morbo que se ha convertido en virtud de Estado.

Por encima de la caducidad e impermanencia de todas las cosas, existe una fuerza de la naturaleza y de la especie permanente, inmutable, una ley que está en todas las cosas y que las gobierna a todas, una ley que hace posible todas las leyes y que es la causa de una armonía interior que existe en el fondo del universo y, por ende, en las naciones, en las comunidades, en las familias y en todas las asociaciones humanas. Se llama lealtad. La vida virtuosa consiste precisamente en mantener la lealtad al orden universal de la Naturaleza. La lealtad basta para convertir el pesimismo en optimismo, la tristeza en alegría, a la patria en el hogar nacional, y nuestra muerte segura en una esperanza de que nuestras obras y nuestros amores se integren para siempre en la comunidad nacional como partículas constitutivas de la Nación y de la Patria. Porque nada muere bajo la ley de la lealtad, todo se concentra en el cuenco de sus manos vivificantes y en los lazos indestructibles de las almas de los compatriotas. Sólo con la lealtad conseguiremos vivir en paz, conservar la serenidad del alma en medio de las turbulencias exteriores y la dignidad de nosotros mismos. Y sólo con la lealtad conseguiremos alcanzar esa isla ética que llamamos amistad, y que es nuestro paraíso en la tierra.

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