Aunque el término sea de origen griego, a través del latín «politicus», el Mundo Antiguo, las distintas democracias griegas y la República Romana, no conoció jamás «el político» porque no existían los políticos, en el sentido que hoy conferimos a esta palabra, profesional de la política, que pertenece a un partido político y que toma decisiones políticas. Los malos historiadores que usan este término para referirse a los antiguos oradores de la Asamblea, la Boulê o el Senado, están infestados de la ideología presente, y, por tanto, miran el pasado con cristales sucios. En nuestro lenguaje late también la mundivisión del presente, que es la ideología. Y la política clásica es intraducible a nuestro lenguaje político, lleno de prejuicios y mitologías. Los mejores historiadores del Mundo Antiguo (Gibbon, Mommsen, Tovar, Ruipérez, Sinclair, Syme, Finley, Cynthia Farrar, Luce, Zielinski, Carcopino, Guizot, etc.) subrayan el extrañamiento y huyen de los paralelismos o falsos parecidos. Si un romano no nos parece más extraño que un marciano —fantasía del siglo XX— no estamos preparados para descubrir nada del Mundo Antiguo. En toda la literatura clásica sólo sale una vez, esto es, es un hápax, el termino politikós, y nos aparece, obviamente, en el género literario de la oratoria deliberativa, y no con el sentido de «político», sino con el de «hombre de Estado». Lo saca Esquines, el furibundo enemigo de Demóstenes, en un discurso que elogia a Eubulo, el mejor «comisario de fondos festivos» de la Historia de Atenas (esto es, el mejor Ministro de Hacienda), llamándolo «ho politikós» (2.184). Esquines fue uno de los grandes oradores de la oratoria ática, y si hoy presidiera el gobierno de Ucrania, no habría estallado la guerra entre Rusia y Ucrania. Pues Esquines siempre fue un componedor entre la Macedonia de Filipo, una estrella en ascenso, y la inmortal Atenas. Pero es que Ucrania tiene como presidente una parodia payasa de Demóstenes. Por Esquines sabemos también que a los ciudadanos que de jovencitos se prostituían —es decir, que habían hecho el amor por dinero— la ley les prohibía tomar la palabra en la Asamblea. Y la verdad es que tiene su lógica… Pero los políticos de hoy no han leído su discurso Contra Timarco.
Los ciudadanos que dominaban el debate en la Ekklêsía o Asamblea jamás fueron elegidos ni por los votos ni por la suerte, sino que eran simples idiôtai que querían decir algo a sus compatriotas; no tomaban decisiones, sino que presentaban propuestas para que fueran votadas por el pueblo; nunca hablaron por dinero, porque cobrar por hacer política era un delito penal, y no había partidos a los que pudiera afiliarse un ciudadano. De hecho, estaban prohibidos, tal como hemos ya señalado, en estas entregas. Un ciudadano que se dirigía al pueblo bien podía enorgullecerse de su actividad política como puro honor, sin otra recompensa que la de tratar de engrandecer y mejorar la vida de sus compatriotas. Por lo tanto, en una historia de la antigua Atenas, es mejor evitar el desacreditado término de «político», y en su lugar debemos preguntarnos: ¿Qué término(s) usaron los propios atenienses cuando se referían a sus propios líderes políticos?
El dialecto ático no incluye una palabra que cubra nuestro término «político», pero quizás la expresión rhétores kaì stratêgoí, «oradores y generales» se acerque un poco a una idea aún no degenerada. Las dos palabras a menudo forman un compuesto que se usa cuando los «líderes políticos» se incluyen bajo una sola designación. Y la frecuente yuxtaposición de rhétores y stratêgoí está atestiguada no sólo en los discursos políticos, sino también en el código legal ateniense, que incluía una regulación según la cual sólo los ciudadanos que tenían hijos legítimos y poseían tierras en Ática tenían derecho a ser rhétores o stratêgoí. No sabemos si la ley se cumplió, pero muestra que los oradores y los generales fueron concebidos como un grupo, no sólo de facto sino también de iure. Así, la frase rhétores kaì stratêgoí es el equivalente más cercano de lo que nosotros, con un término mucho más vago, muy desprestigiado y menos formal, llamamos «políticos». Aquel par de palabras conectadas indica también que el poder político en Atenas estaba en manos de dos tipos diferentes de líderes políticos. Clausewitz, cuya brillante obra revela un conocimiento profundo del Mundo Antiguo, estaría encantado de que los gestores de la política clásica se denominasen con este compuesto, en que los objetivos políticos y la herramienta para conseguirlos van juntos. De hecho, la propia expresión griega da a Clausewitz la razón de su teoría sobre la guerra.
Podía existir consenso de rhétores kaì stratêgoi en determinadas propuestas políticas y líneas de acción, pero como vamos viendo, era imposible de toda imposibilidad el consenso en el reparto del poder, en cuanto que éste sólo estaba en la Asamblea. La aberrante práctica política de lo que hoy se llama consenso (lat. consensus) entre los distintos partidos que se reparten el poder del Estado y que pretenden representar, como puro álibi de su existencia, las distintas ideologías y sensibilidades políticas que circulan por la sociedad es una despiadada y patente traición y felonía a la metodología de la Democracia. Con el término «consenso», que a algunos puede recordar el «consensus omnium bonorum» de Cicerón (Pro Sestio, 56), pero que no tiene nada que ver con aquello en que la singularidades obliteran los partidos, se pretende ennoblecer el chabacano compadreo de aquellos que elegidos por el Pueblo, tras ser señalados antes con el dedo por los jefes de los partidos, se reparten el patrimonio y las prebendas inherentes a él del Estado y las Administraciones, cediendo o «consintiendo» (consensus/consentio) la amputación generalizada de sus programas políticos —puro álibi— con tal de hincar el voraz diente en alguno de los pecios del gran queso que es el Estado y las administraciones naturales de la gran Nación española, como son los Ayuntamientos y Diputaciones. Manuel Fraga Iribarne escribió en 1952, entonces ya un jovencísimo catedrático de Derecho Político, un pequeño ensayo titulado Así se gobierna España, que presupone una dignidad de las instituciones del Estado que la corrupta partidocracia actual ha barrido por completo. Y lo que hemos visto estos días en los Ayuntamientos y Diputaciones ha llegado al puro despiporre, y desprecio repugnante a los votantes, quienes, sin embargo, llenos de una fe muchísimo más difícil e incomprensible que la que tenemos a Dios volverán a votar en julio. Así como la actividad política del consenso es la regla en las oligarquías, pues de la oligarquía ha salido el consenso, el consenso en una Democracia es una aberración y una violación del orden político y jurídico, puesto que de espaldas a los electores se pacta con los contrincantes políticos, convertidos en ese mismo momento en «socios» sobre la base de una cesión sustancial de la esencia política (los «desiderata») de los partidos votados. ¿Qué porcentaje de los partidos más votados en sus ciudades y pueblos no han obtenido la alcaldía? Ese porcentaje nos califica como parodia de Democracia. Así como el consenso fue un principio fundamental entre los jeques árabes del Medievo, o entre los señores feudales de los distintos reinos medievales europeos, sobre todo de Francia e Inglaterra —véase los grandes trabajos de Chris Wickham—, en Democracia supone una traición y una felonía al Pueblo, igual que un crimen de lesa majestad, y elimina y pervierte el fin mismo de la Democracia.
El rhetôr o político de la Antigüedad —en realidad intraducible a nuestro mundo político—, etimológicamente hablando significa sencillamente «hablante»; en el contexto de los géneros literarios significaría también «orador», y en el contexto político representaría al idiôtês que como ho boulómonos («el que quiere que se haga algo») presenta para ello una nómos o decreto ante la Ekklêsía o Asamblea, o ante los nomothetai o Tribunal Constitucional, o lleva una acción pública ante un dikastêrion o Tribunal, como synêgorós (defensor o acusador). Sensu stricto, rhêtor es un término técnico que se aplica a cualquier idiôtês que se dirija a un órgano de gobierno decisorio, y está atestiguado en varias leyes que regulan la responsabilidad de los oradores por las iniciativas que presenten. Otros vocablos que se usaban como sinónimos de rhêtor, pueden ser ho politeuómenos (el hombre que ejerce sus derechos políticos), y con menos frecuencia symboulos (simplemente consejero) y excepcionalmente demagogos (líder del pueblo). Ninguna de estas palabras tiene el mismo significado técnico y completo que rhetor. Ninguna de ellas se encuentra en leyes y decretos; están atestiguadas sólo en la retórica y la filosofía; y los tres términos se aplican específicamente a los hablantes que se dirigen a la ekklêsía, pero no a los ciudadanos que se dirigen a los nomothêtai (Tribunal Constitucional) o a los dikastêria (tribunales populares corrientes). Ho politeuómenos, sin embargo, se usa con frecuencia sobre un líder político sin referencia a ningún organismo específico del gobierno. «Demagogos«, por otro lado, es una palabra rara utilizada por los oradores en un sentido neutral sobre los hablantes en la ekklêsía, mientras que los filósofos, que tenían una baja opinión de las asambleas y el gobierno popular, fueron los responsables de dar a demagogos su significado moderno de «demagogo». Desafortunadamente, algunos historiadores modernos, siguiendo a los filósofos, han aplicado el término «demagogo» a los líderes políticos atenienses durante la guerra del Peloponeso después de la muerte de Pericles. Aunque aquellos demagôgoi de entonces eran auténticas hermanitas de la caridad en relación con los políticos que hoy padecemos. Los stratêgoi o generales, por su parte, eran elegidos a mano alzada, y gozaban de amplios poderes. Comandaban el Ejército y la marina y en las campañas de guerra eran investidos de una autoridad especial. Pero incluso en Atenas y en tiempos de paz, los stratêgoi tenían poderes muy importantes. Tenían derecho a dirigirse a la Boulê o Parlamento sin un permiso especial, y estaban facultados para convocar tanto a la Boulê como a la ekklêsía. Presidían el tribunal popular en las acciones públicas por delitos militares y en las disputas entre trierarcas —aquellos ciudadanos ricos que como obligación fiscal debían costear y equipar los barcos de guerra—, y solían ser los representantes del Estado cuando los atenienses prestaban juramento a un tratado celebrado con otro Estado. Aparte del consejo de los quinientos o Parlamento, la junta de stratêgoi era el cuerpo de gobierno más importante de Atenas. Sin embargo, sorprende encontrarlos mencionados junto a los rhétores como líderes políticos. En la democracia griega, los poderes de los «políticos» solían reducirse al mínimo. La Junta de generales, sin embargo, fue una excepción. Los atenienses no tenían el coraje de luchar bajo el mando de generales seleccionados por sorteo, por lo que los strategoi eran elegidos a mano alzada para un año y podían ser reelegidos indefinidamente, mientras que para los demás estaba prohibida la iteración en el cargo. En tiempos de paz y en la administración civil, los stratêgoi, como los otros «políticos», estaban facultados sólo para preparar asuntos y presidir el órgano de gobierno que tomaba decisiones. Pero como comandantes de las fuerzas armadas, los stratêgoi tenían amplios poderes, y aquí está el meollo del asunto: en la Atenas clásica, como en muchas otras póleis, la guerra era la regla y la paz la excepción.