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Helena Béjar: o por qué hacernos cargo

A Béjar le preocupaba la sociedad que estamos construyendo, porque en ella nos resistimos cada vez más a aceptar algunas sencillas verdades

El pasado sábado fallecía a los 67 años Helena Béjar Merino, catedrática de la Universidad Complutense de Madrid. Con ella perdíamos la que quizá era nuestra mejor socióloga en España. La causa de la muerte fue suicidio.

Helena Béjar escribió mucho y con gran tino. Pero no cuesta detectar, por entre tan copiosa producción, unos pocos Leitmotiven que resuenan una y otra vez a lo largo de sus variopintas obras.

En primer lugar, a Béjar le preocupaba la sociedad que estamos construyendo, porque en ella nos resistimos cada vez más a aceptar algunas sencillas verdades. Como que los humanos somos todos entes vulnerables. Y que, por tanto, no podemos sino depender los unos de los otros. El mismo año, 2001, en que Béjar publicó un estudio en torno a este principio (su libro El mal samaritano: el altruismo en tiempos de escepticismo), el escritor Ian McEwan expresó idéntica idea en su novela Expiación: «Una persona es, ante todo, un objeto fácil de romper y difícil de arreglar. Por mucho que creas tener el mundo a tus pies, siempre puede levantarse y pisarte a ti».

Una consecuencia de esta noción, que Helena Béjar se afanó asimismo en explicar, es que parece bien recomendable que los humanos nos hagamos cargo los unos de los otros. A nuestra socióloga le aterraba que una sociedad cada vez más repleta de bienes materiales olvidara los bienes que nos podemos hacer los unos a los otros: lo que otro sociólogo afín a ella, Robert Putnam, había llamado «capital social». (Aunque no olvidemos la crítica que muchos harían a este término; parecía que, para hacer atractivo algo como nuestros lazos sociales, hubiera de etiquetarlo bajo el nombre que parecería ya el epítome de lo único bueno: «capital»).

A estas alturas usted, amigo lector, tal vez se esté preguntando: pero ¿cómo? Esta mujer hablaba de que vivimos en una sociedad que ha olvidado la fragilidad humana, ¿mientras andamos rodeados de todo tipo de presuntas «víctimas» que se autoproclaman tales? ¿Cómo era capaz de afirmar que hayamos olvidado nuestra debilidad justo durante estos tiempos en que «mujeres, homosexuales, lesbianas, grupos étnicos, obesos, enfermos de tabaquismo y un largo etcétera que se definen como discriminados»?

El último entrecomillado, sin embargo, pertenece precisamente a nuestra autora. Asumamos, pues, que andaba lejos de ignorar tan prominente rasgo de nuestros días. Ahora bien, para Helena Béjar el victimismo actual distaba de constituir una prueba de que se haya aceptado la vulnerabilidad humana: si nos fijamos, descubriremos que esconde más bien lo contrario. Hoy muchos recurren a exhibir su debilidad… sencillamente para no hacerse cargo de la debilidad de todos los humanos. Es decir, de la de los demás también. Se trata, a menudo, de una mera estratagema.

Unida a otra, que Béjar también denunció: la del peterpanismo, la de ubicarse en una especie de niñez perpetua. Aparentemente, este recurso también parece apelar a nuestra fragilidad (¿hay cosa más frágil que un niño?), pero en realidad esconde trampa: yo me muestro endeble, infantil e irresponsable justo para no asumir mis obligaciones ante los quebrantos de los demás. Mi presunta debilidad es, en realidad, mi fortaleza: en el sentido de fuerza, sí, pero también de muralla que pongo entre yo y los otros. Estos deberán tratarme como víctima o como infante, pero ni mucho menos exigirme que sea yo el que los atienda, como adulto corresponsable que soy.

Las palabras de Béjar, ya en 2001, no podían ser más duras, pues, contra la llamada «política de la identidad» o «de la diferencia»: «Dicha política de vergonzante resentimiento grupal es la versión fraudulenta del privilegio. Así, esboza una suerte de sociedad de castas al revés donde el hecho de haber padecido un daño reemplaza a las ventajas de la cuna. La víctima actual se sitúa en un estado continuo de reclamación, de demanda de derechos que encubren una cada vez más extendida afición a la asistencia». El problema del victimismo actual no es que ponga nuestras debilidades humanas en primera plana. Es que lo haga tan solo para recibir ayuda, en lugar de ayudar.

Por si todo esto no fuera suficiente, Helena Béjar atizaba otro mandoble al individualismo de nuestra época. Lo hacía también en El mal samaritano, y daba con ello sentido a tal título. Al estudiar las justificaciones que proporcionaban muchos jóvenes voluntarios en oenegés o servicios sociales cuando se les preguntaba por qué dedicaban su tiempo a los demás, nuestra socióloga descubrió cierta pauta un tanto acongojante. Buena parte de tales «samaritanos» en realidad ofrecían razones bien egocéntricas para su labor: «me realiza», «me hace sentir mejor», «me ayuda a conocerme a mí mismo». Para Peter Pan, ayudar es bueno porque Peter Pan se siente bien al hacerlo. No porque el otro lo necesite. O porque Peter Pan tenga el deber de ayudar.

Alguna vez he escrito ya sobre la obra literaria que, a mi juicio, mejor ayuda a combatir esas sensiblerías: el Diario de una buena vecina, de Doris Lessing. La exitosa protagonista de tal novela, directora de una revista femenina de moda, se pone en un momento dado a cuidar a su vecina cascarrabias, harapienta, cuya mera presencia le repele. Y no lo hace porque así se sienta mejor, ni porque «se realice», ni tampoco porque aprenda algo de semejante gruñona. No hay empatía ni reconfortante cariño entre ambas: todo las separa. Pero la periodista famosa ayuda a su vecina engorrosa por un simple motivo: ella es la única persona que la puede ayudar. Este descubrimiento recuerda a aquella anécdota de la I Guerra Mundial, según la cual un joven austriaco, adiestrado en las armas durante semanas, cuando por fin fue puesto a disparar contra el enemigo, se volvió entonces con absoluta sorpresa ante sus superiores: «Pero… ¡si hay gente ahí!», exclamó. Había caído en la cuenta de que disparar no iba solo de acertar en una diana de papel. También la protagonista de Doris Lessing cayó en la cuenta, de repente, de un hecho a menudo ignorado en nuestras grandes ciudades: que al otro lado de su pared había una persona. Y Helena Béjar parecía querer decirnos lo mismo. «Pero ¿no os dais cuenta de que hay mucha gente a vuestro derredor?».

La herramienta con la que ella pensaba que podríamos hacernos cargo los unos de los otros era el civismo; eso que en filosofía política llamamos «republicanismo», pero que no tiene mucho que ver con si preferimos que el jefe del Estado sea un Alfonso XIII o un Niceto Alcalá Zamora. Lo dejaba claro su libro El corazón de la república: avatares de la virtud política, del año 2000.

Allí se comprobaba que las virtudes «republicanas» o «políticas» por las que Béjar apostaba equivalían a las de un “sano” patriotismo, uno que necesitaba, para que la autora lo considerara eso, «sano«, prescindir de toda referencia a identidades, lengua, historia, linaje ni patrimonio: un patriotismo sin patria, vaya. Noción esta, la de patria, que para Helena Béjar, como para tantísimos otros de su generación, ha tenido siempre resonancias inquietantes. Ya saben, les resultaba y resulta un tanto «peligrosa», «franquista», «nacionalista» o «ultraderechista».

Tampoco fue generacionalmente original Béjar a la hora de sustituir esa patria como motivo para preocuparnos los unos de los otros: en su opinión, la clave para ese cuidado mutuo debía ubicarse más bien en instancias como las «leyes», la «Constitución», la «democracia que nos hemos dado», la «ciudadanía»… Es el tipo de sintagmas a que tanto nos han habituado en España cuando alguien quiere darnos motivos para ligarnos a nuestros connacionales, mas sin mentar siquiera (¡uy, qué peligro tiene!) a la nación.

Un buen libro para conocer la preocupación de Béjar por nuestro país se titula, precisamente, La dejación de España: nacionalismo, desencanto y pertenencia. Publicado en 2008, se basaba en el estudio de varios grupos focales. Uno de ellos estaba compuesto por «nacionalistas españoles»; otro, por nacionalistas «periféricos»; uno más, lo formaban individuos fuertemente autonomista; y, por último, se estudiaba también el grupo por el que Béjar no ocultaba sus preferencias: aquel, más culto y urbano, que para expresar su ligazón a España aludía sobre todo a las leyes comunes, la Transición, el pluralismo y la huida de toda identidad fuerte.

Si nos volvemos a fijar en el año de publicación de este estudio, 2008, notaremos enseguida que acababan de nacer dos partidos, Ciudadanos y UPyD, que intentaban articular precisamente ese tipo de españolismo. Sin embargo, el libro de Helena Béjar apenas tuvo recepción por parte de tales formaciones políticas. Albert Rivera andaba aún demasiado preocupado en deshacerse de la influencia de los intelectuales que habían propiciado, manifiesto mediante, el nacimiento de Ciudadanos; así que no estaba él como para aupar entonces a otra intelectual. En cuanto a Rosa Díez, bueno, tanto ella como su gurú, Martínez Gorriarán, mostraban ya la autosuficiencia en que acabaría enfangándose UPyD tan solo 7 años más tarde, así que como para ponerse a escuchar consejos de otros estaban en 2008 ellos dos.

Si los teóricamente afines mostraron esta dejadez ante La dejación, qué menos cabía esperar del diario El País y sus satélites, donde ocasionalmente Béjar escribiría, y que no simpatizaba demasiado con ese movimiento de ideas políticas que venía a desafiar de una manera nueva al PSOE. El libro, pues, pese a sus indudables méritos, pasó sin pena ni gloria. Y los textos de nuestra socióloga se fueron ocupando cada vez más de la soledad; de los remedios facilones para la felicidad que ofrece la pujante literatura de autoayuda; del mandato que parece imponérsenos hoy de mostrarnos felices; de la culpa que, por no disfrutar la vida, se echa a hombros del infeliz.

«La soledad conlleva un estigma«, escribía Béjar hace apenas cuatro años. “El solitario incita desconfianza, la sospecha de que su aislamiento es un estado merecido. Engendra tristeza y la depresión, estados ‘negativos’ que la cultura de lo ‘positivo’ juzga como reprobables. […] Por eso quienes están solos ocultan su vergonzosa condición: algo habrán hecho para estar así, no son ‘positivos’, ‘flexibles’, son ‘tóxicos’ y su mal puede ser contagioso. Las fuentes del sufrimiento ya no se buscan en el exterior social (la ausencia de la familia, el abandono de la pareja, la falta de amigos por el paso del tiempo) sino en los déficits de las víctimas”.

Luego, ya en 2022, pugnaría esta catedrática contra el liberalismo, al que acusaba de «cruel», «ramplón», e «irresponsable», de nuevo en El País. ¿El motivo? La apuesta por la hostelería, por las terrazas, por el «nos vemos en los bares», que había caracterizado durante la pandemia la, a su juicio, muy pecaminosa Comunidad de Madrid.

Y es curioso que, de nuevo, nos encontremos ahí con una Béjar que acierta en los diagnósticos (pocos cuestionarán la epidemia de soledad que asola nuestra época), pero fallara, concienzuda, en las terapias. Se podía ver a esta socióloga lamentar que nuestras tasas de asociacionismo no sean las escandinavas, que los sindicatos o partidos tengan muchos menos afiliados que en otros países «de nuestro entorno», y que por lo tanto, en su opinión, los males de los solitarios se vean agravados en suelo español.

Pero, por motivos que se me escapan, esta investigadora no era capaz de detectar que, simplemente, en España no es tan nuestro eso de juntarnos unos con otros en asociaciones, organizaciones, instituciones o formaciones. Que estriba más bien en la familia, el bar, los amigos, los conocidos —e incluso los recién conocidos— nuestro modo particular (o, mejor dicho, nuestro modo mediterráneo) de combatir la soledad. Que no necesitamos tener un carné (de partido, sindicato, amigos de Mozart u observadores de pájaros) para salir de nosotros mismos. Que esas terrazas o esos locales por ella tan detestados son también el sitio donde se construye el (por ella tan apreciado) «capital social». Que las tasas de depresión, de consumo de ansiolíticos, de suicidio son, en muchos de esos otros países tan asociacionistas, preocupantes. Y que en España, donde también están aumentando vertiginosas, lo hacen a la par de que se pierden entre la juventud (y no solo la juventud) los modos tradicionales de divertirse, de conocerse, de coquetear y de salir.

Los errores de tratamiento en farmacología pueden resultar trágicos; los errores en sociología tampoco se deben menospreciar. Descanse en paz, Helena Béjar, y figure ya en el panteón de nuestros grandes maestros. Aprendamos de ella a hacernos cargo los unos de los otros, aunque sea de maneras que no coincidan del todo con el modelo que ella defendió, una y otra vez, como ideal.

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