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Henry Kissinger y el mejor argumento contra Hitler

El impacto negativo de la visión kissingeriana de la geopolítica va más allá de que las bombas maten a inocentes: es un impacto moral

Muchos de sus enemigos alegan que el fallecimiento de Henry Kissinger ha dejado al mundo sin un perfecto imputado ante los tribunales internacionales de crímenes contra la humanidad; pero ninguno podrá jamás negar jamás que con Kissinger se ha ido uno de los mejores diplomáticos y escritores sobre relaciones internacionales de todos los tiempos.

El genio de Kissinger es obvio en los muchos de sus libros que he leído, pero es particularmente evidente en un capítulo del que tal vez sea su obra maestra, Diplomacia, un grueso estudio publicado en 1995 sobre varios casos de relaciones internacionales en diferentes momentos claves de la historia, que examina las decisiones de los participantes desde un ángulo de puro realismo: lo que se ha dado en llamar, usando la expresión alemana, realpolitik.

Cada capítulo de Diplomacia tiene su interés y sus puntos atractivos, pero hay uno que llama la atención sobremanera, que es el capítulo sobre el ascenso de Adolf Hitler, no al poder en Alemania (lo que está fuera del ámbito de estudio del libro), sino a la posición dominante en Europa que logró en solo seis años sin disparar un tiro (quitando las bombas de la División Cóndor en España), entre 1933 y 1939.

Es fácil sospechar que Kissinger, judío huido en la adolescencia del nazismo, escribiría con acritud y desprecio sobre Hitler, pero no lo hace: como con cualquier otro sujeto del libro, Kissinger examina la política y decisiones de Hitler con total frialdad, sin simpatía y sin hostilidad, desde el punto de vista de las opciones geopolíticas disponibles y las reacciones predecibles a determinados actos. Es una obra maestra del análisis político ex-facto que es de lectura recomendable para todos y debería ser obligatoria para todo estudiante de relaciones internacionales.

La conclusión de Kissinger es sorprendente. Muchos expertos durante años han destacado la extraordinaria capacidad de Hitler para intimidar a sus rivales y enemigos, para obtener concesiones mediante amenazas y medias verdades o mentiras. La versión de consenso de esta idea sería: durante esos seis años, Hitler fue muy exitoso con sus tácticas mafiosas y logró muchas concesiones de las democracias occidentales e incluso la URSS, pero la racha se acabó cuando se pasó de la raya con Polonia. Esto, argumenta Kissinger, es no haber entendido nada.

Kissinger se fija en la situación de Europa tras el Acuerdo de Versalles que ajustó fronteras y relaciones después de la I Guerra Mundial. Su visión es que Versalles fue un desastre que llevó directamente a la II Guerra Mundial no solo porque humilló a una potencia como Alemania mucho más allá de los necesario y recomendable, sino porque además le rodeó de paisitos pequeños, nuevos y casi indefendibles.

La situación a mediados de los 1920, cuando Alemania surgió de sus problemas post-bélicos, era perfecta para que recuperara una posición de prominencia en Europa y, de hecho, Kissinger concede que otros políticos alemanes (aunque no Hitler) lo vieron así: Austria, Checoslovaquia, Hungría, los Países Bálticos… eran todos ovejas que caerían fácilmente bajo control del pastor alemán, siempre que Alemania jugara sus cartas con paciencia y astucia.

No había forma de que ninguna otra potencia defendiera a estos estados (todos odiaban a Rusia/URSS y están muy lejos de EEUU o el Reino Unido) y todos dependían económicamente de Alemania, la gran potencia industrial y mercantil por cuyo territorio atraviesan los grandes ríos centroeuropeos (Elba, Rhin…) que permiten el transporte de productos pesados gratis corriente abajo hasta los puertos de exportación internacional.

Alemania no necesitaba intimidar, asustar y absorber a estos paisitos, sino que solamente necesitaba meterlos en su órbita con una dosis hábil de palos y zanahorias, hasta que el sueño del II Reich del Kaiser, controlar toda Centroeuropa, se hiciera realidad sin necesidad de conflicto alguno.

En lugar de hacer esto, Hitler entró como un elefante en una cacharrería, se aseguró la desconfianza primero, y el odio después, de las potencias occidentales. Y se dedicó a subir la temperatura bélica hasta llegar a un conflicto absolutamente innecesario con quizás el único régimen que era más de derechas que el III Reich nazi: la Polonia ultraconservadora de entreguerras.

La visión convencional, explica Kissinger, es que Hitler era un nacionalista obsesivo alemán que por intentar lograr que su país controlara Europa desencadenó un conflicto inevitable; pero para Kissinger el problema es que Hitler era una persona semianalfabeta, con muy poco conocimiento de las relaciones internacionales, que logró por las malas lo que podría haber conseguido por las buenas e hizo que un conflicto que nadie quería fuera al final un conflicto que nadie pudo eludir. Hitler no era un genio del mal: era un bobo malvado.

Francisco Franco, he de decir, estaba en línea generales de acuerdo con las apreciaciones de Kissinger, aún sin haberlas leído porque aún no las había escrito. Franco simpatizaba mucho con Polonia, y la prensa oficial española recibió con bastante frialdad el ataque alemán a una potencia católica amiga, llegando incluso a elogiar el heroísmo polaco pese a las abrumadoras dificultades.

De hecho, el aventurerismo de Hitler en Polonia contribuyó en gran medida a debilitar el fuerte apoyo inicial de Franco al nacionalsocialismo. Cuando ambos líderes se reunieron en Hendaya, el 23 de octubre de 1940, en la cima del éxito nazi, Franco citó repetidamente la hostilidad y las provocaciones del ausente Mussolini contra Grecia, que pronto resultarían en la desastrosa guerra greco-italiana de 1940-41, iniciada cinco días después de esa cumbre, como otra señal de que al Eje le faltaba seriedad.

Franco se negó rotundamente a unirse al Eje, porque no quería unir su destino al de aficionados como Hitler y Mussolini, lo que finalmente tuvo consecuencias muy perjudiciales para el esfuerzo bélico fascista, como temía Hitler. La División Azul tuvo apenas un impacto testimonial en la guerra. Como escribió Stanley Payne en su biografía de Franco, se puede obtener una perspectiva completa de los problemas que enfrenta la neutralidad española comparando la actitud de España con la de la progresista Suecia, “que en ciertos aspectos acomodó la presión alemana en mayor medida que España”.

Los líderes post-nazismo de Alemania sí que tuvieron la ocasión de leer a Kissinger, y en la arquitectura de la Unión Europea (basada en paisitos indefendibles por sí solos que están atados a la moneda y política industrial del gigante exportador centroeuropeo) se puede ver que sacaron beneficio de sus enseñanzas.

Todo lo anterior no quiere decir que Kissinger fuera un santo ejemplar que acertó en todo lo que hizo y dedicaba su tiempo libre a cuidar gatitos abandonados. Los que atacan a Kissinger por el coste humano de sus consejos políticos (como la escalada post-1968 en Vietnam, incluyendo la muerte de decenas de miles de civiles camboyanos y laotianos en bombardeos manifiestamente excesivos) no yerran del todo.

Sin embargo, es importante entender que el impacto negativo de lo que podríamos llamar la visión kissingeriana de la geopolítica va más allá de que las bombas maten a inocentes: es un impacto moral.

Kissinger, por ejemplo, apoyó y coordinó las conversaciones primero secretas y luego públicas que llevaron al acuerdo entre Richard Nixon y el líder chino Mao Zedong, quien no precisa presentación, que desembocó en el aislamiento de la URSS y sus satélites europeos y eventualmente hizo tanto en favor de la victoria estadounidense en la Guerra Fría. Esto tuvo un coste geopolítico pero sobre todo un coste espiritual sobre un país, EEUU, que se había visto a sí mismo como un faro de la libertad.

EEUU, como otros países, había escrito ya muchas páginas negras en su historia antes de que él llegara, pero nadie tuvo la habilidad y el talento de justificarlas tan bien como Kissinger justificó todo lo horrible que ocurrió mientras tuvo influencia política. Llama la atención que, al escribir sobre su ídolo, el canciller decimonónico austriaco Klemens Von Metternich que tanto se esforzó por frenar el ascenso de las ideas revolucionarias en Europa, Kissinger le culpa de haber sido insuficientemente agresivo:

”A Metternich le falta el atributo que ha permitido al espíritu trascender un callejón sin salida en tantas crisis de la historia: la capacidad de contemplar un abismo, no con la imparcialidad de un científico, sino como un desafío a superar o perecer en el proceso”.

El legado de Kissinger es de ingenio y clarividencia, pero también de vacío moral, de aceptación de que todo lo que se haga por ganar y superar el desafío es lícito: encontrar discusiones sobre los fundamentos morales de sus decisiones es casi imposible en sus libros. Kissinger convirtió la realpolitik en algo demasiado seductor, y ahora Occidente está gobernado por gente que te mira con sorpresa si les preguntas por la base ética de sus actos.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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