Desde Píndaro, ya nos suena aquello de “hazte quien eres, como aprendido tienes”. Y, sin embargo, miles de años seguimos dando vueltas y más vueltas alrededor de la cuestión, preguntándonos cuál es la vida buena, qué camino conduce (y es) la meta y por qué merece la pena vivir. Y seguimos haciéndolo ¡en pleno siglo XXI!, que diría algún adanista. Podríamos replicarle que sí, que volvemos a lo mismo de siempre, pero para nuestra fortuna, porque, de no hacerlo, habríamos mutado en otra especie y nos perderíamos tantas discusiones contemporáneas, como las que inicia Jorge Freire (Madrid, 1985) en sus libros.
El más joven de nuestros clásicos, a decir de Javier Gomá, acaba de publicar Hazte quien eres, su segundo título. Junto con Agitación, Freire diagnostica los males de nuestros días y, además, desarrolla la máxima de Píndaro con una serenidad y lucidez que no deberían hacer justicia a su juventud, según la pobre mente del indigente posmoderno. Conversamos con él sobre su última criatura literaria, un código de costumbres para hacernos quienes somos; es decir, herederos de inmerecidos tesoros de incalculable valor.
Hazte quien eres, se titula su libro. Algún lector podría decir: pero, ¿quién soy?
No hay pregunta más difícil de responder. Y, con todo, vale la pena el tenaz empeño de intentarlo. Quien no se conoce es incapaz de encontrar su vocación, el sentido de su existencia y su lugar en el mundo.
Reivindica la costumbre, que tiene algo de cotidiano e incluso de tedio. ¿Por qué es buena? ¿Puede ser también atractiva?
Nietzsche decía que la felicidad se reduce a la costumbre de ser feliz. Lo mismo puede decirse de la virtud. La persona virtuosa no tiene que hacer esfuerzos ímprobos para serlo. Las costumbres morigeradas la empujan a ello. Sobra decir que solo un necio confunde la nobleza de la costumbre con la vileza mecánica de la rutina. El hábito hace al monje y el chándal, al deportista…
Muchos coinciden en que uno de nuestros males es el infantilismo, que se expresa en la frustración y la queja constante. Usted, por contra, aboga por “poner al mal tiempo buena cara”. ¿Urge recuperar el estoicismo?
Mi madre me enseñó a hacerlo cuando era pequeño y me ha venido muy bien. Si tocaba clase con algún profesor que me aburría, le hacía una caricatura. Si tenía algún trabajo alienante, trataba de echar el rato con los compañeros. Si algún proyecto fallaba, pasaba a otra cosa. Hacer de tripas corazón no es poca cosa cuando pintan bastos.
Otra cara de la misma moneda es el consumismo cultureta. Seguimos modas intelectualoides y acabamos picoteando, de manera superficial, sabiendo poco de mucho y mucho de casi nada. ¿Cómo alcanzar el sosiego de Gómez Dávila, para quien, como recoge en su libro, casi nada carece de interés y casi todo de importancia?
Cultivando la curiosidad. Me deja perplejo la retórica del desencantamiento en un mundo tan rico y tan ancho como el que nos ha tocado. ¿Que los tomates ya no saben como los de su infancia? ¿Que el fútbol ya no es lo que era? ¿Que el cine se ha echado a perder? Deje de llorar, por favor, y mire los rompecabezas que resuelven los cuervos de nueva Caledonia, o la sonda que han enviado más allá de Neptuno, o las cosas que está dibujando Gabriel Hernández Walta. Viviría mil años solo para profundizar en todas las cosas que me interesan.
¿Nos falta serenidad, como defiende en su anterior libro, Agitación?
Nos falta aprender la sabiduría inmortal / de quedarse quieto, como rezan los versos de Bousoño. Y una sociedad basada en la inmediatez y el hedonismo a corto plazo no nos lo va a enseñar.
En este código de costumbres, defiende la importancia de la buena mesa, pero, sobre todo, la del hogar. ¿Todos necesitamos llevar una vida doméstica?
Donde hay comunidad hay comedor. ¿Qué es el hogar sino la lumbre en torno a la que se hace la vida en común? La gastronomía no es cocina, sino culto a la técnica. Por eso el restaurante, haciendo honor a su nombre, restaura las energías del comensal, pero no su alma, porque come solo.
Habla de la importancia de las virtudes y desmonta la estafa de los valores, y se agradece. ¿Cómo compaginamos la aspiración a una vida virtuosa con la comprensión con nuestros defectos y pecados? ¿Hay que aprender a ser un poco hipócritas?
¿No decía Dostoievski que no se puede escribir sin piedad? En general, no se puede juzgar a los demás, ni a uno mismo, sin una cierta comprensión. Una dureza excesiva impide cualquier enmienda.
Todos tenemos ombligo, nos debemos a muchos. ¿Es posible un enraizamiento sano, o necesariamente tendemos o al individualismo o a la exaltación de las identidades colectivas?
Quien carece de raíces firmes flota sin rumbo en aguas oscuras. El desencanto de mi generación se debe, en buena medida, a ese camelo que nos contaron acerca de ser livianos, mercuriales y fluctuar, como el capital, sin ataduras ni obligaciones. ¿Eres por ti y a nadie debes nada? Pues deja de taparte el ombligo y recapacita. No hay peor vicio que la ingratitud. Todos estamos en deuda con nuestros deudos.
¿Hacerse quien es será una aspiración común en algún momento?
No lo creo. Uno quizá no nazca solo, pero sin duda se hace solo. La sociedad siempre tiende a adocenarte. De ahí tantas personas que, por evitar la dura brega de cincelar el carácter, que es a todas luces una tarea escultórica, lucen pétreas, desgastadas y uniformes, como cantos rodaos. Si no te haces, la vida te hace.