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La impunidad de matar a presidentes en España

Sorprende la renuencia del Estado a investigar los magnicidios y llegar hasta la trama civil respectiva

España es el país de Europa donde más influencia ha tenido y tiene el terrorismo: entre 1870 y 1973, cinco presidentes de Gobierno fueron asesinados: el general Juan Prim (1870), Antonio Cánovas del Castillo (1897), José Canalejas (1912), Eduardo Dato (1921) y el almirante Luis Carrero (1973). Aunque también hubo magnicidios en Rusia, Italia, Austria y Francia, pero sólo en España el terrorismo fue una lacra que se mantuvo durante décadas y con la que los distintos regímenes se acostumbraron a convivir y los poderes fácticos a sacar beneficios.

De esos cinco magnicidios, cuatro los cometieron pistoleros de izquierdas (el de Prim fue un asesinato realizado por algunos masones camaradas suyos). En tres (los de Prim, Canalejas y Carrero) no hubo juicio a los culpables. En dos (los de Prim y Carrero) se perdió el sumario durante varios años. Y uno, el de Carrero, se cerró con una amnistía aprobada por las Cortes Constituyentes.

Sorprende la renuencia del Estado (Gobierno, policías, fiscales, jueces…) a investigar los magnicidios y llegar hasta la trama civil respectiva. Al menos en Estados Unidos hay comisiones de investigación del Parlamento sobre los magnicidios y los documentos son accesibles al público. Por el contrario, en España los documentos desaparecen, las pruebas no se realizan (tanto en el atentado de Carrero como en el del 11-M) y muchos de los ejecutores mueren o los matan.

Es lo que les ocurrió a Manuel Pardiñas Serrano, asesino de Canalejas, y Mateo Morral, asesino de 23 personas en la calle Mayor de Madrid con una bomba contra Alfonso XIII (el Frente Popular rebautizó esta calle durante la guerra civil con su nombre); ambos murieron en sendos suicidios oficiales pero de heridas incompatibles con el suicidio. También se suicidaron en un piso de Leganés los supuestos terroristas del 11-M antes de ser detenidos. A José Miguel Beñarán, Argala, jefe del comando etarra que cometió el atentado de 1973, lo mató un grupo parapolicial en 1978.

De esta manera las indolentes autoridades españolas pueden cerrar sus pesquisas sin llegar a los autores intelectuales. Y sin dejar testimonios o documentos que puedan servir de pistas a otros investigadores.

La guinda la suelen poner los partidos del poder cuando se oponen a recordar a las víctimas. Por ejemplo, al cumplirse el centenario del asesinato de Dato, el grupo parlamentario de VOX propuso al Gobierno de Sánchez y de Iglesias homenajear al político conservador, y las izquierdas se negaron. No es casualidad que los terroristas también lo fueran. La izquierda siempre protege a sus delincuentes, sean pistoleros como el capitán Fernando Condés, jefe del comando parapolicial que asesinó a José Calvo Sotelo o sean los condenados por corrupción de los ERE andaluces.

LA OPOSICIÓN APLAUDE

Después de unos momentos de asombro y hasta de miedo a posibles represalias, la izquierda hizo uno de esos análisis despiadados a los que nos tiene acostumbrados. El asesinato por ETA del presidente Carrero Blanco y de sus dos acompañantes, los policías Juan Antonio Bueno y José Luis Pérez, merecía disculpa y hasta aprobación, porque posibilitó el paso a la democracia. En opinión de muchos miembros de la oposición, los etarras hicieron el trabajo sucio que ellos no se atrevían a realizar.

Como ha escrito Pío Moa, para gran parte de la izquierda y, por supuesto, para los nacionalistas vascos, ETA fue uno de los suyos.

En su prólogo al libro Golpe mortal. Asesinato de Carrero y agonía del franquismo, Juan Luis Cebrián, ex redactor-jefe del diario de los sindicatos franquistas Pueblo y ex director de los servicios informativos de TVE nombrado por el sucesor de Carrero muestra esta peculiar moral. Sostiene que el asesinato de tres personas fue malo, pero que su crueldad desaparece porque fue “una ayuda real” para acabar con el régimen franquista del que él y su padre vivían:

“En absoluto puedo estar de acuerdo con la crueldad del método utilizado por ETA, pero es difícil hurtarse al reconocimiento de estas cosas y no puedo aceptar que una valoración política de ese género constituya un error (…) La oposición democrática no se equivocó en absoluto cuando interpretó el asesinato de Carrero por la organización terrorista como una ayuda real al posterior establecimiento de la democracia.”

En la alabanza del sacrificio de tres personas para conseguir esa democracia en la que él tanto ha prosperado, Cebrián coincide con los etarras que justificaron su delito en el libro Operación Ogro.

TERRORISTAS ALIADOS DE LA OPOSICIÓN

Sin embargo, en el mismo libro Golpe mortal, Fernando Savater destaca que ese atentado hizo más mal que bien al resto de los españoles:

“Pues a lo que contribuyó decisivamente el magnicidio, con su espectacularidad simbólica y su perfección técnica casi milagrosa, fue a la promoción de la organización terrorista que lo había llevado a cabo. Y hoy sabemos ya sin lugar a dudas que ETA es un peligro para la democracia más formidable de lo que el almirante Carrero Blanco pudiera haber llegado a serlo jamás. El atentado impresionó hasta la exaltación el subconsciente político (…) de cierta izquierda radical europea, siempre nostálgica de una insurrección salvadora que la libere de la rutina parlamentaria.”

Los efectos del atentado se extendieron más allá de Europa. Como subraya el periodista Florencio Domínguez, uno de los mayores expertos en ETA, los jefes de los grupos guerrilleros de Iberoamérica, como las FARC, y los cárteles de la droga contrataron varias veces a etarras para que instruyeran a sus sicarios en la técnica del coche-bomba.

CARRERO ESTABA DISPUESTO A MARCHARSE

¿Pero habría sido Carrero un obstáculo en los planes del príncipe? Lo que sabemos indica lo contrario.

José Miguel Ortí Bordás, que fue jefe nacional del SEU y subsecretario de Gobernación (1976-1977), da la siguiente opinión en sus memorias La Transición desde dentro:

“Carrero era un político inmovilista, que no estaba hecho para volar solo ni para adoptar decisiones trascendentales y que carecía de visión de futuro, pero Carrero era, ante todo y sobre todo, un militar, incapaz de oponerse a la orden de un superior. Jamás Carrero se hubiese permitido a sí mismo desatender no ya una orden, sino una mera indicación o sugerencia del jefe de las Fuerzas Armadas. De manera que soy de la opinión de que Carrero hubiese dimitido como presidente del Gobierno tan pronto el Rey se lo hubiese solicitado, sin oponer la menor resistencia y sin protesta alguna, con lo que hubiera quedado expedito y completamente libre para el Rey el camino de la reforma y de la democracia.”

En sus Apuntes de un condenado por el 23-F, el coronel José Ignacio San Martín, jefe del SECED (Servicio Central de Documentación), aporta un punto de vista militar sobre el estatus de Carrero en las Fuerzas Armadas:

“Además, no era un militar en activo. (…) En mi opinión, el Rey no hubiera mantenido a Carrero al frente del Gobierno, y aunque el almirante, en uso legítimo de sus derechos, hubiera querido agotar sus cinco años de mandato, se habría visto obligado a dimitir, porque le habrían faltado apoyos, incluso de las Fuerzas Armadas, cuyos mandos se habían identificado con el Soberano. En resumen, ni siquiera habría presidido el primer Gobierno de la Monarquía.”

En la biografía del rey Juan Carlos escrita por José Luis de Vilallonga, el primero se confesó de la siguiente manera:

“Pienso que Carrero no hubiese estado en absoluto de acuerdo con lo que yo me proponía hacer. Pero no creo que se hubiese opuesto abiertamente a la voluntad del Rey. Simplemente, hubiese dimitido.”

Cuanto más nos acercamos a la intimidad de Carrero más claro era el compromiso de Carrero para presentar la dimisión a Juan Carlos una vez hubiese sido proclamado rey.

TESTIMONIOS DEL GOBIERNO Y EL PARDO

El ex ministro José Utrera Molina escribió en Sin cambiar de bandera que el príncipe había arrancado a Carrero la promesa de dimitir con apelaciones a su lealtad:

“Cuando escuché de labios de la duquesa de Franco esta referencia que Carrero, al parecer arrepentido, le dio, me quedé consternado. Meses después de su toma de posesión, el almirante tuvo una audiencia con el entonces Príncipe de España, quien le pidió que si se producía el fallecimiento de Franco, esperaba de su lealtad la presentación de su renuncia. Carrero accedió. Lo que Franco consideró atado y bien atado, de hecho quedó roto.”

Y Carmen Franco, la hija del generalísimo, reveló lo siguiente en Franco, mi padre:

“(…) Carrero era una persona que además no habría continuado después de la muerte de mi padre. (…) Yo con Carrero sí hablé alguna vez y él decía que [habría dimitido] inmediatamente, que él había servido a mi padre, pero que el príncipe de España, como le llamaban, el príncipe Juan Carlos necesitaba otra gente totalmente diferente a él. (…) Que no era la persona adecuada. Que el príncipe necesitaba una persona totalmente suya, no anterior.”

EL MAGNICIDIO FUE UN ÉXITO

¿Cabe deducir, por tanto, que el magnicidio fue inútil? En absoluto. Uno de los latiguillos más idiotas que ha producido la democracia española es el de que “los etarras no conseguirán nunca lo que quieren”.

Lo cierto es que los resultados de la transición (amnistías, ley electoral, promoción de la izquierda encarnada en un PSOE refundado por la CIA y el SECED y de los separatismos) y el contenido de la Constitución (Estado de las Autonomías, derechos históricos, partitocracia…) no habrían sido los que son de no haber existido el terrorismo etarra.

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