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Occidente y el nombre de las cosas

La pregunta de Abascal fue la intervención política más importante de nuestra vida nacional desde hace años

Cuentan que cuando Occidente se topó de golpe con el inescrutable Oriente, tras la victoria de Alejandro sobre el rey indio Poro, un hoplita griego se sentaba a escuchar a un gurú hindú explicando los principios de su intrigante teología.

Todo lo que llamamos «realidad», le enseñaba paciente el gurú, es en verdad ‘maya’, ilusión, una red de apariencias que ocultan la verdad, que no es otra que el todo inmutable. Cuando el arquero dispara la flecha y da en la diana, no aprecia que, en verdad, él y la diana y la flecha son una sola y misma cosa, de modo que ni él ha disparado ni la flecha se ha clavado en el blanco. Yo soy tú, y tú eres Brahman. Y así durante un largo espacio de tiempo durante el cual el griego no hizo el menor comentario hasta que hubo acabado de hablar el indio, momento en el que le derribó de un certero puñetazo. Cuando el indio se levantó, desconcertado, le preguntó a cuento de qué le había pegado, y el griego, con toda la calma del mundo, le respondió que no le había pegado, que nadie le había pegado, porque su puño y la cara del gurú eran una sola y misma cosa y todo había sido mera apariencia. Occidente, 1; Oriente, 0.

La intervención más importante de Santiago Abascal en el debate a tres (a dos contra uno, mejor) consistió en la más sencilla de las preguntas: ¿qué es una mujer? Borren eso: fue la intervención política más importante de toda nuestra vida nacional desde hace años, en todo Occidente, la más urgente, necesaria, transcendental. Si uno no sabe qué es una mujer, hablar de «la lucha de la mujer» es perfectamente absurdo, el feminismo se vuelve absurdo, un flatus vocis sin objeto. Más: si uno no sabe qué es una mujer, algo de lo que más o menos todos tenemos una experiencia continua y abundante, no hay razón para que sepa qué son barcos, lacres y zapatos, reyes y repollos.

La mudez desconcertada de la pareja de izquierdas ya no es novedad. En el proceso de confirmación en el Senado de la candidata de Biden para el Tribunal Supremo, Ketanji Jackson, una senadora le preguntó si podía decir qué era una mujer, a lo que la jurista respondió que no, porque no era bióloga. No siendo tampoco zoóloga, damos por hecho que no sabrá qué es un gato, y que podría perfectamente confundir uno con un sombrero, una ignorancia no exenta de riesgos en la vida cotidiana.

Por eso la pregunta de Abascal, la incapacidad de responder de Sánchez y Díaz, es más importante que cualquier otro asunto que se quiera solventar en estas elecciones, más grave que el PIB o el paro; más que la sanidad, más que las pensiones. Porque, por citar a un conocido maestro oriental (para compensar la anécdota inicial), Confucio, si se quiere lograr el buen gobierno hay que comenzar por devolver su verdadero significado a las palabras.

Se podría alegar, y se ha hecho con elocuencia, que desdibujar la diferencia entre los sexos, la mismidad de cada uno de los dos únicos sexos, es dar al traste con la institución fundacional de la propia civilización, y es cierto. Pero el problema va más allá, porque significa la absoluta desconexión del discurso con la realidad, y eso es mucho más grave y aboca a un desastre aún más rápido.

Se suele ver a la izquierda como una rebelión contra las estructuras que han construido nuestra civilización, una fuerza con una idea más clara de lo que quiere destruir que de lo que quiere crear a continuación, y por eso El Capital describe minuciosamente el capitalismo y cómo camina hacia su gozosa perdición, página tras página del indigerible mamotreto, pero despacha el estadio final, el comunismo y las mañanas que canta en una pocas líneas vagas y apresuradas.

Quizá lo fuera un día, aunque tengo mis dudas; hoy es, sin más, una rebelión contra la realidad. Por eso se nos pide -le pedía Sánchez a Abascal- que «creamos» en la Ciencia, así, con mayúsculas. Pero la Ciencia no va de fe, no la de verdad. Al contrario: la ciencia es un método del saber material que avanza con el contraste, que prospera y se afina y se corrige con los ‘negacionistas’.

Somos como un pueblo paleolítico que no solo hubiera olvidado cómo hacer fuego, sino que postulara que el fuego es, en realidad, un ‘constructo cultural’; que tenemos que deconstruir el fuego. Con toda seguridad, los deconstruidos serían ellos a no mucho tardar.

Para el cristiano, la fe consiste en creer en lo que no vemos. Vaya cosa. La fe de nuestra religión oficial nos obliga a creer lo contrario de lo que vemos.

En todas las épocas y en todos los lugares se han defendido falsedades, se han impuesto conceptos equivocados, pero nunca se habían negado las obviedades. Hacía falta una caterva de académicos de pega y subvención para adiestrar a una civilización bien alimentada y segura a no reconocer patrones, a ignorar realidades que gritan, a afirmar en público lo que todo el mundo sabe que es mentira. ¿Cuántos dedos ves aquí, Winston?

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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