En un mundo en que los jugadores son cada vez mayores y en el que las alianzas se ensanchan, ¿hay sitio para que un país de tamaño mediano plantee sus condiciones a sus socios o bien no le queda más alternativa que plegarse a las exigencias de éstos, como si fuera un protectorado? La respuesta es que sí. Veamos unos casos.
Pese a su pequeñez, Catar financia una televisión como Al-Yazira, acoge a los jefes de Hamás y soborna a europarlamentarios, sin que a su emir se le cierren las puertas de Occidente, se le veten inversiones en grandes empresas, ni sufra sanciones. Turquía, miembro de la OTAN, se permite tener una política exterior propia, en ocasiones en contradicción con las decisiones del resto de la organización, como la adhesión de Suecia. Suiza mantiene su estricta neutralidad y no permite reexportar armas suyas a Ucrania. Marruecos, país paupérrimo y corrupto, sin hidrocarburos que pueda vender, es capaz de incumplir los acuerdos de repatriación de inmigrantes, infiltra espías en las policías de los países europeos y atrae a Estados Unidos para que defienda sus tesis anexionistas del Sáhara. Mali y Níger, más pobres aún, expulsan de su territorio a los militares franceses. El Salvador aplica una política de dureza contra las maras, que reduce la delincuencia, y denuncia la injerencia de las fundaciones progresistas y la manipulación de gran parte de la prensa.
Es verdad que muchos de estos gobiernos cuentan con aliados mayores, pero también lo es que saben aprovechar sus bazas, sea su riqueza petrolífera, su demografía, su situación geográfica, el recurso a otras superpotencias o el viejo y cómodo soborno. El núcleo del poder es la voluntad del jefe del Estado respectivo de velar por sus intereses su país, estén o no confundidos con los de su persona, su partido o su dinastía. La voluntad, como la vara que Dios dio a Moisés, puede hacer que las aguas del mar de la política se sosieguen ante el soberano.
SOMETIMIENTO A BRUSELAS Y A RABAT
Desde la muerte del general Franco, el nuevo régimen tuvo como guía en su política exterior insertar a España en Europa, lo que significaba introducir a nuestro país en la OTAN y el Mercado Común Europeo (hoy Unión Europea), a fin de finalizar nuestro “secular aislamiento” y nuestra “excepcionalidad”. Conseguidas ambas en la década de los 80, los gobiernos españoles pasaron a discutir en Bruselas por cuotas de pesca o aceite de oliva, o aprobaban el envío de tropas en misiones de la OTAN.
El único gobernante que tuvo una política exterior que se separó del sometimiento al eje franco-alemán fue José María Aznar (PP), que se alió con EEUU, Reino Unido, Italia, Polonia y otros países de la Europa Oriental en la guerra de Irak, para lo que no vaciló en enfrentarse a París y Berlín. Esa alianza interior dentro de la OTAN/UE supuso para España una mayor colaboración de EEUU en la lucha contra ETA con el traspaso de información obtenida por la Agencia de Seguridad Nacional. Aznar también se implicó en el cumplimiento del referéndum de autodeterminación para el Sáhara Occidental, para disgusto de Marruecos.
Sin embargo, el plan de Aznar de buscar una special relationship similar a la británica con Estados Unidos, en la que primase el vínculo atlántico sobre el continental europeo, se rompió con los atentados del 11-M en 2004. Los siguientes Gobiernos no han tenido política exterior nacional. Han desoído el consejo de Donoso Cortés de que “el objeto de la política exterior es solamente mirar por los intereses de la nación; ésta, y no otra, debe ser a política de España; las demás son políticas de bandería, son políticas de partidos”; y se han limitado a asentir a las decisiones tomadas en la UE y la OTAN por las grandes potencias y dar mucho dinero, sea a engendros como la Alianza de Civilizaciones o al Global Fund de Bill Gates. Las únicas excepciones han sido las coloridas exportaciones por Rodríguez Zapatero del matrimonio gay y los demás nuevos derechos sexuales a Hispanoamérica y las declaraciones anti-israelíes de alguna que otra ministra de cuota de Sánchez.
La directriz común a Zapatero, Rajoy y Sánchez, y a sus insignificantes ministros de Asuntos Exteriores, parece ser la de no destacar para evitar llamar la atención, molestar a algún poderoso y, en consecuencia, arriesgarse a sufrir un gran atentado terrorista que desestabilice a su Gobierno.
Entonces, ¿estamos los españoles condenados a ser otra Bélgica, un país inoperante que se va deshaciendo poco a poco? Ese parece ser nuestro destino, a juzgar por la conducta traidora del PSOE y la pusilanimidad del PP, pero no tenemos por qué resignarnos a él. El primer paso para alzarnos debe ser el conocimiento de nuestra fuerza. Y por ello recuerdo un episodio de hace casi 100 años, en que una España más pequeña, más pobre y más aislada que la actual fue capaz de tener una política exterior independiente, de enfrentarse a enormes poderes extranjeros… y de vencerles.
EL NACIMIENTO DE LA CAMPSA
La Dictadura del general Miguel Primo de Rivera, instaurada en septiembre de 1923, pretendió industrializar España, proceso en el que el liberalismo político y el económico habían fracasado de manera rotunda. Para ello, estableció un sistema proteccionista, junto con mecanismos de intervención del mercado, dirección económica y construcción de obras públicas. Entre sus medidas, destacó el monopolio del petróleo mediante la formación de la CAMPSA (Compañía Arrendataria del Monopolio del Petróleo, SA) en 1927.
El sector de los combustibles y relacionados estaba creciendo en España de manera vertiginosa. Antes de la Gran Guerra, el consumo de derivados petrolíferos fue de 35.000 toneladas anuales; en 1925 se había quintuplicado al pasar a 200.000 toneladas. El aumento del parque automovilístico y del impulso a la industria pesada (desde asfaltos para las carreteras a los buques) inducía a pensar que sería aún mayor en los próximos años. El negocio atrajo a las multinacionales, que, recurriendo a sus carteras y su control de los suministros, expulsaron del mercado a los distribuidores locales.
Así, en 1925, el 50% del mercado español lo controlaba la Shell; el 35% la Standard Oil; y el resto la recién fundada Petróleos Porto Pi, una sociedad hispanofrancesa de la que era accionista el contrabandista Juan March y que se abastecía de petróleo soviético. Es decir, existía un oligopolio que podría fijar los precios que quisiera y, encima, exportar los beneficios.
España ya había vivido una situación semejante décadas antes con la construcción de la red de ferrocarriles en beneficio de compañías extranjeras y de conseguidores locales, sin que esa infraestructura contribuyera al desarrollo nacional. Hasta las traviesas se elaboraban fuera de España y se traían en barco. El tren, con subvenciones públicas y concesiones administrativas, fue el gran medio de corrupción del siglo XIX, como a finales del XX lo fue el ladrillo.
La Gaceta de Madrid publicó el 30 de junio de 1927 el real decreto-ley que establecía el monopolio de importación, refino, distribución y venta de petróleo bajo la forma de una sociedad anónima en la que el Estado tendría una participación accionarial de un 30%, y abría un plazo para presentar solicitudes.
La CAMPSA molestó tanto al lobby del petróleo que el presidente de la Shell, Henry Deterding, quiso una audiencia con el ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo, redactor del real decreto-ley, para exigirle la anulación del concurso ya fallado. El político gallego le dijo que era imposible. Deterding acudió a Primo de Rivera, que le respondió lo mismo.
ESPAÑA LLAMA A LA URSS
El magnate petrolífero amenazó a los españoles con un boicot por parte de las multinacionales, que en 1928 formarían el cártel de Achnacarry para controlar el mercado mundial (en reacción a éste se formó la OPEP en 1960). El Gobierno español de entonces, en vez de dar marcha atrás, alterar el concurso o recurrir a un chanchullo (tal como han hecho Gobiernos socialistas con el primer concurso de trenes para el AVE, repartido entre una empresa francesa y otra alemana, para tener contentos a París y Berlín, o con la introducción de Marruecos en la candidatura de España y Portugal para el Mundial de fútbol de 2030), se negó a ceder a las presiones.
¿Dónde buscó petróleo CAMPSA? En un admirable movimiento diplomático, acudió a la Rusia bolchevique. Aunque España no mantenía relaciones con la URSS, eso no fue un impedimento para hacer negocios. En Moscú gobernaba ya el genocida Stalin, que quería la destrucción del capitalismo y los burgueses, pero no le importó vender petróleo a un régimen dictatorial y monárquico como el español. Y a Primo de Rivera y a Calvo Sotelo tampoco les cegó la ideología. Si los capitalistas anglosajones quieren chuparles la sangre a los españoles, se rompe la supuesta solidaridad anticomunista.
A Madrid vino una delegación soviética para concluir el acuerdo. Tan interesados estaban los bolcheviques en las pesetas españolas que, como escribe Calvo Sotelo en sus memorias, “se abstuvieron del menor contacto obrerista” durante su estancia. Aunque el PSOE estaba en la colaboración con la Dictadura, ya existía el PCE, escindido de aquél. Los camaradas comunistas españoles tuvieron que contentarse con ver a los embajadores del nuevo faro de la humanidad progresista y avanzada en las fotos de los periódicos.
La CAMPSA funcionó sin problemas y fue absorbiendo la red de gasolineras y distribuidores privados. El Estado, que tenía un 30% del accionariado, vio que sus ingresos por el rubro de los hidrocarburos se doblaron en unos pocos años.
FALTAN VOLUNTAD Y PATRIOTISMO
Sin embargo, la treintena de bancos que formaba el consorcio (los principales eran Banesto, Vizcaya, Hispano-Americano, Urquijo y Cataluña) no cumplía las obligaciones del pliego, como la adquisición de yacimientos petrolíferos, la formación de una flota de petroleros, o la construcción de plantas de refino. Los banqueros preferían comprar petróleo refinado y venderlo. Por ello, Calvo Sotelo llegó a plantearse la revocación de la concesión. ¡La falta de ambiciones de la élite española! ¿Para qué arriesgarse si puedes cortar el cupón mientras te fumas un puro?
El cártel pretrolífero, denominado de las Siete Hermanas, se vengó del régimen con la ayuda de unos cipayos locales, de ésos que desde el siglo XIX abundan en la historia de España. Tal como cuentan Ricardo de la Cierva y Ramón Tamames, el cártel compró varios periódicos liberales, como el Heraldo de Madrid, y comenzó una campaña de desprestigio contra Primo de Rivera y su Gobierno. Esta injerencia política de multinacionales egoístas hermana a España con países iberoamericanos que también la han sufrido. En algunos casos, como en Venezuela, la explotación capitalista ha dado paso a la explotación estatal y hasta a un empobrecimiento mayor para el pueblo que lo sufre.
Este ejemplo de la España de los años 20 del siglo pasado nos sirve para confirmar que puede ser posible una política exterior cuya guía sea el interés nacional. Aunque para ella son condiciones imprescindibles la voluntad política y un Gobierno libre de compromisos extranjeros. Y estas dos condiciones nos faltan desde hace al menos veinte años.