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Comedia y existencia (II):

«La vida en un hilo» de Edgar Neville

En el primer artículo de esta serie planteamos el estatuto ambiguo que rodea al género de la comedia concebida como una categoría arquitectónica de la imaginación humana. Mientras que en Aristóteles la tragedia nos conduce a la virtud enfrentando lo inexorable de nuestro destino, ¿de qué nos previene la comedia? ¿De una desmesura, como una hybris cómica que llamase la atención sobre ese punto de ridiculez que nos inflama eróticamente, como el amor en la vejez o la fanfarronería del joven ambicioso? ¿De un error, como una hamartía cómica que nos lleva a amar a quien no corresponde o a aspirar a un conocimiento infatuado? ¿Qué anagnórisis provoca la comedia? ¿Realmente gira la comedia sobre los vicios humanos a los que trata con ligereza comprensiva? ¿No es precisamente el tratamiento del error y la desmesura la liberación que nos concede?

Nietzsche hacía bascular el origen de la tragedia entre la individuación onírica del mundo apolíneo y la embriaguez dionisiaca de una risa sollozante. ¿Risa? Más bien, se trataría de la mueca que abraza desesperadamente las fuerzas desordenadoras que siembra el caos en nuestra existencia.

No, la tragedia por sí misma no refleja por completo nuestra naturaleza. En puridad, la tragedia más desoladora sería la muerte de la comedia. Nuestro dinamismo vital necesita que su dramatismo sea también representado por ella.

Allí donde aparece, la comedia emerge liviana y desenfadada, astuta e inocente, bajo el signo de Hermes: hermética, afronta no lo inevitable sino lo incierto; lo custodia, lo sostiene, lo protege. Lo lleva en volandas como un mensaje que el espectador debe interpretar. La comedia no se reduce a un “fueron felices y comieron perdices”, después de haber superado un conjunto de lances peripatéticos. La comedia, que nos convierte a los espectadores en coro, trastrueca el tiempo. Disuelve nuestras preocupaciones, proporcionándonos el alivio de que todavía nada es definitivo. La comedia danza con la muerte y se escabulle de sus brazos justo a punto de ser acorralada por su abrazo.

A estas alturas se podría preguntar el lector qué tiene que ver toda esta introducción con La vida en un hilo de Edgar Neville, en apariencia una comedia romántica contra las convenciones burguesas sobre la cual había prometido hablar en estas líneas de hoy. Como hemos venido sosteniendo, más allá del humor y la ironía, y hasta la leve crítica social, la comedia aborda de una manera específica e insustituible la constitución existencial del ser humano.

La vida en un hilo posee unas singularidades que no deben pasarse por alto. No es una pieza teatral que fuera adaptada para el cine, como suele ser habitual, sino justo al revés: un guion cinematográfico (1945) se convirtió, por su éxito del público, en una obra teatral casi quince años después.

En tres años Neville rueda cuatro películas que, sin ser obras maestras rotundas, contribuyen a desafiar los presupuestos de la historiografía de raíces social-realistas en torno al páramo cultural franquista de los años cuarenta, como si aquella década se hubiera reducido, entre folclorismos y exaltaciones patrióticas, a un puñado de títulos aislados como La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo J. Cela o Nada (1947) de Carmen Laforet, junto a los canónicos Hijos de la ira de Dámaso Alonso y Sombras del paraíso de Vicente Aleixandre en 1944.

La torre de los siete jorobados (1944), La vida en un hilo (1945), Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la calle Bordadores (1946), con sus raptos, sus conspiraciones, sus asesinatos, bajo el amable disfraz del casticismo idealizado, no sólo representan el ápice creador de Neville, a la altura de un Fritz Lang, un Jacques Tourneur o un Jean Cocteau, sino una muestra de la vitalidad del cine español, en medio, sí, de una precariedad de medios y de unas dificultades narrativas y políticas indudables que no deberían oscurecer sus méritos. Películas como El hombre que se quiso matar (1942) o La calle sin sol (1948), ambas dirigidas por Rafael Gil, o un ejemplo de cine negro y de espías Pacto de silencio (1948) de Antonio Román, contemporáneas de las primeras novelas de Miguel Delibes o de los poemarios de Blas de Otero, muestran los esfuerzos por estar a la altura estética de su época, después de la profundísima herida de la Guerra Civil.

Cabe resaltar igualmente que el tema central de La vida en un hilo – volver al pasado para saber cómo habría sido la vida de haberse tomado otra decisión –, que es conocido sobre todo por su empleo en ¡Qué bello es vivir! (1946), recibe un tratamiento exclusivamente cómico y no melodramático como en la película de Frank Capra. Mientras George Bailey, atendido por el ángel Clarence, recorre con los ojos enloquecidos su idílico pueblito de Bedford Falls, que se ha convertido en un demoníaco Pottersville y donde reinan desatadas todas las tensiones acumuladas que su aparentemente anodina vida había logrado contener, Mercedes sueña, proyecta o imagina, ayudada por una nigromante, cómo habría sido su vida de haber aceptado subirse en el taxi que le ofreció el genialoide Miguel en lugar de sentarse con Ramón, su difunto marido pelmazo y ridículo. 

Una diferencia es fundamental. A pesar de los contratiempos o a causa de ellos, George acaba reconociendo que su vida merece la pena tal y como ha sido. Mercedes, no. De haber tomado otra decisión en apariencia insignificante, su vida habría sido no sólo más divertida, sino más acorde con sus necesidades físicas, afectivas y hasta morales. Si al final la familia Bailey se reúne reconciliada con su pasado y con su entorno, Mercedes lo asume para hacerlo renacer: ese pasado posible, imaginario, cuenta con una segunda oportunidad para hacerse real, lejos de la familia de origen.

El motivo de la repetición, y también el del doble, como apuntaremos también en un próximo artículo, proviene de un romanticismo de fondo que, evitando la grandilocuencia, intenta que el pasado conecte con el futuro mediante una trama articulada por el presente dramatizado. Regresa lo diferente que pudo haber sido o que aún queda por vivir a pesar de la muerte (como en la extraordinaria comedia de Neville El baile (1959), más inclinada, sin embargo, hacia el sentimentalismo).

Ese pasado cerrado y concluido no es, por tanto, un punto final. En La vida en un hilo,volviendo sobre sus pasos, es posible deshacerse, si no de su realidad, sí de sus efectos, en un giro que disuelve, mediante la fantasía, cualquier pretensión de determinar el futuro de la protagonista que pudieran albergar sus representantes (las tías de Ramón, insistiendo en que Mercedes conserve en su nueva vida el espantoso reloj de su marido). Como en toda comedia que se precie, hay un aspecto de renacimiento que requiere de un chivo expiatorio capaz de justificar por su pedantería el sacrificio (el alazon / pharmakos Ramón que muere de una pulmonía por querer insensatamente demostrar que lleva una vida natural).

Corresponde a la nigromante presentar entonces el eje de esta interpretación cómica de la existencia, en tanto que desempeña la función del eiron, que, según Northop Frye en Anatomía de la crítica, aun desempeñando un papel menor en la comedia, desencadena el final feliz. Se presenta como una adivinadora del pasado. Ante el escepticismo de Mercedes, responde: “La vida de las personas, como el alma está en un hilo, casi siempre se puede decir que depende del azar, y a todos nos llega un momento en la vida en el que hemos de dudar entre dos o más caminos, no sabemos cuál es el que vamos a seguir, cuál nos conviene más, hasta que escogemos uno”.

Al final de la obra, Mercedes, que ha visto representada sus dos vidas, arrastra casi en volandas a Miguel, desconcertado, azorado y excitado, por la energía cómica (y erótica) de la desconocida Mercedes que no se rinde ante lo inexorable trágico ni ante la seriedad dramática. Más que limitarse a provocar la risa, la comedia cava en el pozo de la alegría sumergida en el alma humana. Irrazonable, imprevisible, inextinguible, constituye una afirmación que no cede y que no se rinde. En un sentido objetivo y literal, representa la alegría de vivir.

Pocas obras como La vida en un hilo han pespuntado esa alegría con tanta nitidez. Queda por reconocer también los márgenes de sombra y de dolor, en medio de la vaciedad existencial, que es precisar superar para acercarse a tal gozo cómico. En el próximo artículo, con Usted tiene ojos de mujer fatal de Enrique Jardiel Poncela, nos proponemos empezar a abordarlos desafiando también o divirtiéndonos de los estereotipos que la corrección política parece empeñada en imponernos hoy en día. 

Armando Pego Puigbó (Madrid, 1970), es catedrático de Humanidades de la Facultad de Filosofía de Cataluña (URL). Autor, entre otros, de Poética del monasterio (Encuentro, 2022), Teología güelfa (Vitela, 2015) y Anti(pos)modernos españoles (Sindéresis, 2023).

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