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Al otro lado del espejo

Ha llegado el momento de un Nuevo Caos Mundial que revierta esa pérdida apabullante de libertades sociales, culturales y, sobre todo, de nuestra propia libertad interior creativa

El 19 de febrero de 1974, Philip K. Dick, quien para entonces era ya uno de los escritores más importantes del siglo XX, recibió la visita, después de una intervención dental aparentemente menor —y siempre según sus propias palabras— de una figura espectral que se identificaba mediante el símbolo de los antiguos cristianos: un colgante en forma de pez o Ichthys paleocristiano, que a su vez le entregó un objeto curativo para paliar la intensidad del dolor. Dick sufre entonces un viaje astral que le lleva a la Roma en la que los primeros cristianos eran perseguidos y tenían que refugiarse en las catacumbas para no ser arrojados a los leones. A partir de ese momento, que recuerda a las anotaciones de Léon Bloy en su Diario, la obra de PKD dará un giro más espiritual y profundo, rastreable especialmente en su Trilogía Valis (1982).

El mundo de la contracultura, el mundo de Philip K. Dick, es todavía el nuestro en más de un sentido, porque sus perspectivas siguen estancadas en la incierta posibilidad de su realización, como cuenta el recientemente traducido Sueños de ácido. Historial social del LSD, escrito por Martin A. Lee y Bruce Shlain en 1985 (Página Indómita, 2023): un estudio desbordante, patafísico y riguroso sobre la relación entre mente, espiritualidad, cultura, sexo, política y tecnología que hoy sigue componiendo el mundo presente, y también el venidero.

Volvamos al relato de éxtasis: partir de ese momento, PKD, seguramente el escritor norteamericano más genial y torturado desde Edgar Allan Poe, defendió tener una doble identidad transpersonal a la que se sumaba la identidad de Tomás, un gnóstico del siglo I d.C.; en ambas personalidades, la de Phil en los años 70 del siglo XX y la de Tomás en el año 70 de nuestra era, coexistía una sensibilidad hacia la Parusía en tiempos del Imperio, sea pues el de Roma, sea el de USA, por la cual era capaz de recibir visiones anticipatorias alentadas gracias al consumo de ciertas sustancias alucinógenas. Imitando a algunos autores fundamentales de la Edad del Espíritu, esenciales en la comprensión del puente místico que une Oriente y Occidente, que imbrica el matrimonio alquímico que vincula la Rosa y la Cruz, Dick comenzó a redactar unos diarios donde comentaba los libros de la Biblia en clave visionaria; hoy en día conocemos este voluminoso texto, publicado de forma póstuma con la colaboración de Jonathan Lethem, como la Exégesis.

Igual que antes ocurrió con otros grandes místicos occidentales, Dick cayó en los brazos de lo que la sociedad ha llamado tradicionalmente locura (véase: Foucault); y a través de la radio, Dick recibirá las revelaciones que tratará de transcribir de la forma más fiel posible en su diario. El propio Dick, padeciendo una suerte de esquizofrenia terrible, era consciente de su enajenación al tiempo que cedía a los impulsos que ella le exigía de manera continua, abrazando estas apariciones y transmigraciones espacio-temporales ocurridas casi siempre durante el consumo reiterado de anfetaminas y otras sustancias psicotrópicas como las repartidas por la CIA durante el Proyecto MK-Ultra. En una fase avanzada de su paranoia (¿lo era?), Dick comenzó a sentirse espiado por la CIA y otros organismos gubernamentales. Su salud mental era cada vez peor y la lectura de obras como el I Ching o El libro rojo fue determinante para que pudiera encontrar algo de luz en medio de esa profunda tiniebla existencial.

El 8 de agosto de 1974, Richard Nixon renunció a su puesto como Presidente de los Estados Unidos a consecuencia del escándalo del Watergate; ese mismo día, las visiones de Dick sobre Tomás y los paleocristianos cesaron. No hubo más concesiones visionarias por parte de la joven que portaba el Ichthys. En ese momento, Dick entendió que lo que se le pedía era que continuara con sus investigaciones en la Exégesis y difundiera el hallazgo misterioso de sus viajes a través de su inconmensurable talento narrativo. A partir de esa precisa fecha y durante 8 años ininterrumpidos, la exploración del limes, de la frontera en realidad ilusoria que separa la realidad del sueño y la alucinación, se convertiría en una de las claves fundamentales de su obra literaria. Ningún escritor antes o después ha podido alcanzar ese nivel de excelencia que en los últimos años ha cobrado un nuevo sentido en Occidente, gracias a la entrada de la realidad virtual y los estados alterados de conciencia en grandes capas de la población.

El pasado y el futuro como ilusión o la distancia geográfica como problema de percepción son algunos de los grandes temas de esta etapa final en la obra de Philip K. Dick. Rasgando el velo de la realidad es como se cuestiona, de manera neo-barroca, recuperando a Segismundo y a Hamlet, la distancia entre la simulación y lo fidedigno en nuestros días. Toda la discusión reciente sobre el multiverso, banalizada por películas de calidad ínfima y las generalizaciones vacuas empleadas habitualmente para la desautomatización de todo discurso subversivo, es en realidad una invitación a percibir el universo según una cosmogonía egipcia que percibe el Cosmos como a un Uno cósmico más allá de las nociones convencionales relativas al espacio y al tiempo. Hablamos de discurso subversivo aquí por la sencilla razón de que existe un poderoso contenido político en todo esto, aunque no lo parezca, puesto que el control de la realidad a través de las distintas percepciones de la misma es lo que permite al Imperio, ese que nunca ha dejado de existir, establecerse mediante la dominación; de la dominación de un imaginario arquetípico intemporal, cabría añadir.

Como antes William Blake, H.P. Lovecraft o incluso Éliphas Lévy; y como después Alan Moore, David Lynch o Mircea Cărtărescu, PKD fue un pensador que supo conjugar lo político y lo místico en la única dimensión de su vasta mitología autoral. Alguien capaz de renovar unas estructuras imaginarias situadas más allá de toda época. Sin concesiones a las categorías habituales con las que funciona la burrocracia académica. La vigilancia gubernamental que resultó clave en la propia vida de Dick y en la de su país desde los días del “terror rojo” y el macartismo, está presente en muchas de sus obras, donde se ve incrementada gracias al control ofrecido por los avances tecnocientíficos del mundo contemporáneo. Es una anticipación brillante del capitalismo de la vigilancia que al final ha terminado por engullirnos mediante viejas intolerancias y nuevas tácticas. Frente a esa perspectiva que hoy parece cernirse sin oposición sobre nuestra realidad, la narrativa de PKD o de algunos contemporáneos “iluminados” como Robert Anton Wilson o Thomas Pynchon es una invitación a la resistencia ejerciendo el poder de la auténtica magia: la imaginación más allá de los límites.

Y es así, siguiendo la visión intemporal del imaginario colectivo y de la consciencia transpersonal, como entendemos que la obra teórica de C.G. Jung o el trabajo narrativo de PKD no son más que aperturas, a través de imágenes contemporáneas como los avistamientos Ovnis o la creencia en vida extraterrestre, a un nuevo Eón que renueva los mitemas y nos catapulta hacia horizontes inefables, tal y como la presencia Aiwass anunció a Aleister Crowley en la revelación que cristalizaría en El libro de la ley, durante los primeros años del siglo XX. Este mensajero de Horus estableció la Doctrina de Thélema, que reza, parafraseando a François Rabelais en su obra más célebre, Gargantúa y Pantagruel (1532-1564): “Haz tu voluntad será toda la ley”. Algo que viene a modernizar el mensaje que Joaquín de Fiore, Dante Alighieri o Omar Jayam dejaron oculto en el seno de la Modernidad; y que algunos grupos “discretos” como los templarios o los rosacruces han tratado de mantener con vida en tiempos de desertificación espiritual. De Cefalú, Sicilia, a la localidad estadounidense de California, pasando por Qumrán o Delfos, ese es el verdadero mensaje atemporal que debemos tener presente en nuestras vidas: el racionalismo, el orden y la planificación deben tocar a su fin para que una verdad mayor resplandezca en la oscuridad.

Los años 60 y 70 son la época de la cultura californiana que, a través de la “silicolonización del mundo” (Sadin) permitida por el consumo de drogas y la propagación de la cibernética, han conquistado el mundo. Proyectos militares como ARPANET o MK-Ultra han terminado por conquistar la realidad de nuestras vidas cotidianas. La contracultura iluminada con las aportaciones de Guy Debord, Austin Osman Spare, Alexander Trocchi, Hugo Ball, Aldous Huxley, Hermann Hesse, Timothy Leary, Albert Hofmann, Allen Ginsberg, Carlos Castaneda, William Burroughs, Kenneth Anger y tantos otros han dejado una huella más profunda en la psique de Occidente que la del Simulacro revolucionario que supuso el Mayo del 68 parisino en las mismas fechas. La contracultura es, en cierta medida, la traslación a otro paradigma cultural del mismo grito de rebeldía que los simbolistas y los surrealistas ensayaron décadas atrás en Europa. Un conjunto de magos que siempre reiteraron la importancia de ver con los ojos cerrados aquellos que otros no pueden ver por culpa del Espectáculo; pero, paralelamente a este proceso liberador, también se puso en marcha un proceso de desautomatización que, desde el Poder, desembocará en el control y la manipulación de estos movimientos y mensajes.

El moralismo puritano ejerce hoy en día un control social sobre el cuerpo e incluso sobre la consciencia mucho más potente de lo que suele afirmarse cuando se habla de la “cultura de la cancelación” y de la “dictadura de la corrección política”; hablamos, por supuesto, de una verdadera lucha por el imaginario y por la libertad interior que es ínsita a la consciencia humana de cada persona. Así, la inhibición moral en la que el ego apolíneo y solar derrota a lo nocturno y lo inconsciente ocupa el lugar opuesto a la experiencia liberadora del éxtasis sexual, estético o lisérgico. La persona queda atrapada en su propia y manipulada experiencia del mundo: mundana, limitada y pedestre. Ese regreso a lo monstruoso, al atavismo contenido en nuestros mitos y leyendas, es lo que ha procurado siempre el ritual carnavalesco y dionisíaco de la fiesta; el impulso popular que ha repicado infinidad de cuentos, por vía oral, a través de los siglos; es, también lo que nos recuerda el inspirador daimon junguiano al habilitarnos, por medio de la metanoia, hacia la consumación de la eudaimonía o autorrealización; y que en cambio nos arrebata sin contemplaciones, pero con mucho conocimiento de causa, el afán organizativo de la Técnica…

El judeocristianismo, primero, y el iluminismo positivista, después, han alejado al hombre de sus orígenes animales, neutralizando sus instintos naturales por medio de la tenaza moral de las sociedades “cerradas”… Tan presentes en la “liquidez” retorcida de esta Sociedad Abierta en la que vivimos. Donde había agresividad se impone el miedo; y donde estaba situado el deseo hace su aparición la culpa, los remordimientos que desembocan en la confesión o, en su defecto, en la tortura silenciosa de la predestinación eternamente postergada. Por todo ello decimos que, contra los designios de los tecnócratas de todo tiempo y condición, ha llegado el momento de un Nuevo Caos Mundial que revierta esa pérdida apabullante de libertades sociales, culturales y, sobre todo, de nuestra propia libertad interior creativa.

Porque desde la Segunda Mitad del siglo XX, con el desarrollo de la cibernética y del Proyecto Manhattan, la realidad se ha vuelto extraña, hemos pasado de leer ficción a preferir antes el ensayo como forma de conocimiento y de aprendizaje, justo porque toda ficción palidece al lado del desborde que entraña de esta época. Si la conspiración, ese delirio, es la forma más compleja que conocemos de ficción, eso se debe en buena medida a que una realidad sin conspiración nos parecería tan insulsa como una ficción sosa, pobre y de pésima calidad. La paranoia es el paradigma de la actualidad; todos somos detectives de un caso irresoluble: el crimen que asesinó a lo real. Una cosmovisión falta de sentido, como lo está el propio universo, cuya idiosincrasia desafiamos en el momento en que tratamos de encontrarle uno; un sentido, por supuesto, que no es de recibo tratar de imponer a los demás. Frente a la epistemología nihilista de lo incognoscible que trata de implantar el materialismo, la ficción ofrece un verdadero rito chamánico de despertar espiritual y psicomagia.

En este tiempo de gobierno de los técnicos y de un saber hiperespecializado, los autodidactas somos aquellos que no necesitamos el beneplácito de Iglesia, Estado, ONG o asociación filantrópica para la beneficencia alguna que nos habilite para investigar u opinar a nuestro antojo. El estudio de la tecnocracia y sus mecanismos efectivos de dominación precisamente nos libera de caer en un extremo u otro: en la ficción absoluta o en la conspiración absoluta. Mostrando la lucidez del equilibrio. La realidad, sobre todo esta extraña realidad, escapa al control de cualquier apaño de elaboración netamente humana; el caos será siempre más ancho e ingobernable, por mucho que esto duela a los malditos garantes del orden. Cabe recordar, pensando en Dick y en tantos otros habitantes de esa Babilonia eterna, que el verdadero malditismo reside en el espíritu rebelde e incomprendido de nuestros más osados apocalípticos. Es en su locura, en su delirio, que chisporrotea una extraña llama de libertad capaz de afirmar, a pesar del cada vez más poderoso e insulso proteccionismo paternalista, la naturaleza infinitamente libre de los hombres.

La represión, como supo ver Marcuse, es muy conveniente para el Capital, puesto que genera culpa, que a su vez desemboca en infelicidad, lo que finalmente nos encierra en un bucle infinito de consumo muy rentable para la industria de los sueños. El capitalismo, como señaló Walter Benjamin, es el único caso de culto culpabilizante, en lugar de expiatorio. El cine, no lo olvidemos, nace del porno, que a su vez acrecienta la influencia del voyeurismo en una sociedad, la puritana, donde la reducción del deseo a la cabeza, desdeñando por ello la carne, resulta altamente conveniente; y donde políticamente resulta muy rentable desacralizar todo encuentro carnal. Políticas del deseo, en lo moral; políticas de la paz, en lo estatal; que en ambos casos se fundan precisamente en un control del deseo privado por parte de la sociedad. De una sociedad totalitaria más abarcadora y sutil de cuantas hemos conocido hasta nuestros días. Ninguna dictadura soñó jamás con las posibilidades que hoy damos por sentado en el capitalismo de la vigilancia.

La gran ficción consiste, pues, en la equivocada idea de que existe una diferencia entre éste y el otro lado del espejo. La imposición de unos límites artificiales que pretenden rescindir las posibilidades de nuestra libertad. Sólo así los poderosos pueden imponer su estrecho marco mental. Frente a ese reduccionismo, es mejor que mantengamos los ojos cerrados y las puertas de la percepción abiertas: esa es la auténtica forma de subversión posible en el siglo XXI, como nos enseñaron los psiconautas hace ya más de medio siglo.

Nacido el 3 de noviembre de 1998, el madrileño Guillermo Mas Arellano proviene del mundo del ensayo cinematográfico y la teoría literaria. En los últimos años ha desarrollado una labor de crítica cultural que ha cristalizado en su primer libro, "La Traición de los europeos: Ensayos de Tradición, Modernidad y Lucha por el imaginario". Además dirige el prestigioso programa de YouTube "Pura Virtud: Cine y Literatura

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