Aniversario de la masacre de Tiananmén: ¿hay alguien ahí?

El Partido Comunista chino nunca ha pedido perdón ni lo pedirá, sino exactamente todo lo contrario

Este 4 de junio se cumplen 36 años de la masacre de Tiananmén y no se espera a ningún país europeo –siquiera a los que simulan serlo– recordando a los cientos de estudiantes chinos –y los que llevaban años mucho más que licenciados– asesinados, casi todos, entre aquellos fatídicos días 3 y 4 de junio de 1989. De hecho, hace cosa de un mes, concretamente el pasado 5 de mayo, el presidente chino Xi Jinping realizó una visita oficial a Francia en donde su homónimo Emmanuel Macron no sólo ignoró esta efeméride sino que a su vez no mencionó ni el acoso y posible derribo a Taiwán, una democracia ejemplar, ni el ascenso diario de la represión contra la diáspora china que diside de Pekín y que se fue a Europa creyendo que allí sus valores se verían defendidos, cuando no es así ni de lejos. Lo que sí se trató, aunque también de aquella manera, fue el asunto ruso-ucraniano, que quedó entrecomillado por la parte democrática, trufada de frases timoratas que no solucionan papeleta alguna salvo los titulares de tanta prensa subvencionada. Porque si para algo ha valido la creación de la Unión Europea es para que este inmenso trozo de conocimiento, historia y tradición hoy no sea más que un parque temático de complejo presente e imposible futuro que en el concierto internacional no pinta gran cosa. 

Cuando aquella madrugada del 3 de junio de 1989 los tanques aplastaron a los estudiantes y los militares dispararon contra sus hermanos fuego de verdad Xi Jinping, actual presidente chino, ya tenía 36 años, por lo que sabe a la perfección lo que allí aconteció, como también conoce que ninguna democracia europea le reprochará hoy día aquella masacre, por la que nunca el Partido Comunista chino (PCCh) ha pedido perdón ni lo pedirá, sino exactamente todo lo contrario: aún se vigila de cerca a los familiares de los causantes de aquellas manifestaciones, asumiendo que los organizadores o están muertos, o en un campo de concentración o exiliados. Porque el PCCh no olvida ni perdona. Ni por supuesto, tampoco asume. 

Para entender cómo el repetitivamente llamado por los medios de comunicación tan clásicos como grotescos gigante asiático controla el mundo a su antojo sólo habría que verificar el título elegido para la masacre o matanza de Tiananmén que hoy podrían estar leyendo varios miles de millones de personas en la ruinWikipedia: Protestas de Tiananmén; como si en realidad, en vez de levantarse contra la dictadura comunista solicitando menos represión y más libertades, aquello hubiera sido la resolución de unos playoffs de ascenso a Segunda División donde los que protestaban lo hacían por el riguroso penalti decisivo que se inventó el trencilla, el cual les dejó con la miel en los labios y los lacrimales más secos que compresa de travesti, como diría un buen amigo mío argentino, creativo a más no poder.

Y hay que leer hasta muy abajo en esa wikipedia –la supuesta enciclopedia libre, políglota y universal se creó en los Estados Unidos, aunque ya censure como si en realidad tuviera su cuartel general en Pekín– para comenzar a entender que fueron muchos cientos –posiblemente más de un millar; quién sabe si dos o tres– los asesinados, y lo que es peor, los fusilados días después tras juicios sumarísimos y, sobre todo, los que aún a día de hoy siguen siendo perseguidos, incluyendo a sus cercanos, por haber tenido algo que ver con aquellas manifestaciones que en Occidente no es que ya no importen una mierda, sino que directamente las hemos cancelado de nuestro menú principal en una acción muy concreta de autocensura. 

La inmensa plaza de Tiananmén, en aquellos años, se podía haber utilizado como aeropuerto dadas sus interminables dimensiones. Y de hecho, ese era uno de sus cometidos, ya que las dictaduras, al menos hasta el siglo pasado, sabían que algún día podrían enfurecer tanto a sus pueblos como para salir sus caciques en aviones, a la carrera. Pero tras controlar aquellos días de ira del pueblo chino, hoy la misma plaza ha ido colocando verjas, monolitos, árboles y jardineras para que el tráfico fluya por la avenida Chang’an, de veinte carriles, cuando colas interminables de transeúntes permiten que se pueda visitar el mausoleo de Mao Zedong por el que en 2012 a mí casi me sacaron a gorrazos: me detuve donde estaba prohibido; sólo quería tirar una foto de forma pausada, acercándome al sanguinario dictador.  

Para entender el nivel de censura y estupidez –lo cual demuestra que aquello no fueron, precisamente, unas protestas– debe quedar bien claro que en China aún no se puede hablar de aquellos días. Mutismo absoluto incluso 36 años después. De hecho, en la implacable censura china que poco a poco copia la desnutrida y sonriente Europa, escribir en esas fechas tan señaladas los dígitos 04/06 puede llevarte a la cárcel sin mediar palabra. Como me dijo aquella novia que tuve en mis albores mandarines –llegué en 2007 y no diré su nombre por si se la llevan a picar piedra al desierto del Gobi–, una amiga que nació ese mismo día y que transcribió ese dígito en la red social WeChat fue detenida e interrogada para su sorpresa. Porque China mata moscas a cañonazos a sabiendas de que Occidente mira para otro lado. 

Hablar en público de la Masacre de Tiananmén no es que sea ilegal sino que es imposible. Hacerlo en privado, sin embargo, ya es otra cosa. Aunque siempre hay que tener cuidado porque en China la labor del chivato del Partido se sigue valorando, y mucho. Pero como la maquinaria de propaganda, imparable e inaudita, somete a la práctica totalidad de los han, cuando te los encuentras allende sus fronteras y sacas el tema te señalan y desprecian ya que, bajo su punto de vista, te estás entrometiendo en las peculiaridades de un país que al no ser el tuyo no tienes derecho alguno a opinar. O visto desde otro ángulo: desde el punto de vista del mandarín, que sabe que no puede opinar, y mucho menos criticar, quiénes son los de fuera para hacer lo contrario. 

Pero lo que debe quedar bien claro es que desde el 15 de abril hasta el 4 de junio de 1989 se produjeron unas protestas, no lo olvidemos, completamente pacíficas de ciudadanos chinos, en su mayoría estudiantes e intelectuales, que conforme la cosa fue cogiendo aire y los primeros disparos se escucharon, convirtió aquella revuelta estudiantil en una manifestación donde los padres de los muchachos habían acudido a última hora tratando de salvar no sólo sus vidas sino sus carreras, ya que ser detenido en China por insurrección, tranquilamente, puede dar con tus huesos en una cárcel por espacio de treinta años. 

Disparar por la espalda a los jóvenes que huían, o directamente en la cabeza, fue un acción que sin duda fue organizada por los gerifaltes del Partido. En China, para el que no lo sepa, nadie osa tomar una sola decisión, ya seas recepcionista de hotel, cajera de supermercado o coronel del ejército, sin que el mandamás de turno lo decida. Y contra aquella memorable manifestación, que ya estaba siendo tratada por los corresponsales de medios de comunicación extranjeros, sólo caben dos culpables: Deng Xiaoping, presidente en aquellos años, y Li Peng, primer ministro, que fueron los que dieron la orden al Ejército Popular de Liberación (EPL) de reprimir las protestas con el uso de la fuerza, los disparos y los tanques, independientemente de las vidas truncadas. 

Jiang Zemin, que en 1989 era el secretario general del Partido Comunista chino y que en 1993 tomó el relevo en la presidencia del país a Deng Xiaoping, convirtiéndose así en el cuarto líder supremo del país, comentó años después sobre el hombre del tanque que él creía que estaría vivo, cuando en un país donde se encarcela y somete a trabajos forzados sólo por criticar en internet, es imposible que alguien que no sólo se enfrentó a un tanque del ejército, con bolsas de la compra consiguiendo que se detuviera por unos segundos, sino que esas imágenes dieron la vuelta al mundo, pueda llegar a estar vivo tras esa máxima afrenta al poder dictatorial comunista que siempre premia tales acciones con tu final civil y vital. 

De todas formas, hablar del hombre del tanque ha sido, en el fondo, la excusa de Occidente para no hacerlo de los tres intelectuales –Liu Xiaobo, Zhou Duo y Gao Xin–, además del cantante taiwanés Hou Dejian, que se declararon en huelga de hambre tras la masacre. De Liu Xiaobo sabemos mucho: fue encarcelado hasta su muerte y, sobre todo, ruborizó al PCCh cuando todo el planeta supo que la academia noruega le había concedido el Nobel de la Paz en 2010. Para amortiguar la furia china, en Estocolmo se decidió dos años después conceder el Nobel de Literatura al escritor chino Mo Yan, quedando claro que el poder de Pekín no tiene paciencia y que los premios, por lo general, están vendidos a unos intereses que nada tienen que ver con sus fundamentos originales. Sorprendió, a los que por aquel entonces residíamos en China –como era mi caso– que sobre el Nobel de la Paz la práctica totalidad de los 1.400 millones de habitantes nunca supiera nada y que del Nobel de Literatura todo el censo chino lo festejara como si de la consecución de un Mundial se hubiera tratado. 

Días después de la masacre, el gobierno de Pekín expulsó a todos los corresponsales extranjeros. Y transcurridos ya treinta y seis años, en este escasamente convulso 2025, la prensa occidental allí enviada, tan dócil como acostumbrada a ver cómo cada año le renuevan sus visados de periodista, arremete contra el Partido con la misma presión que lo hace el Real Murcia en un partido de Liga en el Camp Nou. Porque si algo ha conquistado la dictadura comunista ha sido la congregación de políticos, diplomáticos, empresarios, periodistas extranjeros –occidentales en general–, que asumen que lo que dice Pekín es cierto y nadie debe rebatirlo. O sea: exactamente lo mismo con lo que el chino medio ataca al ciudadano extranjero que alguna vez osa recriminar al gobierno de Pekín. 

Lo que debe quedarnos claro es que lo que comenzó como un homenaje a Hu Yaobang –ex secretario general del PCCh purgado por su aperturismo y fallecido en aquellos días de primavera de 1989– tornó en una manifestación imparable hasta que Deng Xiaoping decidió aplastarla a tiros y tanques. Porque la mayor vergüenza de China no fue aquel ya lejanísimo 1937, donde Japón invadió parte del este del país llegando a matar a muchísimos mandarines en Nanjing, habiendo quedado una trauma generalizado, qué digo, un complejo que la geopolítica sigue ignorando; porque tras Taiwán será Japón, salvo que alguien decida, de una vez por todas, parar los pies al PCCh. 

En realidad, y por mucho que se propague constantemente en medios de comunicación y colegios aquella brutalidad nipona en un acto de propaganda bárbaro, la cercanía del tiempo y lo duro que debe de ser ver a tu ejército disparándote a quemarropa, aquella Masacre de Tiananmén debería ser recordada, y no sólo durante su efeméride, para que sus responsables y herederos pidan, de una vez por todas, perdón. Recuerdo aquella conversación en Taiwán con alguien que sí sabía lo que decía: “De la misma forma que habría preferido de niño que me hubiera violado el profesor y no mi padre, siempre nos es más comprensible que el enemigo nos ataque y no nuestro propio ejército”. 

Joaquín Campos (Málaga, 1974), es escritor y reportero. Desde 2007 lleva residiendo en Asia (China, Camboya, Tailandia, Indonesia) cuando en la actualidad lo hace en Japón. Sus obras basculan entre géneros tan diversos como los diarios, el relato periodístico, la novela y la poesía. Escribe para medios sobre geopolítica y religión.

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