Ardid de la narrativa

Introducción a los trucos, engaños, sesgos y relatos selectivos con que las películas y series de televisión condicionan tu mirada sobre el mundo

Quizás todavía algunos lectores no se hayan dado cuenta, pero las series de televisión no son inocentes; condicionan nuestra mirada sobre el mundo. No es un sorpresa, siempre fue así. Pero ahora es más grave porque vivimos en un mundo hiperpolitizado y, en consecuencia, polarizado en un grado muy elevado, y las narrativas audiovisuales forman parte activa de la confrontación ideológica. Ofrecer una primera introducción al modo como los relatos nos manipulan es el objetivo de este artículo, así como despertar el espíritu crítico del lector para detectar los diferentes niveles del engaño.

A veces se usa la expresión ‘Matrix progre’ para referirse al modo como los relatos (pero también buena parte de la prensa, los opinadores, los agentes sociales y de la cultura…) crean una realidad alternativa que se presenta como si fuera verdadera. Ello es posible, en el caso de series de televisión, porque existe una afinidad ideológica básica entre sus creadores y productores: la inmensa mayoría de ellos son progresistas (partidarios del partido de Kamala Harris para entendernos). Y aquellos que participan en la creación audiovisual y no comparten este punto de vista no tienen más remedio que acatarla. De este modo, el espectador se encontrará con una serie de temas e historias que se repetirán una y otra vez, en la medida que el formato de cada serie lo permita. Encontrarte la misma idea en una comedia, una serie de acción, una de tribunales, o una fantasía distópica genera la sensación de que esa idea debe ser verdadera. O, como mínimo, una idea muy mayoritaria. Pero ninguna de las dos afirmaciones tiene por qué ser cierta.

Pondremos un ejemplo. Si uno ve una serie de abogados como El gran golpe (secuela de The Good Wife) creerá que los ataques a la libertad de expresión en las universidades son cosa de la extrema derecha. La idea la verá reforzada luego por los medios informativos de izquierdas y sus opinadores. Recordaré un ejemplo especialmente destacado: cuando hace unos años el polemista pro-Trump Milo Yiannopoulos fue a dar una conferencia en la Universidad de Berkeley, una parte de los estudiantes woke sabotearon el acto no sólo con las tradicionales formas de acoso, sino incluso con atentados al mobiliario público. Sin embargo, cuando El País publicó al día siguiente la foto de la universidad en llamas por los altercados, la carga de la culpa recaía sobre el conferenciante, que había ido allí a provocar.

Aunque sucesos como el de Berkeley no aparezcan en las series (y si lo hacen, se justifican), lo cierto es que la mayoría de los actos de acoso a conferenciantes los protagonizan estudiantes de izquierda. Lo sabemos por el estudio que hicieron en su momento los psicólogos Jonathan Haidt y Greg Lukianoff –ambos progresistas moderados– quienes luego analizaron el fenómeno en el libro La transformación de la mente moderna. Cómo las buenas intenciones y las malas ideas están condenando a una generación al fracaso. Me he extendido un poco en este ejemplo, para que se vea cómo la selección interesada de hechos (mostrar sólo los actos de acoso de la derecha) puede generar una visión de la realidad que nos haga creer lo contrario de lo que realmente ocurre.

Uno de los ejes ideológicos de este ‘Matrix progre’ que son las series de televisión (también podríamos incluir las películas, pero ese es un mundo más complejo) es la visibilidad de las minorías, lo que, de un tiempo a esta parte, se traduce en una presencia destacada y constante de homosexuales en las tramas. En la serie española Elite, por ejemplo, las tramas gay tienen una presencia casi tan relevante como las historias heterosexuales. Y algo parecido ocurre en Como defender a un asesino (Murder), protagonizada por Viola Davis.

Pero más allá de lo cuantitativo, lo relevante es lo cualitativo, porque está convirtiéndose en un lugar común presentar las historias de amor gay como ejemplo del verdadero amor (leal, fiel, comprensivo, generoso…) frente al carácter tormentoso del amor heterosexual, que aparece siempre acompañado de conflictividad y tensión. Esto se ve claramente en las dos series citadas, sobre todo en la segunda, pero de forma mucho más destacada en una película que fue muy popular el año pasado, Cualquiera menos tú, de Will Gluck.

Cualquiera menos tú es la película que logró la gesta de resucitar el subgénero de la comedia romántica de los 80 y 90, que llevaba años desaparecido. Es lógico. Si se mira bien, la comedia romántica es una exaltación del amor heterosexual y eso, en estos momentos, es conflictivo. ¿Cómo logró sortear el bache la película, y que los opinadores la recomendaran por su modernidad? Muy sencillo: colocando la boda de dos lesbianas como el telón de fondo de las peripecias románticas de sus protagonistas (Sydney Sweeney y Glen Powell) y dándoles un protagonismo muy destacado en la trama. Pero, sobre todo, el relato nos presenta a la pareja de mujeres como un ejemplo perfecto de compenetración, afecto y nula conflictividad. En un momento dado, parecen protagonizar un enfrentamiento, pero enseguida se nos aclara que era de mentirijillas, un engaño que buscaba influir en los protagonistas. Es más, por sorprendente que pueda parecer, hoy son las parejas homosexuales las únicas autorizadas por el cliché para hacer planes de descendencia. En la narrativa progresista las parejas heterosexuales ya raramente hablan de ello, y cuando los hijos aparecen en escena suele ser por accidente.

Una de las formas más molestas de manipulación es la que desequilibra intencionadamente la relevancia y el peso moral de los personajes masculinos y femeninos. En la última y celebrada temporada de True detective (Max), protagonizada por Jodie Foster, prácticamente todos los personajes con relieve, y positivos, además, son mujeres (con la única excepción de la representante de la empresa minera) mientras que los varones son mucho más planos y de comportamiento moralmente reprobable: ya sea por criminales o por encubridores (salvo el agente joven).

El afán de la ideología woke por invertir las narrativas más convencionales le juega, sin embargo, malas pasadas, pues conduce a la creación de personajes femeninos solamente posibles en el mundo de la ficción, con mujeres de formas esculturales y capaces, al tiempo, de competir en fuerza y resistencia a los golpes con sus rivales masculinos. Detecto, sin embargo, un cansancio hacia esta fórmula tan artificial, espectacular y grata a la vista, pero poco creíble. En su lugar, empiezan a escribirse nuevos personajes de mujeres ‘fuertes’ pero ya no necesariamente indestructibles físicamente, sino por sus rasgos psicológicos. Y hay que celebrar que en una serie como Anillos de poder (Amazon), que fue recibida con una gran prevención, nos encontremos con una de las formulaciones narrativas más equilibradas que hemos visto últimamente, con muchas mujeres interesantes, pero igualmente con muchos personajes masculinos complejos.

En series norteamericanas de temática realista es muy frecuente que aparezca el problema racial de forma muy subrayada y, a menudo, dando por hecho la existencia de ese racismo sistémico que la izquierda y movimientos como Black Lives Matters asumen como un hecho. Las series también, y un buen ejemplo es la mencionada Murder, donde se da por sentado una y otra vez que los negros pobres tienen muchas más posibilidades de ser condenados por un sistema judicial que los mira con prejuicios. Raramente veremos en escena argumentos que podrían ayudarnos a cuestionar esta visión única del problema, ampliando la perspectiva, como el dato de que los afroamericanos son la etnia más dada a la violencia en todas las franjas de ingresos económicos. Es decir, son los más violentos entre los pobres, pero también entre los ricos. O la evidencia de que los policías negros aplican las mismas prevenciones ‘racistas’ que sus homólogos blancos cuando tienen que enfrentarse con personas de color.

Otro buen ejemplo lo tenemos en el tratamiento del tema trans. No olvidemos que la construcción de una narrativa se apoya tanto en las historias que se cuentan como en las que se omiten. Y en el modo como se excluyen los argumentos que pueden abrir el debate mientras se refuerzan los propios.

Los personajes trans han ido ganado presencia en las series y películas de distintas formas. Que el cerebro malvado de la película Los feos, de Netflix, esté interpretado por una actriz trans no es relevante a los efectos de este artículo. Sí lo son, en cambio, series como Gypsy (Naomi Watts) o Sucesor designado (Kiefer Shuterland), ambas de Netflix, en las que la transexualidad no sólo se presenta como algo natural desde la infancia (la primera) sino que se nos convence de que el único problema real está en la intransigencia y el rechazo, en la llamada transfobia. En el caso de Gypsy, los padres de la niña trans se comportan según ordenan los cánones LGTBIQ++ es decir, aceptando lo que parece la voluntad del vástago y sin interferir ni cuestionar nada. Echamos en falta la presencia de algún personaje psicólogo que advierta de que la inmensa mayoría de los episodios de confusión sexual en niños son pasajeros y se corrigen solos, justamente si no hay interferencias que contribuyan a afirmar la confusión. Y, sobre todo, si no se aplican bloqueadores químicos para impedir el paso natural a la pubertad de los infantes.

En el caso de Sucesor Designado se nos ofrece una versión del problema que se desató hace años en torno al uso de los cuartos de baño por parte de personas trans. La serie nos muestra a una mujer trans perfectamente femenina que, sin embargo, es rechazada en un baño común cuando se lava las manos. La escena resulta incomprensible para el espectador y una muestra clara de fanática intolerancia. El asunto sería distinto, sin embargo, si la ‘mujer trans’ fuera como la que protagonizó el incidente con la cajera del supermercado (a duras penas reconocible como mujer). O si el encuentro se hubiera producido en esas duchas colectivas y sin espacios de privacidad características de los gimnasios y las piscinas. El escándalo de encontrarse en ese contexto, desnuda, con una supuesta mujer con genitales masculinos quizás sería más comprensible para el espectador. Pero esta escena muy probablemente no la veremos. O, como mucho, la veremos desdramatizada con el tratamiento de escena cómica.

Como vemos, la estrategia más eficaz para negar las razones de nuestros oponentes es, simplemente, ignorarlas, evitando contar las historias que darían pie a la discusión. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el tratamiento de la inmigración que es tratada casi siempre desde la perspectiva humanitaria (son seres humanos que buscan ayuda), y raramente desde la perspectiva de los conflictos sociales que puede ocasionar, aunque no sea su intención el hacerlo. Y, si estos aparecen, de nuevo se subrayan unos culpables claros: la intolerancia y la xenofobia, sin entrar en más razones. Por eso una película como Atenea (2022), de Román Gavras, resultó estimulante, pues allí sí aparecía una visión plural y compleja del problema de la convivencia racial en la Francia de las banlieues.

En general, como hemos visto, la narrativa progresista nos conduce a través de las historias que escoge y de las que excluye. Pero también mediante la creación de una sociología en la que los personajes conservadores (republicanos para entendernos) raramente forman parte de la normalidad. De hecho, cuando aparecen, lo hacen para convertirse en la encarnación de casi todos los males. Esto se ve de forma destacada en una serie como Hacks (Max), pero también en Cómo defender a un asesino, serie en la que el personaje malvado por antonomasia es una gobernadora republicana. Y no digamos en la citada El gran golpe, serie concebida desde su segunda temporada como arma de combate contra Trump.

Finalmente, no concluiremos esta primera aproximación al problema de la narrativa progre sin dejar constancia de otra forma de manipulación: la distorsión de los debates intelectuales asignando a los rivales argumentos muy malos o de medio pelo. Esta estrategia se percibe con claridad en Mar adentro. La célebre película de Amenábar recrea de forma más que chusca algo así como un debate moral sobre la eutanasia. En la escena, el personaje de Ramón Sampedro, interpretado por Javier Bardem, discute con un sacerdote especialmente torpe y falto de argumentos que aparece, por tanto, como un ser retrógrado e insensible. Esta es la otra opción: si hay que debatir, que sea con ventaja. No vayamos a cometer el error de competir en buena lid con alguien que represente de forma solvente la posición contraria a la nuestra. Esto vale tanto para el cine como para la vida: si quieres confrontar con honestidad tus posiciones ideológicas o morales, hazlo siempre con alguien que represente la mejor versión de tus oponentes. Si quieres manipular la realidad y hacer pasar a tus rivales por unos cazurros, peléate con un cantamañanas.

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