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Biden y la ley del silencio

Llevo unas semanas dándole vueltas a una pregunta. La pregunta es sencilla, así que la expondré sin más adorno: ¿por cuánto tiempo más va a seguir fingiendo el stablishment político y mediático que Joe Biden tiene capacidad para ser presidente de Estados Unidos?

En rigor, esta columna podría terminar aquí, pero para no poner a prueba la paciencia de mi editor con mi habitual concisión, me extenderé un poco más en mis argumentos. Todos hemos visto alguno de esos vídeos que circulan por redes sociales —no los verán en las televisiones— en los que el presidente pierde el hilo de sus palabras, se desorienta en un escenario o directamente pierde la noción de dónde o con quién está.

Personalmente, desde la distancia ideológica en muchas cuestiones, no puedo sino observar estos momentos con franca compasión. Cualquier persona con un mínimo de empatía contempla con lástima que otro ser humano encuentre dificultades para ejecutar las acciones más sencillas. Máxime cuando, tal y como sospecho, Biden presenta claros síntomas de demencia senil, cuando no de algún trastorno neurológico más grave, como un principio de párkinson o de alzhéimer.

¿Quién está llevando las riendas del país en ausencia del mandatario electo?

Por desgracia, la cuestión aquí trasciende lo personal y alcanza lo político. Biden no es sólo un hombre a punto de cumplir 80 años y más o menos venerable. Es el presidente de Estados Unidos, la primera potencia económica, militar y cultural del planeta, y, por tanto, surge una segunda pregunta: ¿quién está llevando las riendas del país en ausencia del mandatario electo? Frente a lo que muchos podrían sospechar, la respuesta probablemente no apunte a la vicepresidenta, Kamala Harris. Esto es así por el papel de comparsa que el juego político de Washington atribuye al también presidente del Senado. La vicepresidencia puede ser un trampolín desde el que ganar visibilidad para más tarde competir por la Casa Blanca —que se lo digan al propio Biden, número dos en la era Obama—, pero el cargo en sí tiene pocos poderes efectivos. En el caso de Harris, además, hay que tener en cuenta la inoperancia que ha demostrado en el ejercicio de su agenda política, especialmente en el único encargo de peso que se le confió desde el Despacho Oval, la crisis migratoria en la frontera con México.

La respuesta a la pregunta de quién lleva los hilos se contesta más bien mirando a su jefe de gabinete, un cargo que tradicionalmente acumula un gran poder de decisión incluso con presidentes sanos, así como con la dirección del Partido Demócrata, centrado ahora en no perder el Senado y la Cámara de Representantes en las elecciones de noviembre. Esta circunstancia, por cierto, bien podría suponer una herida de muerte a esta ya de por sí inválida presidencia. En cualquier caso, son estos personajes no democráticamente elegidos quienes cubren al presidente en la toma de decisiones.

Las grandes cadenas y los vetustos y prestigiosos rotativos siguen a rajatabla la ley del silencio

Es por todo esto que el languidecer de Biden en el Despacho Oval debiera ser motivo de recelo para cualquier opinión pública honesta. O lo sería si estuviera informada por una prensa mínimamente independiente. Sin embargo, las grandes cadenas y los vetustos y prestigiosos rotativos siguen a rajatabla la ley del silencio. Por eso, volviendo a la pregunta del principio, cabe hacerle a la élite mediática aquel viejo reproche ciceroniano, ¿hasta cuándo abusaréis de nuestra paciencia?

La actitud de los medios es especialmente sangrante —para esto como para muchas otras cosas— si la comparamos con cómo trataban al predecesor de Biden en el cargo. Porque Trump era muchas cosas, entre ellas ególatra, imprevisible e impulsivo, pero estaba en sus cabales, aunque fueran unos cabales bastante particulares, y tomaba sus decisiones por mandato de los electores. Caben dudas más que razonables sobre si la actual Administración puede decir lo mismo.

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