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Hola, me quiero casar

El vuelva usted mañana de Larra renace en su pútrido esplendor y el español, que es el que paga, asiste al vodevil desesperado e impotente

Interior. Día. Registro Civil de Coslada.

Hola, verá, entonces, si me quiero casar, ¿qué tengo que hacer? Pues mire, tendrá que, primero, pedir cita previa en el registro de la localidad en la que al menos uno de los dos contrayentes esté empadronado. Pues resulta que, por Internet, no había ninguna manera de hacer ese trámite en San Fernando de Henares, y la web de la Comunidad de Madrid nos redirigía al Registro de Coslada. Pero es que ustedes están empadronados en San Fernando, no en Coslada. Ya, verá, como le he explicado, no, no, mire, vayan a San Fernando que estarán menos saturados que nosotros, porque aquí no podemos abrirles el expediente.

Fundido a negro.

Interior. Día. Juzgado de Paz de San Fernando de Henares.

¿Se quieren casar? Oh, claro, están en su derecho, naturalmente, pero ahora no podemos atenderle porque estamos en un proceso de digitalización. Ah, qué maravilla, entonces, ¿qué hacemos? Esperar. ¿A qué? A que la letrada les coja el teléfono y les dé cita personalmente, miren, aquí tienen su teléfono, pueden llamar todos los días, es lo que está haciendo el resto de la gente. Pero si se están ustedes digitalizando, ¿por qué no ofrecen una manera alternativa de realizar estos trámites? Nosotros hemos tenido que solicitar todos los documentos que nos requieren previamente de modo físico, les recuerdo. Ah, qué quieren que les diga, esto es lo que dice la ley y yo no puedo decirles nada más que esto que les estoy diciendo.

Fundido a blanco.

Este diálogo kafkiano, en realidad doble, es real, me ocurrió a mí en apenas un lapso de media hora, en el Registro Civil de Coslada y en el Juzgado de Paz de San Fernando de Henares. Me sentí como una hormiguita minúscula viendo venir sobre ella la enorme pata de un elefante que ensombrece de golpe el mundo. La sensación de desamparo e impotencia es total. Me sentí completamente despojado de cualquier atisbo de soberanía política sobre mi propio país y reducido a pedigüeño de un feudo medieval o de una corte absolutista. En un rato la maravillosa mañana primavera, azul y blanca, cálida y fresca a la vez, perfectamente abrileña, se transformó en un lugar lúgubre y oscuro por la sombra tenebrosa de ese Leviatán inhumano que es la Administración: una hidra monstruosa capturada por un ejército de charos crueles, insensibles e implacables con las que resulta imposible cualquier tipo de comunicación inteligible.

Es una tomadura de pelo completa. Da mucha risa leer luego todo lo que pone en la Constitución acerca del ciudadano, los poderes públicos y las administraciones. ¡Qué gran mentira, qué gran farsa! El funcionario se parapeta en un reglamento, en una normativa, en una ley o en un protocolo, y alza un muro de arbitrariedad delante de él: da lo mismo, el caso es que tras la valla de papel timbrado no hay nadie que escuche, tan sólo órdenes. Es algo soviético, delirante y perturbador. El tiempo del ciudadano no vale nada, es lo último que han conseguido. Ni el voto, ni la voluntad política, ni la educación superior, ni el dinero confiscado vía impuestos, y, al final, tampoco el tiempo, que es lo único que nos queda mientras estamos vivos.

El Estado, en España, está en una fase terminal del siniestro proceso de emancipación del ciudadano, que ya sólo existe en la condición de administrado. La Administración, como su brazo ejecutor, tiene ya la magnitud hobbesiana del Leviatán y ha escapado por completo a cualquier tipo de fiscalización objetiva por parte del contribuyente, que es el que la financia. Por cojones, se entiende.

Se sale de una oficina de la Administración dudando siquiera de seguir vivo, de que no es un alma muerta como las de los siervos que compraban y vendían en la novela de Gógol. Vapuleado, uno regresa atónito a la secular y en apariencia desterrada por nosotros, que somos —o éramos— tan modernísimos, desconfianza y recelo de nuestros mayores respecto del Poder. Uno empieza a sospechar que la Administración Pública, que según la Constitución está para servir a los intereses generales “con objetividad, eficacia y jerarquía”, se ha transformado, siguiendo el dictado de las élites, en un negociado particular de un determinado tipo de gente cuyo mérito es haber aprobado una plaza, eso en el caso de no haber sido regularizado después de la colocación fraudulenta, como hay tantos casos. Esa gente, absolutamente adicta a lo que sea necesario creer en cada momento, expulsa al ciudadano de lo que es suyo, porque es el que lo paga, y le hace sentir extraño, vulnerable, poca cosa. La Administración se sostiene enchufada al raquítico bolsillo del españolito medio pero el españolito medio tiene que entrar en una oficina de la Administración como pidiendo perdón. Es una cosa grotesca y humillante.

Está claro para todo aquel que tenga ojos que la Administración pública no sirve al ciudadano sino que se sirve de él y hasta las últimas consecuencias. Progresivamente en España se han ido pagando cada vez más impuestos para que cada vez entre a trabajar en la función pública más gente y cada vez sea más difícil realizar la más mínima gestión. Hasta el punto de que, tras haber conseguido disponer de la cartera, del cuerpo y del alma del contribuyente, ahora también, como decía antes, el Estado se haya quedado con el tiempo. Como el Leviatán con el que fabuló Joseph Roth, como el Gólem de la tradición judía, la Administración es el terrible Polifemo del Estado que no conoce a nadie, un ente monstruoso e impenetrable para el cual todos somos la cuadrilla de Odiseo atrapada dentro de la cueva.

El tiempo, que es lo más valioso para el hombre, su único y efectivo capital, se convierte más que nunca en algo relativo, relativísimo, en cuanto se traspasa el umbral de una oficina pública. El régimen del 78 ha modelado un tipo humano, el Homo Fungi, que responde funcionalmente al órgano que lo ha creado en simbiosis darwinista perfecta. El Homo Fungi sólo se atiene a lo establecido y es capaz, sin pestañear, de obligar a un anciano a pasar por el arco de seguridad a sin su bastón porque “así es como está mandado”. El Homo Fungi adopta ante el ciudadano la presunción de culpabilidad: todo el que entra por la puerta es a priori malo, viene a hacerle trabajar y viene a inquietar la paz de cementerio y papelería de la oficina pública que, lo olvida a menudo el Homo Fungi, no existiría si no existiera el ciudadano al que maltrata por principio.

En España el ciudadano ya no existe, podríamos empezar por ahí. Si es que alguna vez ha existido, que esa es otra, porque la Constitución de 1978 en ningún momento consagra de verdad ni la libertad política genuina del español ni la división de poderes en origen, sin lo cual todo lo que estamos hablando es puñalada de pícaro. El ex-ciudadano es un súbdito al que el Estado ve únicamente como una máquina expendedora. Como la alta dirección de la Administración lo considera un peón necesario al que recaudar dinero y por supuesto el voto imprescindible con el que seguir validando el actual estado de cosas, todos los cuadros intermedios y hasta finalmente los de la ventanilla y el segurata han terminado también mirándolo del mismo modo. Ya se sabe desde antiguo que todos los perros se parecen al amo.

Digo que las AAPP son entes cautivos de la Charocracia porque a simple vista la mayoría de las que atienden, es un decir, al ciudadano, son mujeres. Mujeres de mediana edad, entre 40 y 60 años, con poca o ninguna simpatía hacia el que, vía impuestos directos y vía impuestos indirectos —en España sólo falta tributar por respirar y todo se andará— le paga el sueldo. Es curioso porque desde la izquierda Movistar y de Estado (¿acaso no es lo mismo?), desde los ministerios controlados por el PSOE y Sumar, antes Unidas Podemos, desde PRISA y todos sus innumerables satélites mediáticos y culturales, llevan más de un lustro bombardeándonos con mensajes que abogan por la necesidad de que las mujeres ocupen puestos de poder por todas partes, pero, ¿acaso esto no lleva ocurriendo ya desde hace décadas? Son ese tipo de mensajes goebbelianos cuya única intención es reafirmar la verdad oficial de las cosas. El Relato, anular cualquier discrepancia o pensamiento crítico al respecto y apretar aún más las filas. Como si hiciera falta. Pero es un simple vistazo a la realidad confirma empíricamente que al menos en lo que al sector público se refiere la desproporción mujeres-hombres es abrumadora. No sé, en cualquier unidad o departamento de cualquier actividad burocrática estatal, autonómica o municipal, hay tres mujeres por cada hombre, puestos de mando incluidos. No me parece ni bien ni mal, es sencillamente lo que hay.

Confieso que me sentí como dentro de un cuento de Gógol. No debemos andar lejos de la situación de aquella Rusia zarista prerrevolucionaria en la que la administración del imperio era una oficina con las dimensiones de las Termas de Caracalla. El Estado español está adquiriendo una escala no humana, sobrenatural, y hace tiempo que existe para retroalimentarse. Su razón de ser no es el servicio público, esa es la excusa para seguir expoliando al español que trabaja, que cada vez hay menos: nos acercamos peligrosamente al 1/1, por cada español que puede trabajar hay otro que o es funcionario o pensionista o cobra una subvención por desempleo, incapacidad leve, media o grave o está de baja. Una situación así no es sostenible pero supongo que eso ya lo sabrá Europa, que es la que, de acuerdo con nuestras élites socialistas y peperas nos ha llevado hasta aquí desde 1980.

Así las cosas no hay manera de hacerse comprender por quien está al otro lado de la ventanilla. La Ventanilla es en sí mismo una criatura inorgánica, un muro como el de Adriano en Escocia, hecho y pensado para separar al funcionario del salvaje ex-ciudadano. Es una medida higiénica, una frontera. Uno puede desgañitarse y reclamar, enfadarse e incluso golpear el mostrador o el cristal pero nunca atravesará La Ventanilla. Ni en sentido literal ni tampoco en el metafórico. Si no te gusta, amigo, reclama: aquí, naturalmente, como vi en el Juzgado de Sigüenza hace menos de un mes, pues sin el sello que nosotros hemos debemos darle a tu puta reclamación de mierda ésta no puede ser cursada y queda por tanto sin efecto. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen, no hay posibilidad alguna de oponerse y de pronto algo hecho para ayudar y servir (“Una administración de personas para personas”) ha mutado en un bucle obscenamente hinchado del que viven millones de personas, las únicas cuyo poder adquisitivo se ha mantenido e incluso aumentado en casi 20 años de retroceso y empobrecimiento general. A medida que España se tercermundiza y entra en vías de subdesarrollo su Administración pública se vuelve hermética y bananera, se argentiniza: todo es más difícil, cuesta más tiempo, más dinero, el vuelva usted mañana de Larra renace en todo su pútrido esplendor y el español, que es el que paga, asiste a todo el vodevil desesperado e impotente. Es la misma sensación que debían sentir los griegos antiguos ante la acción de los dioses, que hacían con sus vidas lo que les daba la gana. Ante lo divino no cabe respuesta ni rebeldía. La Administración está tomando cuerpo de dios, o de diosecillos, impíos, despreciables, pero igualmente incontestables, abrahámicos. El ciudadano es el pobre Isaac que no puede elegir si ofrecer o no el pescuezo en el altar de la burocracia.

El panorama es desolador pero es que uno mira a cualquier parte y, ¿qué no lo es? Todo en España está en fase de degradación irreversible. Los poderes legislativo y ejecutivo, que son básicamente el mismo, establecen las condiciones de vida del país según intereses muy ajenos a los de los españoles. La soberanía nacional ha sido suspendida de facto. Hay la mitad del trabajo que había hace veinte años y de peor calidad. Por uno de los sueldos de antes ahora cotizan dos. La devaluación interna es demoledora pero de eso no habla nadie en la prensa, comprada por los poderes públicos para que entretengan sin parar a la población con estupideces, frivolidades, banalidades sin cuento y debates falsos y engañosos, la mayoría importados de las potencias extranjeras de las que somos colonia cultural, intelectual, material y económica. En España se está cumpliendo esa profecía que dice que un país no se va a la mierda de una vez y estruendosamente, sino todos los días un poco y sin hacer ruido. Todos los días todo funciona un poco peor. Todos los días todos estamos más quemados, ganamos menos dinero, gastamos más, comemos menos carne y menos pescado, trabajamos más, nos cunde menos, nuestros títulos académicos valen cada vez menos, y el mundo gira más y más rápido delante de nuestros ojos. Las carreteras que cruzan el país de norte a sur están llenas de baches, parches y hoyos. La Vía de la Plata o la Carretera de Andalucía, las dos principales conexiones rutas de transporte de personas y mercancías entre Madrid y el sur de la península, están que da asco verlas. Hay tramos que no han visto un duro desde la Expo del 92. Los hospitales están saturados, en los juzgados se amontonan los expedientes, la Guardia Civil es mandada a luchar contra los narcos en zodiacs de juguete. La complicidad del Gobierno con la tiranía narcorreligiosa de Marruecos cuesta vidas, reputación e influencia, pero gracias a la anestesia mediática, de la televisión y de las redes sociales, a nadie le importa en realidad nada. En las oficinas públicas de desempleo se amontonan los egresados universitarios y los que tienen estudios superiores. Cada día somos menos libres y sin embargo cada día tenemos más derechos. Ahí reside la paradoja del sumidero por el que los españoles nos estamos ahogando sin remedio.

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