Georgia, la ex república soviética, ha sido durante toda su historia una esquina marginal de Europa, en parte porque no todas sus ideas pioneras han sido bien recibidas, pero la solución que allí se está planteando a los problemas de Europa merece ser estudiada y, quizás, replicada.
Los que conocen algo sobre Georgia saben que fue quizás la primera nación del mundo en cristianizarse, y también la que nos dio a algunos de los peores bolcheviques, como Stalin y Beria, así como a un extremo del Nápoles CF con apellido imposible. Quizás hayan oído también sobre recientes protestas callejeras contra el gobierno, que ha sido acusado en algunas cancillerías europeas de ser prorruso y anti-Unión Europea por la reciente aprobación de una ley contra las intromisiones políticas de organizaciones extranjeras.
Es importante aclarar que estas acusaciones al gobierno georgiano carecen de fundamento y se basan en el desconocimiento de la historia reciente del país, que tuvo una terrible década de los 1990 (durante la que perdió guerras contra dos territorios separatistas que siguen en la órbita rusa) y luego flirteó con entrar en la UE y la OTAN durante el mandato de Mikhail Saakashvili, un político que une la corrupción más rimbombante con la incompetencia más supina.
Fue idea de Saki (llamémoslo así) entrar brevemente en guerra con Rusia en 2008 que llevó a los tanques rusos casi a la puerta de su capital. Tras dejar Georgia en 2013, Saki acabó en Ucrania, donde recibió la nacionalidad y se convirtió en gobernador de Odesa antes de ser expulsado del país; ahora, de nuevo sin pasaporte ucraniano, está de vuelta en Georgia, en la cárcel.
Las desventuras de Saki explican por qué el electorado de su país le reemplazó por el partido Sueño Georgiano, una organización económicamente centrista pero también bastante conservadora socialmente, que favorece los valores familiares cristianos tradicionales.
En términos de política exterior, este partido sigue comprometido con la adhesión a la OTAN y a la UE, y ha firmado un acuerdo de asociación con ésta última. Pero se ha resistido a enviar ayuda militar a Ucrania o imponer sanciones a Rusia por temor a que ello provoque represalias rusas que puedan dañar la economía georgiana.
Con todo, el tema de Ucrania es solo la punta del iceberg de objeciones de los gobiernos occidentales contra el de Georgia: su política natalista ha convertido a aquel país en el único de Europa en levantar su tasa de fertilidad por encima del nivel de reemplazo (en 2023 estaba en 2,02 nacimientos por mujer, frente a los 1,39 nacimientos de España).
La base de la estrategia georgiana para lograr este éxito ha sido una combinación de subsidios a la natalidad, medidas que favorecen el matrimonio tradicional y apoyo férreo a la iglesia georgiana.
Al mismo tiempo, la nueva legislación aprobada en el parlamento e impulsada por el primer ministro Irakli Kobakhidze —quien como experto constitucional desmontó el sistema presidencialista que había favorecido los desmanes de Saki— obligará a las organizaciones que reciben más del 20% de sus fondos de fuentes extranjeras a registrarse como ‘agentes extranjeros’ y presentar sus finanzas al gobierno.
Todo esto, que puede parecer algo bastante lógico en un país pequeño permanentemente sometido a la agitación de potencias mucho mayores, no ha gustado nada en occidente: el objetivo obvio de la legislación es el gran número de ONG georgianas que reciben dinero de países occidentales con el supuesto objetivo de promover la integración europea, los “valores occidentales”, etc. y también para llevar a cabo tareas como la supervisión de elecciones, de la que tan excelente experiencia tiene la Venezuela chavista.
Para poner la guinda al pastel, Kobakhidze (en la foto) ha declarado que esas ONG han promovido revueltas callejeras (como la que en 2003 facilitó el ascenso de Saki, y las de ahora), financiado la “propaganda gay” y atacado a la Iglesia Ortodoxa de Georgia.
Es decir, sería difícil crear en laboratorio un cóctel más perfecto para que te aborrezcan en Bruselas, Davos y Washington, que el que presenta sin ningún esfuerzo el partido Sueño Georgiano y su gobierno.
No caigamos en la tentación de pensar que esto no es una anécdota, una historia curiosa sobre un país marginal famoso por sus políticos coloridos. Sueño Georgiano y toda la sociedad georgiana han demostrado que otro futuro es posible para Europa, un futuro de creación de familias y aumento de la población, y no hay nada, nada, que teman más las élites globalistas.
Al fin y al cabo, la base del programa globalista es la inmigración masiva, y la justificación de esta inmigración masiva es la caída de la fertilidad en occidente, y el próximo colapso de las poblaciones europeas. En el momento en que reviertes esa tendencia, con medidas que son difíciles de implementar y que ni siquiera son caras, estás frenando en seco el programa globalista: porque si las poblaciones de Europa subieran en lugar de bajar, nos importaría bien poco que abrieran las fronteras; de hecho, serían los países africanos los que las cerrarían, para que África no se llenara de europeos, como ocurrió en el siglo XIX.
Es por ello que cada vez vemos más artículos que aseguran que fomentar la natalidad es un derroche, un crimen, algo que no ha funcionado nunca. Los mismos que quieren fronteras abiertas quieren también crear algaradas en Georgia para tumbar al gobierno local, y son los mismos que quieren leyes de género, la mutilación sexual de niños y adolescentes bajo el ideario trans y la destrucción de la familia tradicional, esos “valores occidentales”: porque en el fondo lo que quieren es debilitar lo más posible a las naciones más antiguas del mundo, las únicas que podrían frenar la ola globalista.
Así que prepárense para leer más artículos sobre el “régimen prorruso” de Georgia y los “amigos de Putin” que quieren una sociedad distópica de niños jugando en parques y familias acudiendo a misa. Y no olviden que la guerra no está perdida.