«¡Señores!, ha sido muy bonito, pero hay que irse retirando. Vayan haciéndose a la idea». A menudo, con las claras del día asomándose por las ventanas, Pepe Candela, hermano de Miguel y road manager de Tomasito, recordaba a la clientela que debía abandonar el local tras una velada de copas, humo y quejíos jondos. Otro Pepe, bailaor enajenado acaso tras un mal viaje, se había paseado por las mesas repitiendo su «¿me das un cigarrito?», antes de dar un taconazo sobre el suelo ajedrezado y hacer un desplante con la mirada puesta en un lugar incierto. Probablemente, ese es el primer recuerdo que tengo de, parafraseando a Umbral, la noche que llegué –en realidad, me llevaron– al bar Candela.
Así era el Candela a mediados de los noventa, cuando aún conservaba un arco y un toque costumbrista que permitía reeditar las andanzas de los viajeros románticos, también llamados impertinentes, en busca de exotismo a bajo coste. En este caso, el orientalismo se encontraba en la esquina de la calle del Olmo, en un local al que acudía algún guiri continuador de Gautier, Mérimée o Borrow. De entre ellos sobresalía El pollito de California, cantaor que, según nos contó una noche, en un intento de mimetizarse con los flamencos del Sacromonte, o más, bien, con su estereotipo, tiñó con Kanfort sus rubios cabellos. El calor de los focos dio al traste con plan. En mitad de la actuación, así lo contaba John Lane, Juan Callejuela según su propia traducción, unos churretones negros cruzaron su anguloso rostro.
Hace tres décadas, en la tasca de Lavapiés, el purismo se imponía hasta el punto de que una palmada a destiempo, fuera de compás, hacía girar las cabezas de los cabales, custodios de la ortodoxia que reprobaban al incauto con una mirada grave. En aquel tiempo, bajar a la cueva del Candela, siempre bajo la autorización de Miguel, era un raro privilegio, un viaje iniciático, una suerte de antimito de la caverna, pues bajo aquellas bóvedas aparecía la verdad, el cante por derecho, la falseta adecuada, el silencio oportuno.
El Candela era el complemento perfecto de los garitos de Malasaña, dominados por la electricidad kroneniana que, de algún modo, encontraba su eco en el local de Miguel Aguilera, Miguel Candela, pues en esa casa surgió parte del nuevo flamenco, el que, al calor de sellos como Nuevos Medios, incorporó sonidos e instrumentos nuevos bajo la coartada de la fusión, veta abierta por el sonido Caño Roto y por las exploraciones de Smash, Lole y Manuel, el Camarón más legendario y Pata Negra, entre otros. Por ello, no era raro coincidir allí con viejas glorias del flamenco que había sobrevivido a la copla, pero también con Sorderita, Tomasito o Antonio Arias, fundador de esos Lagartija Nick con los que Enrique Morente, siempre presente, en persona o en efigie, es decir, en foto, grabó el mítico Omega. Particularmente asiduos eran Agustín Carbonell El Bola, Antonio Canales o Juan Habichuela, con quien, una noche, en el Candela el Sol, aunque no sólo, siempre se había puesto, en un gesto temerario, me eché un cantecito, creo recordar que un martinete, entre unas cajas de Mahou.
Apenas modificado, el Candela fue el Candela hasta que Miguel, golpeado por una dolorosa distancia, desapareció. Después, disipados los humos de diferentes aromas por mandato gubernamental, se mantuvo por inercia. Poco a poco, el bar se fue gentrificando, desvirtuando, convirtiéndose en el lugar donde tomar la última copa si la mole caucásica que custodiaba su puerta lo permitía. A finales de la primera década del XXI ya era imposible ver escenas como la protagonizada por Torrente Malvido, el hijo crápula de don Gonzalo, que, tras un silencio introspectivo gritó, levantándose de una silla gritando su propio eureka: «¡He sacao una letra!». Aunque la foto que Alberto García-Alix hizo a Camarón seguía presidiendo el camino que conducía a unos baños que mantenían sus innumerables secretos, el Candela dejó de ser el Candela, el lugar donde se celebraban los triunfos en los escenarios, la parada obligatoria en un peregrinar que, a veces, conducía a La Gloria, antro que también perdió su magia cuando dejó aquel local partido por una reja tras la que una guitarra esperaba el arranque de un cantaor aficionado o de un rapsoda que siempre repetía los mismos versos.
Leo en la prensa que acaba de aparecer un libro titulado, Candela. Memoria social de un Madrid flamenco, y con él, la tentación de leer los testimonios que en él se recogen, de confrontar con los recuerdos de sus visitantes, de construirlos, incluso, pues la memoria miente con frecuencia. Leo también que el Candela ha reabierto, renovado, aunque, dicen como defendiéndose de una acusación, sin perder las esencias. Y siento el vértigo de regresar. Un impulso frenado por la vieja sentencia de Heráclito: «Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos».