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Carlos Saura, embajador del flamenco y la cultura hispana

Casi treinta años antes de que la Unesco proclamara el flamenco Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, Carlos Saura lo popularizó en todo el mundo gracias al éxito inesperado de su película Bodas de Sangre (1981). En esta obra el flamenco comparecía en una triple dimensión: la musical, por descontado, pero también la del baile, —representada nada menos que por Antonio Gades, uno de los grandes renovadores de la danza española—, y también el teatro, pues el argumento se inspiraba en la obra homónima de Federico García Lorca.

El éxito fue todavía mayor con Carmen (1983), donde Saura conectó lo flamenco (con apariciones de Paco de Lucía y de Pepa Flores ‘Marisol’) con el mito de lo hispano que había levantado la célebre ópera de Bizet. Esta película lograría premios en Cannes y Montreal y llegaría a estar nominada al Óscar. Y redondearía la jugada, aunque con éxito menor, El amor brujo (1986), también con el ballet de Gades de protagonista y, esta vez, la música de Manuel de Falla. 

Tres películas que fueron solo el inicio de la dedicación de Saura al musical y que los interesados pueden revisar ahora por primera vez en Blu-ray en una excelente edición de Divisa, con una inmejorable calidad de imagen y un amplio ensayo.

Hay que reconocer que el éxito internacional de esa primera Trilogía Flamenca está en parte relacionado con la conexión de las tres películas con el mito romántico de España y de lo español identificado con lo racial, lo temperamental y lo pasional. En las tres obras hacen acto de presencia los celos, la peligrosa y delgada línea que separa la pasión de la muerte y, en cada una, además, hay una pelea gitana a garrotazos o navajazos. Pero los estereotipos aparecían renovados y reformulados, enriquecidos además con nuevos talentos (José Mercé canta en Bodas de sangre y unas jovencísimas Azúcar Moreno en El amor brujo). 

Esa conexión con el mito romántico español dio luego pie a otra serie de películas, de carácter más documental, en las que Saura realizó un doble trabajo: preservar la música de raíz, de origen, la de carácter más genuinamente popular, al tiempo que la hacía convivir con reformulaciones más estetizadas y renovadoras de cada uno de los géneros a los que se acercaba en sus películas. La vieja y saludable fórmula de la convivencia entre tradición y modernidad, con el añadido, además, de que la tradición era presentada, formalmente, también con aires renovados. 

Aquellas tres primeras películas sellaron la vocación de Saura por la difusión de la cultura hispana, no sólo española, y terminaron desembocando en más de una docena de obras musicales, narrativas y documentales. Además de las citadas, Sevillanas (1992), Flamenco (1995) y Flamenco flamenco (2010) giran en torno al género favorito del cineasta. Pero también dedicó trabajos de gran impacto popular al Tango (1999), los Fados (2007), la Jota, Argentina (2016), o la música de México en su último musical El rey de todo el mundo, estrenada hace poco más de un año. Y eso sin mencionar Iberia (2005), dedicada a la música de Isaac Albéniz; Io Don Giovanni, la ópera de Mozart basada en el muy español mito de Don Juan; o Salomé (2003), al servicio de la sensualidad del ballet español de Aída Gómez.

Por todo ello, Carlos Saura merece ser considerado uno de los grandes embajadores de la cultura española; en su caso, embajador especialmente dedicado a su gran música popular, con la que ha tejido obras que han tenido repercusión en todo el mundo. De hecho, su hija Anna se lamentaba apenas un año antes de su muerte de lo que le costaba a Saura levantar proyectos en España, mientras que su prestigio personal seguía vivo en países como Japón, Francia, México, Alemania o Italia.  

«Cuando entro en una sala donde se ensaya flamenco siento una trepidación enorme», declaró el director aragonés, y de este modo explicaba su pasión por un género al que ha vuelto una y otra vez, incluso explorando en teatro sus conexiones con la danza india. «El flamenco es improvisación, es intimidad, es, en definitiva, instinto, y todo ello viene dado por el duende», explica en la presentación del Blu ray de Flamenco flamenco. «Se dice que esto o aquello tiene duende cuando su huella está hecha con rastro de sangre, de verdadera creación y estilo», añade.

Saura había sido iniciado en la música por su madre, que era pianista clásica. Pero, por razones que ni él mismo era capaz de explicarse, Schubert, Schumann, Chopin o Beethoven se vieron desplazados por las músicas populares «aunque en mi familia esa música no interesaba a nadie». Y, de entre ellas, poco a poco, el realizador se fue decantado cada vez más por el flamenco.  

Saura exploró varias formas de aproximación al género musical en sus películas, si bien en todas ellas, de un modo u otro, aflora la tensión entre los mundos de la ‘realidad’ y la representación. En Bodas de sangre se puso al servicio de un montaje ya existente, el ballet de Antonio Gades, al que añadió algunas escenas naturalistas al principio, con los bailarines preparándose en los camerinos y con el propio Gades hablando de sí mismo.  

Saura aprendió la lección de Bob Fosse en Cabaret y asumió que las escenas musicales ya no pueden pretender irrumpir en la realidad narrativa, como en las películas clásicas del género, sino que tienen que ser reconocidas como un artificio y situadas en su territorio natural, el del escenario o el plató de cine. En las dos primeras películas del tándem Gades-Saura el escenario será la sala de ensayos, donde los bailarines preparan la obra y donde la representan. Pero en la tercera de ellas el escenario será para el director aragonés directamente el plató de rodaje, en el que se finge artificiosamente la realidad (como en El amor brujo), o un plató especialmente construido para ser un elemento más de la representación, como ocurre especialmente en las películas rodadas con el director de fotografía Vittorio Storaro. Con Storaro, Saura perfeccionó un estilo propio marcadamente esteticista y estilizado, en el que la escena estaba dominada por la presencia de unos paneles que iban cambiando de color o de tonalidad en función de la evolución de cada tema, con lo que el decorado se convertía en un elemento esencial de cada número.

A veces, los distintos temas eran entrelazados por un argumento, como en Carmen, donde llevará al máximo el juego de paralelismos, y finalmente confusión, entre realidad y ficción representada. Pero también en Tango, o El rey de todo el mundo, donde el argumento permite entrelazar los números musicales, que son siempre los verdaderos protagonistas.

En otras ocasiones las películas asumen la forma documental y se construyen a través de una sucesión de números, sin argumento que los ligue, que ponen en escena diversas formas de entender el género, o el tema, del que se ocupa la película. A menudo sin aportar más información que unos rótulos que identifican a los artistas, aunque, a veces, la vocación pedagógica del cineasta añade alguna explicación o testimonio. Obras representativas de este estilo documental con Sevillanas, Fados o Iberia.

Este modelo no siempre resultó redondo, ni fue siempre bien recibido. En Flamenco flamenco algunos de los intérpretes invitados no se sintieron cómodos con el modo estetizante con el que Saura presentaba su trabajo y que veían incompatible con la naturaleza del género, exigiendo no aparecer en la película. En otras obras, como Jota, los castellanos vemos un panorama un tanto descompensado, con escasa presencia de nuestros bailes y temas. Y en Tango la historia introduce una clave política, ideológica, que termina por lastrar un poco el resultado final. Pero en éstas, y en casi todas las demás obras, no puede negarse que prima la experiencia placentera del espectador, entregado al goce estético de la música, el baile y la puesta en escena. Como tampoco puede negarse que sus películas dieron a conocer, dentro y fuera de España, a muchos artistas de innegable talento, pero no muy conocidos gracias al tirón de los más populares

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