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Contra el feminismo

El feminismo, como construcción ideológica, siempre ha sido un movimiento paternalista que ha infantilizado y revictimizado a la mujer

Hablar de feminismo tiene su grado de complejidad: conlleva aceptar que vas a salir herido, señalado o insultado, por no decir desautorizado. No está exento de efectos secundarios y daños colaterales. Es un debate minado, propenso a malentendidos y antagonismos. Cuando la realidad es que dialogar con las razones ajenas enriqueciendo con ellas las propias sin imponer las que uno tiene a los demás, evaluando pros y contras antes de decidir, considerando las distintas opiniones, no solo los prejuicios de uno mismo, debería ser la norma social de la que partir para entre tanto disenso encontrar diferentes consensos, que posibiliten el progreso y la convivencia en la sociedad. Sin embargo, llevamos un tiempo considerable en el que cuestionar al feminismo se ha vuelto imposible, aunque parece que eso está cambiando y se alzan y respetan cada vez más voces que cuestionan, matizan y critican al movimiento. Hay quienes llevamos unos años hablando en diferentes medios y espacios culturales y políticos de las incongruencias del feminismo y, sobre todo, de las consecuencias nefastas que iban a darse por desarrollar políticas feministas. Por ejemplo, hace ya más de 10 años, Prado Esteban Diezma, coautora de Feminicidio o auto-construcción de la mujer, ponía a los Estados y el feminismo en el punto de mira de la “subordinación de la mujer” y de la “politización de la vida erótica”, consiguiendo que las mujeres sólo luchemos por ‘nuestros’ problemas. Hace 7 años yo participé en el evento Mujeres fuertes, hombres frágiles, de Euromind (foro de encuentros sobre ciencia y humanismo en el Parlamento Europeo, creado por Teresa Giménez Barbat). En aquel encuentro ya se habló de las diferencias psicológicas de sexo, aunque los estereotipos sociales no siempre se ajustan a la realidad, y de que estas diferencias de sexo, por sutiles que sean, acarrean sin embargo consecuencias que acaban expresándose en debates sociales y políticos de difícil solución. También se habló de que en términos estadísticos las diferencias entre individuos son más importantes que las diferencias entre grupos.

Y en términos estadísticos, dejando a un lado las consignas tuiteras, la situación de las mujeres en España es de las mejores del mundo, sin que ello no signifique que no pueda mejorar. No obstante, desde diferentes “faros” (léase con ironía, por favor) sociopolíticos se insiste en la peligrosidad e inferioridad que supone ser mujer hoy en día en sociedades modernas, como la nuestra, donde la democracia liberal es la norma. El feminismo, sin más adjetivos ni florituras, lleva demasiado tiempo imponiendo un canon de pensamiento único basado en el discurso victimista, con el que considera a los hombres responsables de todos los males y pretende hacer irresponsables a las mujeres y, por lo tanto, ineptas para la libertad. Y me van a permitir que me rebele contra el uso de “las mujeres” como expresión de un bloque monolítico de pensamiento.

¿Cómo sentirse parte de un movimiento que, en nombre de una causa superior y justa, me anula como individuo? El feminismo, como construcción ideológica, siempre ha sido un movimiento paternalista que ha infantilizado y sigue infantilizando a la mujer y la revictimiza. Un movimiento que demoniza al hombre por el mero hecho de serlo. No respeta diferencias y particularidades y establece un credo al que hay que sumarse sí o sí, imponiendo un canon de cómo ser mujer y, encima, señalando a toda aquella que no se adhiere. ¿Acaso no se ve el machismo y la misoginia que destila? Es un movimiento que considera a la mujer menor, sin capacidad para decidir, que hay que proteger por vulnerable, en lugar de facilitar que crezca y se desarrolle libremente. Por muy justa que sea una causa, nadie debería consentir que se le niegue como individuo. Ni siquiera en nombre de un bien común, superior y universal. Porque con la excusa de una causa justa —la igualdad— han transformado tanto a mujeres como a hombres y han generado una hostilidad mutua. El feminismo y sus políticas de género no admiten la existencia de hombres y mujeres: masculinidad y feminidad en vías de extinción.

Este “faro” sociopolítico ha conseguido que todo se relativice, la razón sea censurada, lo biológico no tenga cabida, la familia se aniquile, el afecto y el contacto se violen con leyes y perspectivas ideológicas varias y los valores de antes no tengan cabida (no sé por qué), cuando aún no hay nuevos valores sólidos a los que aferrarse para reconocerse socialmente. Esto se ha conseguido por medio de una merma de la responsabilidad individual, donde el feminismo y las instituciones se erigen como protectores y ofrecen con alevosía derechos —como si estos fueran gratis—. Y no reconocer la existencia de los demás nos ha llevado a despersonalizar al otro, a deshumanizar. Lo que, en definitiva, ha llevado a cosificar a todos: a instrumentalizar a las personas —hombres y mujeres— y todo bajo una justificación supuestamente loable y común: por una buena causa. Con el pretexto de luchar por la igualdad, luchar por la justicia, luchar por los derechos humanos parece que todo vale con tal de ganar, aunque ello suponga usar y abusar de otros, porque “es por el bien común”. Así, valores como la igualdad, la justicia y los derechos son relativizados, manipulados y tergiversados.

Creo que es el momento de aclarar lo más obvio y tal vez por ello lo más difícil de entender: la emancipación no es un derecho. No tiene nada que ver con el bienestar y los derechos, sino que es la primera obligación humana, la más imperiosa y la menos utilitaria. No pueden confundirse el interés, la prosperidad, la satisfacción y la conveniencia con la emancipación. Y eso es lo que ha venido haciendo el feminismo, confundir la emancipación —eso que denominan burdamente como empoderar— con los intereses y satisfacciones. Liberarse de cualquier clase de subordinación o dependencia no es una dádiva, es toda una responsabilidad con uno mismo y con los demás. Yo, como mujer, no necesito una especial protección, sino asumir mi responsabilidad, derechos y obligaciones, igual que cualquier otro ser humano mayor de edad. No me considero más débil ni más frágil que los hombres, sino sencilla y maravillosamente diferente. Es cierto que en promedio un hombre es más fuerte y, por ende, puede que de ser violento lo sea de una forma letal; pero atendiendo a las estadísticas ¿contra quién se muestra violento mayoritariamente el hombre? Contra sí mismo y otros hombres. Decir que en España hay contra la mujer una violencia sistémica, estructural, es diluir las responsabilidades y hacer de esa supuesta violencia algo insuperable por inespecífico. Según los diferentes indicadores, vivimos en una sociedad cada vez más pacífica y justa y, como apunta Teresa Giménez Barbat en su libro Contra el feminismo, los privilegios y la posición ya no vienen marcados por la línea familiar o los estamentos, sino que en los últimos 200 años se han ido dando cada vez más posibilidades de “ascensor social”. Claro que la violencia ha de ser perseguida, pero todo tipo de violencia sin distinción de género, edad, raza o persona/institución que la practique.

Con los años, por no decir desde siempre, el feminismo se ha colocado en una posición insensible a la crítica y ha dado lugar entre las mujeres a un enfrentamiento. Las mujeres conservadoras, las liberales e incluso las que nunca nos hemos casado con ningún adjetivo somos —aquí han de permitirme conjugar en primera persona del plural— negadas. No existimos para el feminismo. ¿Por qué? Porque, como dice Teresa, en definitiva el feminismo pone sus interés políticos por delante de la ética de la libertad. Lo mismo ocurre con otros movimientos sociopolíticos, como el movimiento LGTB que representa al lobby LGTB, no a las personas no heterosexuales. Velan por sus interés, no por los de las personas. La identidad la convierten en un instrumento con el que deshumanizan a las personas. Usan un rasgo característico (género, raza, orientación sexual, etc.) para su beneficio. De ahí que alimenten las polarizaciones y luchas.

No deja de ser llamativo que la opresión femenina y el privilegio masculino son ideas centrales en el análisis feminista, pero no atienden ni al privilegio femenino ni a la opresión masculina. No sé, pero si te eriges como adalid del principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre, qué menos que atender a todas esas situaciones en las que la desigualdad socava a unas y a otros, ¿no? Sin embargo, cualquier dificultad que sufre el hombre, en función de su sexo, lo achacan a la masculinidad y de ahí esa idea envenenada de la masculinidad tóxica. Culpan a la masculinidad de una variedad de enfermedades sociales, pero, sin embargo, la creatividad masculina, las contribuciones y los logros se atribuyen a una suerte de rasgos individuales o a una posición de privilegio. Esto ha dado lugar a que muchas mujeres se desentiendan de los problemas que afectan a los hombres, cayendo en una falta de empatía que las degrada como mujeres y, sobre todo, como personas. Algo que, al mismo tiempo, induce a los hombres a despreocuparse de los problemas de ellas. Un circuito perverso, ¿no se ve? Desde el feminismo hablan de machismo, patriarcado, masculinidad y cultura como las causas de la violencia y menoscabos contra la mujer. Pero entonces, ¿cómo hacer responsables de forma individual a los hombres de sus actos si el patriarcado es el responsable y ellos son adoctrinados y educados en él? Dicho de otro modo, si en otras esferas públicas nos esforzamos por disociar la responsabilidad colectiva, ¿por qué no con los hombres? ¿Acaso se vería aceptable hablar de “toxicidad negra” ya que en EEUU la criminalidad es con mayor tendencia cometida por negros? ¿Sería aceptable hablar de “feminidad tóxica” en aquellas expresiones de la violencia en las que la tendencia es femenina?  Espero que la respuesta a esas cuestiones sea un “no” y de ser así dejen de deshumanizar al hombre y de convertirlo en la representación de todo lo malo. Empiecen a señalar lo que está mal independientemente de la autoría.

Lo cierto es que el clima de opinión, propiciado por la perspectiva feminista y secundado por la política y los medios de comunicación, está favoreciendo la insensibilización. No se tiene en cuenta las necesidades de los más vulnerables, los niños, pues el feminismo propone como solución al “problema” de la primera crianza la institucionalización. Suele plantear las políticas de conciliación laboral y familiar tomando como prioridad el empleo y no la crianza. Además prioriza el terreno laboral, público y político como el terreno a conquistar, en los mismos términos que lo han hecho los hombres y con las mismas reglas de competitividad de los hombres. Han conseguido que la sensibilidad del mundo interior, familiar, doméstico, emocional, de cuidados, vínculos, etc… siga quedando subvalorado. Considera el trabajo como el principal vehículo emancipador de las mujeres, y se centra en el empleo como elemento liberalizador. Es más, el feminismo llega a considerar el ejercicio de la maternidad como un obstáculo en el triunfo laboral de las mujeres, en lugar de un derecho, una oportunidad y un inmenso enriquecimiento de la vida, además de una necesidad vital para el desarrollo sano de los más pequeños, que toda la sociedad debería facilitar. Ha conseguido que la maternidad sea comprendida como un contratiempo, cuando la maternidad entraña aceptar que es un hecho biopsicosocial que es vivido personalmente, expresado culturalmente y representado política y económicamente. Como dije en otra ocasión, la maternidad, como toda vivencia humana, es bipartida porque todo lo excelente tiene una dosis de miseria y dolor, siendo así conflictiva. Causa impactos sociales. Es más que dinero, aunque dejar de recibir un salario para cuidar tiene un valor monetario. Pero tampoco es cuestión de esperar todo de las instituciones y partidos políticos, sino buscar la acción directa defendiendo los vínculos internos de las familias por encima de los vínculos con el Estado. Urge situar los cuidados en el centro de la ciudadanía -que no de la política-, tendiendo vínculos de apoyo incluso con las personas que no piensan como nosotros mismos.

Si buscamos comprender por qué nos comportamos como nos comportamos, el libro de Teresa Giménez Barbat, Contra el feminismo, es un buen comienzo. Ofrece una visión científicamente documentada, exhaustiva y controvertida, abogando por la libertad, haciendo uso de la razón y alejándose de extremismos e ideologías divisivas. A partir de la biología y la naturaleza humana, a través del estudio pormenorizado de los factores que influyen en nuestro comportamiento —la herencia genética (nature), la educación o el estatus socioeconómico (nurture)—, desmonta y denuncia las múltiples falacias y mitos del feminismo actual con conclusiones rotundas cargadas de sentido común: «Las mujeres no somos víctimas; los hombres no son el enemigo». Es más, como bien apunta, si las mujeres fuésemos víctimas del dominio de los hombres «habría un fuerte desequilibrio y se expresaría en un estrés que habría amenazado completamente la supervivencia». Porque, ¿qué especie puede permitirse el lujo de detestar por defecto a sus hembras? Las grandes construcciones ideológicas, como el feminismo, devienen siempre en mentiras que el tiempo pone en evidencia; sin embargo, mientras perviven expanden la ignorancia, la injusticia y el mal. No debemos olvidar que fuimos nuestros ascendientes y seremos en nuestros descendientes, pero nada indica que hoy seamos mejores. «Sólo con la razón y con la empatía (ese “adhesivo social”) —y su corolario más humano, la compasión— alcanzaremos el consenso», dice Teresa.

Dijo Katherine Hepburn en La reina de África que «la naturaleza es aquello de lo que partimos para elevarnos». Somos compasivos y crueles porque esos rasgos fueron vitales en nuestro pasado evolutivo. Necesitamos recuperar lo masculino y femenino desde sus facetas poliédricas. Para ello, mujeres y hombres debemos sentirnos concernidos por los problemas del otro sexo. Con esto quiero decir que mientras sigamos divididos no habrá salida y conviene recordar que la existencia de privilegios sociales, jurídicos y económicos, si no están suficientemente justificados y evidenciados empíricamente, crean desigualdades. Es lo que ha permitido que diferentes grupos raciales, religiosos o sociales se impongan sobre otros. Una vez me dijo alguien que me conoció libre y que me quiere libre; eso mismo deseo yo para cada uno de mis semejantes: ser libres y, para ello, hay que quitarse las lentes politicistas. Hay que desprenderse de los colectivos y sus etiquetas para poder dialogar. Pues nada debilita tanto como creer que necesitamos homogeneizarnos para ser más fuertes. Sin olvidar que, además, toda esa enemistad crece a expensas de la humanidad que compartimos todos. Tal vez entonces recuperemos los vínculos y, así, recuperemos la capacidad de dialogar, de entablar una relación con lo distinto. Necesitamos afectos y no consignas.

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