Al sol y a la intemperie, sin parapetos o filfas de ningún tipo, la arena se calienta. Sangre, polvo, sudor y lágrimas: en eso consiste la Tradición con “t” mayúscula desde la Creta de Hércules en adelante. Prueba de ello son los ritos taurinos y la danza circular de los derviches. Todo rastro vivo del sacrificio, ese gran olvidado del mundo secularizado. Al no encontrar nada mejor que ofrecer a los dioses, Prajāpati, el padre de la Creación, arrancó su propio ojo, abandonó la visión exterior del mundo y, a cambio, amplió su mirada interior. Su ceguera, como la de Homero o Milton, es sinónimo de la sabiduría adquirida al perder un sentido superficial; y, al tiempo, representa la división de lo Uno en lo diverso, como la castración de Urano.
Así es como nace, en la Historia, el rito sacrificial por antonomasia: la entrega desinteresada cuyo ejemplo mejor es la libación, consistente en derramar un líquido a un vacío sacralizado, lleno de dioses… De todo ello escribe Roberto Calasso en su excelente, imprescindible texto El ardor (L’ardore, 2010): «Para saber, hay que ser ardiente. Sin eso, todo conocimiento es ineficaz. Hay que practicar por lo tanto el ardor (tapas)». El saber no está recluido en los libros, no se accede a él solamente leyendo textos sagrados, sino en las crisis que se convierten en transformación cuando dejamos entrar a los dioses en nuestro vacío, al sacrificarnos como ego y así sacralizar nuestra herida, al “calentarnos” anulando nuestra identidad anterior en nombre de un fin superior que lo trasciende. Es lo que sucede cuando subimos a la montaña.
En 2025 el cine español ha realizado un hito que llevaba décadas sin acontecer, alumbrando dos obras maestras en el sentido más pleno de la palabra. Provenientes, estas películas, de dos directores arriesgados, en cierto sentido también “afrancesados”, que beben más de los canales independientes y del estilo documental que del largometraje al uso tal y como se entiende en nuestros días. Me estoy refiriendo, por supuesto, a los relativos filmes de Oliver Laxe (París, 1982) y Albert Serra (Girona, 1975): Sirat y Tardes de soledad.
En las dos películas citadas late, con letras mayúsculas, un sentido sacrificial de la existencia en el estrecho sendero donde el Infierno se toca con el Cielo. Es decir, la presencia «fascinante y tremenda», al decir de Rudolf Otto, de lo numinoso entendido como «teofanía» y «mysteium tremendum». A través del documental sin artificio alguno, en el caso de Serra y su aproximación nada dogmática a la tauromaquia, y a través del artificio que se vale de actores no profesionales y de otras tretas propias del documentalista para hablarnos con nitidez de la muerte y la transformación, en el caso de Laxe, lo sacro regresa al mundo secularizado en que todos languidecemos en una lenta desesperación que parece interminable, pero por suerte no lo es.
Para Michel Leiris, tal y como recoge en esa joya literaria que es Edad de hombre (L’Age d’Homme, 1939), el escritor es un torero que sale al ruedo de la página en blanco para matar o morir en nombre de algo superior. La figura real del torero Andrés Roca Rey, en la película de Serra, o Luis, el personaje al que da vida Sergi López (único actor profesional del filme) en ese “trance en el desierto” dirigido por Laxe (en la fotografía, junto al mencionado actor), son las del loco y el héroe, aquel que, por su relación con la muerte, está al mismo tiempo con un pie en este mundo y con el otro estribo puesto en ese “otro lado” que es la trascendencia. Un tipo con la vista perdida y sin nada que perder.
¿De qué nos hablan ambas películas, tan visualmente poderosas como perfectas en su conjunto bien tejido? En apariencia tratan sobre sendos submundos, cada uno de ellos propicio para el «periodismo gonzo» de Hunter S. Thompson y todos sus epígonos: las raves y el toreo. Incluso podríamos decir: intentos por salir de la Modernidad dentro de la Modernidad, a través de algo que la precede, en el caso de los toros, o de algo que trata de acelerar su caída, en el caso de las raves, pero en cualquier caso excede los parámetros morales del Mundo Moderno y que exuda en cada poro esa cosa tan extravagante hoy en día: inconformismo.
Ahí, en ese exceso del Bien y del Mal en favor de la realización de lo sacro, es donde entran Friedrich Nietzsche y Yalāl ad-Dīn Muhammad Rumi, dos filósofos-poetas (o poetas-filósofos). Rumi, que invita a observar la luz que entra por nuestras grietas, es el padre de los derviches danzantes; y Nietzsche, para quien lo que no nos mata nos revitaliza, es el filósofo de la danza del espíritu: «Es la música que hay en nuestra conciencia, el baile que hay en nuestro espíritu, lo que no quiere armonizar con ninguna letanía puritana, con ningún sermón moral» (Más allá del Bien y del Mal). Ellos son los psicopompos para nuestra travesía; y es que quien no atraviesa desiertos diríamos que los contiene dentro de sí.
Es la danza sobre el abismo, bailar en el ruedo ante la bestia o en el desierto sobre un campo de minas, lo que convierte al ser humano ordinario, incluso inane, en un hombre quintaesenciado, cercano al Sí-Mismo junguiano, es decir, en aquel que es semejante a los dioses y que ha pasado en acto de la podredumbre del Nigredo que es la antropología moderna a la purificación del yo que representa el Rubedo alquímico. Ese hombre que es herido por el toro y sale de su experiencia cercana a la muerte con la mirada perdida, en el filme de Serra, o aquel otro que sigue su viaje tras perderlo (o ganarlo) todo y nunca más volvemos a saber nada más de él, en el filme de Laxe, son un fiel reflejo del arquetipo junguiano antes mencionado: el de quien ha conseguido salir del propio pensamiento y su flujo hacia una visión más amplia del mundo.
El mayor logro cinematográfico de Serra y de Laxe es que ambos consiguen hacer gran cine, si bien cada uno a su manera, encuadrándose en la misma estirpe que el genial Andréi Tarkovski. Logran contar su historia donde la trama es un mero puente para hablar de la muerte a través del sacrificio, con la Modernidad y la Tradición dialogando entre sí de forma constante en la pantalla, al «esculpir en el tiempo» con una cinematografía que es perfectamente coherente con su cine anterior.
Serra retrata la presencia del tiempo con maestría, reflexiona sobre ese poder absoluto que es la muerte en perfecta sintonía con el gran trabajo que firmó en La muerte de Luis XIV (2016) dejándonos un plano final de Jean-Pierre Léaud para la Historia del Cine, en perfecto diálogo con el final de Los 400 golpes (1959). Mientras que Laxe, que supo hacer poesía-filosofía de los incendios y su catástrofe en Lo que arde (2019), demuestra saber hacer filosofía-poesía del desierto en su último y más arriesgado trabajo. El primer pilar del trabajo de ambos es, sobra decirlo, la estética de la imagen, en contraposición a otros cineastas más narrativos o retóricos.
La principal diferencia entre ambas películas es, como decimos más allá de los detalles superficiales, la participación (o no) del mundo exterior en la trama de la película. Serra, por su parte, deja fuera al público de forma muy consciente, excluyendo todo contexto que vaya más allá del ruedo, porque quiere que sigamos de cerca a la cuadrilla y al torero; en otras palabras, lo que pretende es que el espectador de su filme sea el público del sacrificio que casi se culmina con la muerte del torero en el cine y en la vida. Laxe, por el contrario, se demuestra abiertamente preocupado por la crisis de nuestro tiempo presente y, en ese sentido, más deudor de Tarkovsky que nunca, opta por actualizar el viejo pánico por la situación nuclear, presente en Sacrificio (Offret, 1986), en el estallido de la Tercera Guerra Mundial con claros ecos a la situación geopolítica presente en Europa y Oriente Medio.
No se puede bailar y pensar al mismo tiempo, igual que no se puede torear y pensar de una sola vez. El torero, como el bailarín, está por necesidad más allá de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de la conciencia y sus trampas. Es, por lo tanto, un hombre de la Tradición en el sentido que Julius Evola le dio al término al hablar de la serenidad búdica en sus términos, tanto al referirse a «mantenerse en pie en un mundo en ruinas» como sobre todo al mencionar esa necesaria «impersonalidad activa» que demuestra todo aquel que camina sobre un acantilado: «Dondequiera que haya una ruina, hay esperanza de encontrar un tesoro / ¿Por qué no buscar el tesoro de Dios en el corazón devastado?» (Rumi).
Hace tiempo que el fin del mundo está en marcha, como se dice de forma explícita en la más reciente película de Laxe y se presiente en toda la cinematografía de Serra, y la Modernidad, que en buena parte es causante del problema, no nos dará las soluciones para salir de ese crepúsculo. Por eso ambos echan mano de lo sacro para resolver verticalmente el problema: Serra recurre al simbolismo de la cruz, que antes de a Cristo nos remite a Osiris, y Laxe acude de manera muy directa al cubo negro, que antes de a la Kaaba nos lleva a Saturno, a la hora de buscar alternativas al callejón sin salida existencial, el de la angustia, en el que nos encontramos los habitantes del Mundo Moderno. Estos dos cineastas españoles proponen, cada uno con su particular estética cinematográfica y su muy personal idiosincrasia teológica, un retorno a ese hogar perdido que es Dios. Porque la arena es, in illo tempore, la tierra del Misterio.