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¿De dónde salió el Covid?

Muchos preferirían que la pregunta no se planteara

El origen del Covid-19 que humilló a los gobiernos de medio mundo y causó la muerte a cinco millones de personas es la cuestión más importante de nuestra era. Para que entiendan por qué, es importante recordar una famosa serie de Netflix.

A mediados de 2019, Chernobyl causó sensación en las pantallas internacionales. La serie, muy bien escrita, dirigida e interpretada, aunque un tanto creativa respecto a algunos temas científicos relevantes, transmitió con claridad a las masas lo que muchos estudiosos del tema ya sabían: que el accidente nuclear de 1986 dejó en evidencia a la antigua URSS, un estado inútil y corrupto hasta las cachas que era capaz hasta de asesinar y contaminar a sus propios ciudadanos sin querer.

Recuerdo muy bien la claridad moral con la que los comentaristas escribían en 2019: buf con los soviéticos, vaya inútiles criminales, menos mal que nosotros tenemos expertos y tecnócratas que evitarían que algo así ocurra jamás, y sólidas instituciones democráticas.

Dios quiso que, a finales de ese mismo año y sin que nadie se diera cuenta, un virus mortal empezara a circular por el centro de China. En enero, la nueva epidemia llegó a los medios internacionales, mientras numerosos gobiernos, incluyendo el español, se negaban a tomar medida alguna para evitar una pandemia, lanzando en su lugar proclamas contra el racismo y el alarmismo. El 31 de enero de 2020, un alemán contaminó a un ciudadano español en las Canarias, y el resto es historia, al igual que todos aquellos en España y otros lugares del mundo que no sobrevivieron al virus.

La pregunta “¿de dónde salió el Covid?” ha estado en el aire desde entonces. Los medios, en general, han hecho poco para investigar, fuera de algunas grandes cabeceras estadounidenses.

Por un lado, con presupuestos muy bajos y muy poca gente con una mínima base de conocimientos científicos y acceso a fuentes y reportes en un país tan notoriamente opaco como China, cualquier avance ha de ser muy lento. Por el otro, muchos con apego por las partitocracias occidentales (todas amigas de o en deuda con China y con mucho que ocultar respecto a la forma en que trabajan los virólogos en los laboratorios chinos y occidentales) y por el tipo de “expertos” que las supervisan, esa gente como el español Fernando Simón y el estadounidense Anthony Fauci, preferirían que la pregunta ni se planteara.

Sin embargo, la pregunta está ahí, porque a muchos nos llamó la atención ya a principios de 2020 que, de todos los lugares de China donde un virus zoonótico (de origen animal) podría haber mutado para ser transmitido a los humanos, la ciudad de Wuhan, que fue el epicentro del virus, era el más curioso.

Wuhan es un sitio poco pintoresco, una ciudad de tamaño medio, cuyo rasgo destacado es ser la sede de uno del único laboratorio del país donde se investigan virus de alto riesgo. Si eso no les llama la atención lo bastante, escuchen esto: el laboratorio de Wuhan llevaba años subcontratando investigaciones peligrosas con expertos estadounidenses, desde que Barack Obama las prohibió en territorio estadounidense.

Muchas de estas investigaciones se centran en lo que los virólogos llaman “ganancia de función”: manipular genéticamente un virus preexistente, para que adquiera una nueva “función”. Muy frecuentemente, esta función es hacer que el virus sea más dañino y/o transmisible a los humanos.

Esto puede sonar muy peligroso, incluso absurdo, porque lo es. Durante décadas, los virólogos han explicado que esto lo hacen por el bien de la humanidad, para estar preparados por si acaso un virus de éstos pudiera mutar por sí solo en la naturaleza y afectar a la humanidad. Ello ha ocurrido en muy pocas ocasiones (un ejemplo es el Sida, y otro el SARS que afectó a la propia China en 2003) y desde luego en ninguna de ellas los experimentos previos de ganancia de función de los virólogos han servido para gran cosa.

¿Por qué se siguen haciendo experimentos de ganancia de función entonces? Hay varias razones, que se resumen en una: para avanzar en la virología, ascender y eventualmente aspirar a un Premio Nobel, hay que publicar estudios académicos. Y los experimentos de ganancia de función proporcionan excelente material para los estudios de los virólogos ambiciosos y con pocos escrúpulos.

Esto no es una mera hipótesis. Esto es lo que ocurrió con un equipo de científicos estadounidenses que trabajaba con contrapartes chinas en el laboratorio de Wuhan. Durante la presidencia de Donald Trump, cuando se hicieron preguntas embarazosas sobre la subcontratación de experimentos peligrosos a China, fue el propio Fauci, como presidente del centro estadounidense de enfermedades infecciosas, el que se aseguró de que no se cerrara el canal de colaboración con Wuhan, y la fundación EcoHealth de su gran amigo Peter Daszak pudiera seguir haciendo experimentos allí.

El tipo de experimentos que se hacían, o se intentaban hacer, en Wuhan quedó en evidencia con la filtración a la prensa estadounidense de una petición de subvención de EcoHealth en 2018 para llevar a cabo experimentos de ganancia de función con virus de murciélago; esta subvención jamás fue concedida, pero no sabemos si los experimentos igualmente se llevaron a cabo en Wuhan. Lo que sabemos es que la petición contemplaba la inserción de “ganchos” en los virus para que pudieran infectar más fácilmente a los humanos: y este tipo de virus, con ese tipo de gancho, fue el que causó la pandemia que se desencadenó en 2020.

Les resumo: en 2020, un virus mortal se esparce por el mundo que es extraordinariamente similar a un virus que quería crearse artificialmente en el laboratorio de Wuhan, dos años después de que se presentaran los planes para crearse ese virus; y no se esparce desde Albacete ni desde Tombuctú, sino precisamente desde Wuhan.

¿Y cuál fue la respuesta de la Organización Mundial de la Salud, el gobierno chino, el gobierno estadounidense, el gobierno español y la plana mayor de la virología internacional? Que el virus había mutado por pura coincidencia en un mercadillo de Wuhan, y que cualquiera que sugiriera lo contrario es un conspiranoico anti-social.

No puedo garantizarles que la OMS y todos los demás nos estuvieran mintiendo durante años (solo en el último año han admitido que igual podría ser que el virus no mutara naturalmente). Pero puedo garantizarles que, si se demuestra que estaban mintiendo, las consecuencias podrían, y deberían, ser descomunales.

En 1986, el accidente de Chernobyl dejó en torno a una cincuentena de muertos de los que correctamente se culpó a una nomenklatura soviética incapaz que merecía ser quitada de en medio. Si se llegara a demostrar que la nomenklatura occidental, en connivencia con un laboratorio chino, causó la mayor pandemia del siglo XXI y no habido siquiera un par de dimisiones, tendremos que hacernos muchas preguntas sobre nuestros tecnócratas y nuestras pulcras partitocracias.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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