Fue en la madrugada del primer día de enero de hace más de una década cuando por primera vez contemplé Mi noche con Maud (1969), de Rohmer, la única obra maestra de la nouvelle vague que ha sobrevivido al paso del tiempo, junto con La mamá y la puta (1973), de Eustache (suicidado en 1981), y Los cuatrocientos golpes (1959), de Truffaut. Por supuesto que todo cambió en esa noche que también yo compartí con Maud desde el otro lado del televisor. Descubrí de la mano de ese filme protagonizado por la contingencia, uno de los favoritos de Gilles Deleuze (suicidado en 1995), para más señas, hasta qué punto la capacidad lírica del cine está ligada a la sobriedad formal y a la síntesis poética como rasgos de estilo.
Cuando uno contempla la secuencia inicial de Persona (1966), de Bergman, o la escena final de Sacrificio (1986), de Tarkovsky; cuando se observa, en silencio, el interrogatorio que un grupo de sacerdotes le hace a una joven en La pasión de Juana de Arco (1928), por medio de una sucesión ascética de planos y contraplanos; y cuando se mira la simplicidad de la vida y el paso del tiempo, por ejemplo viendo hervir el agua de una tetera en una habitación vacía, en la película Cuentos de Tokio (1953), se entiende la verdadera esencia indescriptible del cine. Así como hasta qué punto sus imágenes, a veces casi indistinguibles de la vida, otras tan imborrables como el más alucinado de los sueños, parecer provenir de una suerte de instante atemporal que aparece siempre cargado de mensajes herméticos y símbolos misteriosos.
Hay una tumba en Japón, dentro del cementerio de Enga Kuji, en la ciudad de Kamakura, que carece de nombre. Todos los días algún paseante se acerca a ella a dejar una botella de sake o cerveza en honor del borracho que allí descansa. Ninguna inscripción o fecha destaca en su superficie. Sólo un carácter de escritura japonesa llamado “mu” (無), que pretende capturar la ausencia, una suerte de vacío budista, que entiende la Nada como algo mucho más que una mera respuesta nihilista. Pertenece a los restos mortales de uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos, Yasujiro Ozu, que consagró su obra a captar, a partir de la sencillez y el retrato de lo concreto, por medio de un abrazo entre el espacio y el tiempo fílmicos, con una mirada limpia, casi transparente, incluso mística, acerca de la condición humana, la pureza del despojo.
En noviembre de 1965, el cineasta francés Éric Rohmer atacó, en las páginas de la prestigiosa publicación Cahiers du cinéma —que, entonces, componía el sumun de la crítica intelectual junto a los textos de Pauline Kael y Susan Sontag— la concepción fílmica del intelectual Pier Paolo Pasolini, haciendo énfasis en la “mirada” como factor poético dentro del cine. A partir de ese momento muchos comenzaron a diferenciar entre un cine en prosa y un cine en verso. Nosotros, sin embargo, queremos desmarcarnos aquí de esas clasificaciones para, en su lugar, proponer sencillamente la diferenciación entre un cine hermético y un cine superficial.
La principal diferencia entre el cine de entretenimiento y el de arte y ensayo no vendrá marcada por la dificultad o por los temas tratados como por la téchne: eso que Rohmer llama, de manera metarreflexiva, la “mirada”, su propósito esencial. El cine hermético es tendente a emplear la metáfora, mientras que el cine de entretenimiento es tendente a la alegoría, y esa variación, amigos, no es poca cosa: habla de la profundidad y de la complejidad de los símbolos empleados.
No todo espectador cinematográfico está preparado para cruzar con éxito el pórtico simbólico que conduce hasta el conocimiento de los elementos arcanos en una película. En algunas ocasiones, el grado de clausura es mínimo, como en las películas de Alfred Hitchcock o John Ford, mientras que, en otros casos, como el de Alejandro Jodorowsky o Raúl Ruiz, la exigencia con el espectador es mayor. Aunque el componente simbólico por el cual las películas operan se encuentre presente por igual en ambos casos. Por ello debemos diferenciar, dentro del cine hermético, entre distintos estilos del mismo. De entre todos los estilos, consideramos aquí que ninguno iguala a lo que Paul Schrader llamó “estilo trascendental” en un ensayo publicado en el año 1972.
Las dos principales particularidades del cine trascendental son su manejo del tiempo en el metraje y el grado de apertura de la obra una vez es entregada al público por el realizador. Comencemos haciendo referencia al segundo punto: una obra de arte pertenece a su autor, sí, pero también pertenece a aquellos que la reciben. Si un artista quisiera cerrar su obra al momento de publicarla, ¿qué sentido tendría compartir con otros algo que únicamente se puede tomar o abandonar de manera completa? Precisamente por eso es que el criterio subjetivo de cada lector resulta crucial a la hora de entender las obras.
Los grandes místicos occidentales de los últimos siglos, tales como Jakob Böhme, Juan de la Cruz, Maestro Eckhart, Angelus Silesius o Friedrich Hölderlin, proponen aproximaciones esotéricas que van más allá de la comprensión ortodoxa de lo numinoso. Por lo tanto, aunque el cine hermético sea simbólico eso no significa que asimismo sea, ni mucho menos, igualmente teológico o doctrinario. Y eso es posible gracias al concepto de apertura.
Una diferencia fundamental dentro de la falsa dicotomía Rohmer-Pasolini entre cine de poesía y cine de prosa es el papel de la acción en las películas. El cine de prosa se supone que es pura narración, mientras que el cine de poesía carecería de capacidad para contar historias con facilidad. Aunque la diferenciación aquí expuesta es, una vez más, falsa, nos puede ayudar en esta ocasión para entender la particularidad de Hollywood: asienta, desde el primer momento, una relación especial entre el hombre y su entorno natural. Frente al punto de vista fijo de la poesía, el hombre de prosa conoce la realidad en movimiento. El cine y, muy concretamente, su variante norteamericana, se funda sobre un concepto bien definido de traslatio que inmediatamente pasa a formar parte de sus historias. Lo que se cuenta también está sometido a la misma fluidez del movimiento incesante.
T.S. Eliot escribió un texto llamado “El Bosque Sagrado” donde podemos leer: “La poesía no es una expresión de la personalidad, es una huida de la personalidad; no es un desbordamiento de la emoción, pero, por supuesto, sólo aquellos que poseen personalidad y emociones pueden llegar a saber lo que significa querer huir de ambas cosas”. En sus Cuatro Cuartetos (1943), comienza diciendo “En mi principio está mi fin”, para en otro momento concluir: “En mi fin está mi comienzo”. La transformación alquímica ocurre, en el cine, por medio de la fuga: narración de acontecimientos que, mediante el montaje, se imbrican empleando un continuum simétrico. Y así es como queda establecida, ya desde un principio, la rígida relación espacio-temporal que rige los destinos de personajes y espectadores a un lado y otro de la pantalla. Ellos son la historia narrada y, al mismo tiempo, el narrador de la historia. Sujeto y objeto, pues, de la transformación alquímica en marcha.
Es la voz de los desaparecidos aquello que salva de la muerte el maltrecho trayecto de los vivos. La Tradición supone llevar al Otro con nosotros, a nuestro lado, como parte de una cultura que no desprecia a sus muertos, a la manera de la Modernidad, sino que los incluye de forma determinante en su configuración, porque comprende que ellos son tan propietarios de lo existente como los vivos. Una vez más, Eliot escribe en su poema de 1922 La Tierra Baldía: “¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?/ Si cuento, sólo estamos tú y yo juntos/ pero cuando levanto la vista al camino blanco/ siempre hay otro caminando a tu lado/ escabulléndose envuelto en un manto marrón,/ lleva capucha y no sé si es hombre o mujer/ —¿quién es aquél al otro lado de ti?”. Se refiere a la otredad extraviada en el Mundo Moderno.
Quizás todo esto suene demasiado gnóstico para algunos; pero lo que diferencia el cine evidente del cine hermético es esa disposición de símbolos que abren al espectador un horizonte de trascendencia espiritual por medio del Conocimiento interior. La pregunta fundamental de toda forma de gnosis, más allá de las diferencias puntuales de cada grupo gnóstico, es acerca de la existencia del Mal en el mundo. Es el conocimiento, precisamente, lo que permite trascender del Dios exotérico que permite el Mal al Dios esotérico que permite descubrir el origen, el nacimiento, por medio del Mal que también nos conforma, y con ello habilitar al depositario de esa sabiduría para iniciar el viaje alquímico hacia el renacimiento transformador.
Ninguna religión o dogma puede habilitar el conocimiento de esa sabiduría por medio de su doctrina exotérica; debe ser el propio gnóstico entendido como “buscador de la verdad” quien se abra paso por medio de distintas religiones y filosofías hasta aquello del mundo exterior que dialoga, por medio de sus dramatis personae, directamente con su mundo interior. Lo mismo se puede decir del entramado de imágenes, a modo de imago mundi, que pone a nuestra disposición el cine hermético. El significado de la apertura al Misterio siempre será imposible de cerrar en una única interpretación del mismo. Aceptar ese reto es el primer rito de paso para la verdadera iniciación cinéfila que permite apreciar la poesía en el cine.
Resulta imposible de imaginar a un niño del siglo XXI emocionado con su trineo a la manera de Charles Foster Kane. Leamos a Lao-Tsé decir que “la verdadera plenitud parece vacía, pero su presencia es plena”, porque suya es la lección final del cine hermético: es en la sombra, en el silencio final, donde la expresión se sublima para decir aquello que resulta apofático y, por lo tanto, místicamente nos enmudece. Dejando que sea a cambio la cámara, a partir del grado máximo de concreción del que el Arte, todo gran Arte es capaz, quien exprese esta vez lo que es inefable y nos trasciende.
Toda la simplicidad expresiva del cine queda contenida en esa Nada que lo dice Todo, en el fragmento de belleza que nos religa con el Uno que todo lo contiene, imponiendo a cambio una suerte de tranquila serenidad en el espectador. Es algo que encontramos inscrito en el “estilo trascendental” del cine presente en las películas de Ozu, de Dreyer, de Bresson o del propio D.W. Griffith, su patriarca: donde un árbol, al decir de Andrew Sarris, es siempre más que un árbol. Se convierte en un símbolo del Bien y del Mal, de la Vida y la Muerte, de lo Eterno y lo Efímero, gracias a la capacidad simbólica de su profundidad espiritual; y gracias también a una suerte de armonía cósmica que se abre, para aquellos que hemos perdido el sentido espiritual propio de la pre-Modernidad, por medio de la mirada redentora del cine hermético, hasta alcanzar un ideal de Belleza que por mucho tiempo se creyó perdido.