La mal llamada “revolución sexual” incoada en los años 60 y 70 del siglo pasado nos ha convertido a todos en pura mercancía sexual que, en cuanto que tal, debe someterse a una constante renovación superficial sin abrigar aspiraciones espirituales de orden erótico. La obsesión por el cuerpo y la pulsión neurótica por la apariencia van de la mano. No sólo hemos asumido las leyes del Mercado en nuestra vida privada, en la que hemos dejado entrar al Estado sin imponer restricciones de ningún tipo, sino que además hemos asumido el nihilismo es uno de sus mayores postulados anti-metafísicos: un orden amoroso fáustico en el que los afectos deben seguir el ritmo constante de mudanza impuesto por las innovaciones técnicas de último modelo.
El desarraigo mercantil, la fluidez líquida de los capitales y los individuos, ha pasado de disolver las patrias a disolver las relaciones entre personas. El contrato social del sexo es lo contrario a una sexualidad trascendente. Es pura hybris. La metafísica del sexo estudiada por Julius Evola como una vía de áscesis más que pertinente para la ascensión espiritual en tiempos de Kali Yuga se basa en la atracción de opuestos; y sobre todo en la búsqueda del absoluto diferenciado que se encuentra con su opuesto, por medio del matrimonio alquímico, en un encuentro erótico de dimensiones trascendentales.
El principio del sexo, que emana de una serie de rasgos físicos definidos donde destaca la polaridad genital, supera con mucho las dimensiones físicas. Más allá de lo emocional o lo sentimental, de lo afectivo y de lo físico, el sexo entendido en una clave metafísica es capaz de convertir el encuentro entre dos amantes en un Templo, en una Alquimia, en un Matrimonio donde decir “amor” equivale a decir “sagrado” y donde esa misma esencia mágica es capaz de bautizar, en el sentido iniciático del término, aquello que se realiza como una simple pulsión biológica, para elevarlo al ámbito de la belleza despojada de otra razón más allá de la pura entrega, del simple y llano despliegue sin porqué, conciliando opuestos y revelándose como una puerta mística para dos cuerpos que transgreden sus limitaciones físicas.
Fue el psicoanálisis el que comenzó a alimentar la parte subpersonal de la sexualidad introduciendo términos tan nocivos como el de “poder”, totalmente sacado de quicio, o el de “dominación”, que resulta propio de una mente desequilibrada que no conoce el perfecto estado de compenetración entre los dos sexos, por no hablar de la estúpida noción de “represión”, que únicamente puede ser familiar para una cultura cada vez más protestantizada, incluso aunque sea en términos laicos. Reducir la sexualidad a una característica inferior de los hombres es algo que el cristianismo hizo primero y que la secularización se ha encargado de extender después.
La comprensión igualitarista del sexo, tan propia del pensamiento democrático en todas sus variaciones, hace creer que todos estamos llamados al sexo absoluto cuando en realidad sólo unos pocos serán los elegidos para penetrar en sus puertas y no digamos ya merecer sus frutos. Como ocurre en cualquier ámbito de la vida, la libertad sólo puede desarrollarse en un conjunto orgánico mayor determinado por la jerarquía. Igual que una aristocracia espiritual se encuentra al frente de la sociedad, debe ser una aristocracia sexual la que destaque en el uso espiritual de esa herramienta de apertura hacia lo Absoluto. Los demonios de la revolución sexual nos conducen a la masificación de una sexualidad desligada de sus consecuencias biológicas, reproductivas y muy especialmente espirituales. Una obsesión por lo sexual en clave materialista que invierte las posibilidades espirituales convirtiendo el resultado en el mayor mecanismo de control de las representaciones mentales jamás imaginado.
Igual que se ha despojado a la Naturaleza de su esencia visible y su misterio invisible, otro tanto se ha practicado con la sexualidad. La hipersexualización vigente ha acabado de generar una suerte de inflación cuyo resultado final no puede ser otro que la devaluación espiritual. La sobreexposición a lo erótico ha reducido su esencia a la mera apariencia, tergiversando la realidad de un fondo espiritual que le otorga verdadero sentido ontológico. Nihilismo sexual: negación. Espiritualidad erótica: afirmación de los polos opuestos y del amor como vía de conocimiento absoluto del Otro, de uno mismo y de la realidad. Mientras que el signo de los tiempos nos invita a regodearnos en lo subpersonal, el amor verdadero se distingue por su invitación a tender hacia lo Absoluto: apertura total ante el Misterio.
Agotada la Naturaleza, cuyo grado de degradación actual es difícilmente empeorable, el ser humano ha tenido la gentileza de volver sobre sí mismo de manera autoconsciente para practicar en carne propia la misma labor de transformación radical, negando el fondo metafísico y la forma de ser orgánica, para a cambio generar un amasijo subyugado por la razón instrumental y el ilimitado ingenio perverso de los ingenieros sociales. El narcisismo nihilista que sostiene al adolescente perpetuo gracias a los dispositivos de entretenimiento escapista y la gracia terapéutica del Estado se cree legitimado para trastocar su propia faz de forma irreversible, y a ese voluntarismo desmedido y diabólico tiene el coraje de ponerle el epíteto de “libertad” cuando ni siquiera llega al grado estético mínimo que las artes asocian al libertinaje más elemental.
Un cuerpo hiperestimulado y al tiempo alejado de los órganos en nombre de su abstracción idealista es lo que caracteriza al sujeto consumista que el Capital somete a la pinza entre Estado y Mercado, al tiempo que utiliza como mano de obra en condiciones cada vez más paupérrimas. Si la homogeneización es el objetivo, la normativización moralista y legalista es la vía más corta para llegar hasta él. La fragmentación se reviste de variedad cuando, sin un conjunto orgánico que imponga su jerarquía natural, el conjunto final es deslavazado y unitario. Cuanto más insatisfechos estamos en cuanto que ciudadanos, más dependemos del Estado y cuanto más ansiosos somos como consumidores, más acudimos a por objetos de consumo al Mercado. La supuesta liberación del “último hombre” sólo ha servido para generar un nominalismo opresivo diseñado para favorecer la uniformización de la masa.
Uno de los hechos más trágicos de nuestra época consiste en la reducción del sexo, un término de indudable raigambre metafísica, a la muy cuestionable categoría de “género”, con todo lo que esto conlleva de limitación a su aspecto exterior en vez de elevación a su aspiración a lo Absoluto. Es la consecuencia de la caída de la jerarquía en beneficio del tan manido igualitarismo, que a su vez se fundamenta en aquello que Alain de Benoist denominó como «mismidad», esto es, una indistinción aberrante de carácter contra-ontológico y por eso mismo anti-metafísico.
No es casualidad que la Inteligencia Artificial, el cyborg defendido por los evangelistas del “género”, esos transhumanistas apenas encubiertos, carezca de sexualidad definida: se trata de alumbrar técnicamente el hijo andrógino concebido por matriz y sin madre. El individuo nómada que protagoniza la globalización no sólo quiere transgredir toda frontera física, sino también burlar toda posibilidad de identificación sexual. Nos construimos en torno a distinciones ínfimas que sirven para burlar la gran verdad que define al sujeto occidental del siglo XXI: cada vez se aproxima más a un modelo único de nuevo-hombre-masa.
Los garantes del género manifiestan un desprecio evidente con el sexo, puesto que tienen una clara vocación destructiva con el uso de los genitales que la Naturaleza ofrece bien diferenciados. Para hacer ver que las cosas no son como son, ambicionan reeducar a los más jóvenes para confundirlos de forma eficaz. Es la búsqueda de una sexualidad sin sexo, tan lúbrica como escasamente operativa, basada en la abstracción universalista del género, más allá del arte erótico que se cultiva desde la Edad de Piedra, como prueba bien la cultura popular de todo pueblo tradicional.
Los defensores del género, herederos del Mayo del 68 francés, el american way of life y el aborto concebido como técnica anti-conceptiva, sonríen perversamente amparados en las mentiras sobre la “represión” en el pasado, en tanto que defensores de una sexualidad adaptada a los gustos de unas minorías supuestamente reprimidas y defensores, como no podía ser de otra manera, de la pornografía y sus derivados, siempre convenientes y rentables para los fines mercantilistas y atomizadores del liberalismo. Y aún hay más: se muestran partidarios convencidos de reducir cualquier relación erótica a un cómputo de normas donde prima la dominación, el sadomasoquismo, la sumisión y los así llamados “roles” de poder.
¿De qué forma se puede parar este avance irrefrenable de lo abiertamente transhumano revestido de falsamente “liberador”? En un momento dado de La emboscadura (1951), Ernst Jünger escribe: «Largos períodos de paz promueven ciertas ilusiones. Una de ellas es creer que la inviolabilidad del hogar se basa en la Constitución. En realidad, se basa en el padre de familia que se encuentra en la puerta, rodeado de sus hijos, hacha en mano». Pues eso: con uñas, dientes y el hierro que tengamos más a mano para plantear una eficaz «desobediencia civil».
La así llamada “ideología de género” no es otra cosa que una aplicación de la fluidez del Capital y la liquidez de la Modernidad al ámbito más íntimo y espiritual de las personas. Una suerte de indeterminación destructiva, basada en la pura negación, que carece de esencia o de estabilidad que se basa en la oposición radical a la categoría de sexo, a su absoluto trascendente, para afirmar en cambio su única realidad fenoménica: la sexualidad. Y dicha sexualidad es, una vez más, pura exterioridad sin arraigo afectivo, anímico o mucho menos espiritual… Porque la tan manida “ideología de género” eleva el devenir a los altares que debería ocupar su opuesto: el absoluto erótico. Esta destrucción del sexo por medio de la ofuscación de las mentes y la perversión de los cuerpos alimenta el Simulacro de las representaciones al que estamos sometidos.
El gran enemigo de la ideología de género es la penetración de la mujer por el hombre en un encuentro pleno de erotismo, acto necesario para la concepción de niños y, además de eso, momento espiritual supremo en el amor de pareja. Para poder generar el Gólem transhumano, antes hace falta destruir al hombre. En ese sentido, los defensores del género como categoría filosófica y de la causa transhumanista como culmen de la evolución se encuentran plenamente relacionados. Eliminando el mayor rasgo constitutivo de lo humano, el sexo, se logra cambiar su faz de manera determinante y puede que también definitiva.
Terminemos con una breve coda filosófica: siguiendo la metodología propia de la Ilustración y amparándose en ese mal llamado “Imperio de la ley” que pretende reducir toda relación social a un contrato, el universalismo pretende imponer un deber-ser espurio sobre aquello que indica la naturaleza de las cosas en el terreno de la sexualidad… Y lo hace, por supuesto, a través de la ideología de los Derechos Humanos, que es el gran invento del que se sirve el imperialismo globalista para imponer su agenda a lo largo y ancho del orbe, basándose en un puñado de palabras biensonantes, pero empleando las mismas técnicas impositivas de extorsión y coerción que se han utilizado para cancelar la voluntad ajena desde la Antigüedad en adelante. Es un desprecio por el mundo y por la carne heredado, una vez más, del pensamiento cristiano de Pablo de Tarso, una actitud inherente al universalismo que el liberalismo ha secularizado a las mil maravillas.
Se quiere reducir la sexualidad a un espectáculo más, a un deporte incluso, despojado de sus connotaciones espirituales, convertido en función fisiológica que hay que despachar de forma lúdica y eficiente para continuar con el ritmo de producción, un intercambio esporádico, cada vez más infrecuente gracias a la realidad virtual, entre dos entes anónimos e inconcretos que prácticamente no se conocen y que además carecen de personalidad distinguida de ningún tipo. Todo es abstracto y rentable, esto es, conveniente para el capitalismo tecnocientífico… Y todo es anti-metafísico, nihilista y, por supuesto, contrario a la personalidad diferenciada. Nos aproximamos hacia una destrucción abierta de lo humano atacando aquello que se encuentra en su centro de relación con el Otro: el verdadero amor erótico.