«Sólo la burguesía tiene una familia». Con esta frase del Manifiesto Comunista Marx y Engels denuncian hoy a los críticos furibundos del “amor romántico” y de la “familia tradicional”. Parece mentira que sean los Quique Peinado, Henar Álvarez o Irene Montero de turno (todos ellos padres y madres) los abanderados de la cruzada contra la institución familiar. Quizá leyeron mal a Marx y no supieron interpretar la sorna enfática «¡Abolición de la familia!», y son más papistas que el Papa. O quizá es que ellos, que se llenan la boca de la palabra “privilegio”, no hayan caído en la cuenta del privilegio que es disponer de una familia; que sólo la burguesía, la Gauche Divine, puede formar un proyecto, privando a los oyentes de sus podcasts de un bien que es escaso.
Esta semana aterriza en Madrid el joven filósofo italiano Diego Fusaro (presenta su último libro, El nuevo orden erótico. Elogio del amor y de la familia, publicado en español por El Viejo Topo, en la Sala los altos del Pavón: el Gallinero, en Teatro Pavón el próximo miércoles 18 de enero a las 19h). El Turinés causó muchísimo revuelo cuando en 2019 osó sugerir que la izquierda mainstream anda persiguiendo el fantasma del fascismo en lugar de oponerse a la apisonadora del mercado global, en una entrevista que le granjeó grandes enemistades. No contento con ello, Fusaro concedió una segunda entrevista en la que habla de una «traición de las izquierdas» a la clase trabajadora por convertirse en los guardianes arco iris del gran capital. Por supuesto, desde aquel momento Fusaro en España se convirtió no ya una figura incómoda, controvertida y polémica, sino en un proscrito parafascista.
Un par de años después vuelve a levantar ampollas. Esta vez se atreve con uno de los temas tabú de la izquierda posmoderna: la familia. De hecho, recuerdo la primera vez que me escrachearon en Twitter, cuando puse unos carteles de los partidos comunistas europeos (PCE, PCI, PCF, PCUS) de los años 60s y 70s en los que defendían abiertamente y a ultranza la familia tradicional. El Nega, Casandra Vera y cía decidieron meterse con un chaval que tan sólo constataba un hecho: la izquierda obrera, antes de los perniciosos efectos de Mayo del 68, estaba del lado de las familias y no de sus verdugos.
Pero ¿por qué me refiero a sus “verdugos”? Marx, en su texto más conocido y panfletario se lamentaba: «¡Abolición de la familia! Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan escandalizados (…) Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la palabra (…) Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo». Y es que esta verdad incómoda a ojos de cualquiera podría resultar tendenciosa si Gilbert Keith Chesterton —una de las mentes más preclaras del conservadurismo— no sostuviera exactamente lo mismo en una extraña complicidad transideológica. En su opinión: «Lo que ha roto familias y animado al divorcio y despreciado cada vez más abiertamente las viejas virtudes domésticas, es la época y el poder del capitalismo (…) No es el bolchevique [dice], sino que son el jefe, el publicista y el vendedor los que, como una estampida de bárbaros, han derribado y pisoteado esta antigua figura romana». También Simone Weil, ya en 1935, hablaba del nihilismo intrínseco a la aceleración capitalista incompatible con la vida familiar: «La vida familiar, en fin, no es sino ansiedad desde el momento en que la sociedad se ha cerrado para los jóvenes. La generación, cuya vida es únicamente espera febril del futuro, vegeta, en todo el mundo, con la conciencia de no tener ningún futuro, de que no hay lugar para ella en nuestro universo. Por lo demás, aunque este mal es más agudo para los jóvenes, es hoy común a toda la humanidad. Vivimos una época privada de futuro. La espera de lo que vendrá ya no es esperanza, sino angustia».
Porque señores, algo tan elemental como afirmar que la institución familiar es por su naturaleza precapitalista, antieconómica (y, por tanto, antiutilitarista) —es decir, que entre sus miembros no operan los mecanismos de obtención de beneficios ni el frío cálculo, sino la gratuidad y el amor —¡es hoy en día motivo de escándalo! La razón instrumental se resquebraja por completo cuando observamos la relación de la madre con el hijo, el marido con la mujer, la admiración del hijo por el padre, etc.
Lo que, a luces de todos, unas décadas atrás se presentaba como autoevidente, ha empujado a Diego Fusaro a dedicarle algo más de 400 páginas. A saber, que la defensa de la familia es una de las pocas herramientas que nos quedan contra la estampida de bárbaros globalista.
El nuevo orden erótico. Elogio del amor y de la familia (2023) es un libro en la estela de la obra pasoliniana. Un recorrido por la historia de la filosofía que rescata a los clásicos y los pone a dialogar elocuentemente con el idealismo alemán (Kant, Fichte, Hegel y un cierto Marx) y con la Escuela de Frankfurt (especialmente interesante es esta última conexión al hacerse eco de autores como Eric Fromm, Max Horkheimer, Herbert Marcuse). Más aristotélico que hobbesiano en lo político, pero más platónico que aristotélico en lo erótico, Fusaro despliega en esta obra erudición y precisión (y, por qué no decirlo, también un estilo redundante y reiterativo).
La tesis central del italiano es que, tras la caída en 1989 del Muro de Berlín, el capitalismo se absolutizó, aniquilando a su rival directo. Esto devino en una mutación interna del modo de producción capitalista para el cual la estabilidad fordista era ya innecesaria, siendo sustituida por la flexibilidad e incertidumbre absolutas del capitalismo tardío. Este «turbocapitalismo» (posburgués y posproletario) sería una superación de la moral burguesa y la solidaridad obrera, depurando uno a uno todos los elementos de estabilidad. Sin alteridad, este modelo económico, político, social y cultural supuso —en su opinión— una auténtica «mutación antropológica». Y es que como advierte Daniel Bell en su obra Economía del deseo (2012): «El capitalismo no es simplemente un orden económico, sino también una disciplina del deseo». Quien sigue empeñado en creer que el capitalismo es un mero sistema económico y no un sistema de valores en sí mismo va dando palos de ciego.
Es precisamente en esta dimensión libidinal del capitalismo en la que conviene detenerse. El amor, lo erótico se ha convertido en una mercancía más, disponible en la sociedad del consumo desaforado. Por ello, Fusaro se propone «estudiar el nuevo orden amoroso explorando y sondeando el eclipse del amor en el marco del capitalismo de género globalizado».
Por bromear un poco, en ocasiones el libro adquiere el tono, pero también la profundidad luminosa, de una encíclica profana, que nos advierte de los peligros de trocar el amor donativo (agapé), gratuito y eterno, por un falso amor hedonista, mezquino, efímero e hipernarcisista. En opinión de Fusaro: «La gendercracia tiene como objetivo crear un nuevo modelo humano unisex, infinitamente manipulable, porque carece de una identidad diferente (…) El capitalismo absoluto y flexible disuelve el perfil antropológico del ser humano, fundado en la dualidad de varones y hembras en el campo sexual (…) impone la figura del individuo unisex, consumidor amorfo y posidentitario». Creo humildemente que esta es la gran aportación del italiano. Constatar que paradójicamente en la era de la reivindicación identitaria hay una absoluta falta de identidad y que ese proceso de indiferenciación nos precariza y liquida. Los lazos comunitarios, familiares, nacionales, culturales se volatilizan si no encuentran la raíz de lo que somos. Porque para que el Eros (como experiencia veritativa universal) actúe es indispensable la concreción de la persona amada.
Lacan, poco sospechoso de ser un reaccionario, sostenía que «el amor es siempre amor por un nombre propio». Jean-François Lyotard, por su parte, en su obra El posmodernismo (explicado a los niños) (1986) era diáfano: «Ya sea como niño o como inmigrante, uno entra en una cultura por medio del aprendizaje de nombres propios (…) Los nombres no se aprenden solos sino localizados en pequeñas historias». Fíjense que el francés emplea el verbo «localizar». Así es, los nombres propios sólo pueden estar localizados en una cultura, en una patria, en una familia y no en el vacío absoluto. En la era del desorden erótico e identitario la gran carencia es la identidad que antaño nos conferían esos locus (lugares localizados).
La globalización capitalista ha hecho saltar esto por los aires al deslocalizar, virtualizar y homogeneizar nuestra identidad. Como sostiene Fusaro: «La locución ‘te amo’ no puede explicarse, ya que rehúye de toda posible definición (…) y representa el carácter resistente a toda homologación propia de la experiencia veritativa del amor (…) El capitalismo global se plantea como ideología de lo mismo y, en consecuencia, como nivelación homologadora de los seres bajo el signo de la forma mercancía: no conoce nombres propios». Por ende, una defensa de la familia pasa por re-conocer nuestros nombres propios localizados en una civilización, una cultura, una patria y una familia concretas. Pasa por plantar cara a los amos del mundo diciendo: este es mi nombre y me lo regalaron mis padres.