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Hungría, la rebelde

Impresiones desde Budapest

Hacía tiempo que no volvía a Hungría, país al que me vincula una larga historia en cuyos detalles no voy sin embargo a adentrarme. Baste señalar que descubrí a Hungría en los años de plomo del comunismo (gracias a la lo cual, por cierto, me curé). Volví al país para participar emocionadamente en el multitudinario acto que en junio de 1989 consagró su liberación. Y ahora acabo de volver. Con emoción también, pues no es cualquier cosa acudir al país que se alza en el centro de Europa como el gran baluarte contra el liberalismo y el wokismo de nuestra perdición (recordemos que el creador del concepto «i-liberal» no es otro que el propio Viktor Orbán).[1]

Pasearse por las calles de Budapest equivale a toparse con una especie de distinguida dama antigua que ha sabido mantener a lo largo de los tiempos (incluidos los comunistas) unos elegantes aires que se remontan a la época del Imperio austro-húngaro. Pero si semejante encuentro impresiona al viajero, aún más impactado se queda éste cuando se percata de que hay algo con lo que nunca se va a topar: los representantes de la inmigración que invade nuestros países y que, si no se toman medidas tan drásticas como las húngaras, acabará sumergiéndonos del todo. Es decir, sustituyéndonos, como nos advierte la Gran Sustitución, ese concepto que, creado en Francia por el escritor Renaud Camus, ha hecho ahí merecida fortuna, mientras que al otro lado de los Pirineos la Gran Sustitución sigue ignorada por completo (el término, digo).

Volvamos a Hungría. Por indispensable que sea cerrar las puertas a la invasión migratoria, ello no resuelve todos los problemas. En realidad, no es demasiado complicado detener el alud migratorio, sobre todo si el país carece de acceso al mar. Basta quererlo y desplegar en las fronteras el suficiente número de fuerzas armadas y de sólidas vallas. Así lo ha hecho Hungría; pero se ha encontrado con que, una vez detenido el alud, otro problema ha hecho su aparición. No me refiero a las amenazas y chantajes económicos lanzados por los eurócratas de Bruselas. También esto se puede vencer siempre que se tenga la habilidad, el arrojo y la perseverancia de un Orbán.[2]

Lo que, en cambio, tiene más difícil solución es el problema surgido al ponerse coto al alud inmigratorio. Pronto, en efecto, se hizo sentir la falta de brazos con que cubrir las necesidades de mano de obra. La solución adoptada por las autoridades húngaras ha consistido en recurrir a inmigrantes de Extremo Oriente (Vietnam y otros países) que las propias autoridades van a buscar in situ y con quienes firman estrictos contratos temporales. Cuando éstos han concluido, no se pueden renovar, de igual forma que tampoco está permitida ninguna reagrupación familiar. Todo es­tá hecho para que, terminado el contrato —generalmente de cinco años—, el trabajador regrese con los suyos al país que le vio nacer.

La natalidad. ¡Ay, la natalidad!

Dado el ocaso demográfico que padecemos en nuestros países, la anterior es, sin duda, la solución menos mala que se pueda imaginar. No deja, sin embargo, de ser un paliativo que adolece de defectos como tener los trabajadores que aprender una lengua (¡y qué lengua!) para un periodo tan corto, mientras que el empresario se ve obligado a privarse de trabajadores ya formados y adaptados a sus labores.

Si pretendemos salvarnos, si no queremos que se aniquile —a causa de la Gran Sustitución— nuestra identidad, y si no queremos que se arruine —por falta de mano de obra— nuestro bienestar material, es imperativo lograr algo tan básico, tan elemental (pero tan difícil, parece de conseguir) como que la vida retome el impulso y los derechos que son los suyos. Sólo nos podemos salvar si, abandonando esa oscura ansia de muerte que sigilosamente nos invade, nuestras gentes vuelven —ilusionadas y esperanzadas— a procrear, a engendrar vida.

Plenamente consciente de tal desafío, el régimen húngaro ha lanzado un enorme arsenal de medidas —su importe equivale al 5% del PIB— destinadas a incrementar la natalidad. Una suma tan considerable ha permitido adoptar la más espectacular de las medidas: equiparar a un salario corriente la remuneración que —¡horror de horrores para cualquier alma liberal!— el Estado paga a aquellas madres que, dejando de trabajar fuera de casa, se dedican —¡horror de horrores para cualquier alma woke!— a una labor que en la mayoría de los casos es incomparablemente superior: la de «empoderarse» cuidando y educando a sus hijos en el hogar.

Dichas políticas ya están dando sus frutos. Los abortos han disminuido aunque insuficientemente, y el índice de fecundidad, lejos de seguir cayendo como en todos los demás países, ha pasado de un angustioso 1,15 hijo por familia, en 2010, a un más tranquilizador 1,6 en 2020.

No echemos sin embargo las campanas al vuelo. Estas cifras aún están lejos de lo deseable, aún distan de ese 2,1 hijos por familia a partir del cual el número de quienes llegan al mundo compensa el de quienes del mundo se van.

La Hungría urbanita y la Hungría rural

No todo, como vemos, es de color de rosa. A los chantajes económicos y a los ataques que le acarrea al país su defensa de la identidad y de la paz, se suma un problema que a la larga puede ser de bastante mayor envergadura: la implantación territorial del régimen.

Todos aquellos con quienes hablé coincidían en no estar preocupados. No hay por qué inquietarse, me decían: Orbán va a seguir ganando las elecciones. Una debacle como la de Polonia no es previsible que suceda aquí… En lo inmediato, añadían, sin embargo. Y, al decirlo, una pastosa nube de inquietud se cernía por los techos y paredes cuyas molduras, frescos y dorados hacen que estalle de esplendor la antigua cafetería Lotz Hall Terem donde nos encontrábamos.

Mil preguntas afloraban a través de aquella nube. En lo inmediato las cosas parecen claras, pero ¿más adelante? ¿Qué va a pasar más adelante? ¿Qué va a ocurrir cuando haya abandonado este mundo la gente de cierta edad que —en mucho mayor número que los jóvenes— vota hoy al partido Fidesz y apoya con fervor a su líder?

La pregunta es tanto más inquietante cuanto que no es en toda Hungría donde, elección tras elección, se produce ese masivo voto derechista. Quien vota de tal modo es sobre todo la Hungría rural y de provincias: esa base social del régimen donde las grandes ciudades brillan por su ausencia. De modo similar a Europa occidental, el espíritu «progre» y apátrida impregna el aire de las grandes metrópolis, la mayor parte de cuyas alcaldías, como en la propia Budapest, se hallan en manos de partidos liberales de izquierdas o de centro-derecha.

«El problema —me decía alguien— es que, cuanto más abunda el dinero y mayor es el bienestar, tanto más se desarrolla el espíritu woke». Es cierto: también nosotros lo sabemos. Ahora bien, tampoco se puede decir que el dinero y la abundancia corran a mansalva por las llanuras y ciudades húngaras. Pese a indiscutibles éxitos macroeconó­micos (una fiscalidad del 9%, la más baja de la UE; un crecimiento del PIB que, desde 2010, alcanza un 3% anual, o un desempleo que no supera el 3%), aún queda mucho trecho por recorrer en el campo económico. Los precios —lo constaté en vivo— son casi equiparables a los del resto de Europa. Los salarios, en cambio… No, los salarios aún distan mucho de estar a la altura de los nuestros.

Cualesquiera que sean las razones de un desfase tan importante, es de esperar que el auge de la economía húngara —capaz, por ejemplo, de lanzar en España una OPA sobre Talgo— se plasme también en el bolsillo de la gente. Cuando ello suceda, no sólo se obtendrán los beneficios propios del bienestar económico (y allá penas si se incrementa así el espíritu woke…: ya se le meterá en cintura). Lo que un mayor bienestar traerá también consigo es algo de un peso incomparablemente más alto: la salvaguardia de nuestra civilización, cuya defensa el pueblo húngaro, cual bastión alzado en el centro de Europa, ha asumido por sí solo.

No del todo solo, sin embargo. Por un lado, lo acompañan otros pueblos de los alrededores (tal parece como si el comunismo, con su miseria y su crueldad, constituyera —de rebote— la más curativa de las experiencias históricas). Por otro lado, al actuar de tal modo, lo que Hungría nos está diciendo a los demás pueblos europeos es algo muy claro, muy sencillo: si no queréis morir, ahí está el camino por el que también vosotros debéis avanzar.


[1] ¿Por qué no hablar, simplemente, de «antiliberal»? ¿Por qué recurrir a ese término «i-liberal», cuyos inconvenientes gráficos me llevan a clarificar su lectura mediante un guion? Sin duda, para destacar que algo del liberalismo —las libertades cívicas— conviene, pese a todo, preservar. Como preservadas están en la «autócrata» Hungría, así denominada por los jerarcas de Bruselas.

[2] Viendo cómo Hungría ha hecho frente a las amenazas de la UE, la señora Georgia Meloni podría tomar nota de que es perfectamente posible no claudicar ante tal tipo de coacciones. Sometido el Gobierno italiano a presiones parecidas, la líder de Fratelli d’Italia ha pretendido que, para preservar los miles de millones de los fondos UE, no le ha quedado más remedio que abandonar las medidas antiinmigratorias que figuraban en su programa. O esto es al menos lo que ha invocado como excusa.

Barcelona (1947) y «repatriado» en Madrid (2005) después de haber estado dando vueltas por media Europa y haber vuelto a su ciudad natal, es ensayista, escritor y editor. En 2002 lanzó con el apoyo de Álvaro Mutis el Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra, que dio título a ElManifiesto.com, periódico «política y socialmente incorrecto» que sigue dirigiendo. Entre sus principales obras publicadas o traducidas en España, Francia e Italia, cabe destacar Los esclavos felices de la libertad, El abismo democrático, la novela El deber de lo bello. Amores y desamores en tiempos de Pandemia, y la biografía novelada, aún inédita en España, Margherita Sarfatti. L’amante ebrea di Mussolini. Musa del primo fascismo.

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