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Tiempos violentos, hijos violentos

Requiere cierta atención la tendencia al alza de estas expresiones violentas tras décadas de números controlados

Con notable nocturnidad y festiva alevosía, el Gobierno aprovechó el descanso familiar de la Semana Santa para reconocer lo que ya es palpable a pie de calle: que España ha entrado en la fase de culto a la delincuencia. Este páramo arcádico de lo ilegal contempla un aumento significativo en la práctica totalidad de las infracciones penales, que han crecido un seis por cierto respecto al mismo periodo del anterior año, siendo el robo con fuerza en domicilios el único de los dieciséis tipificados que ha decrecido —apenas un dos por ciento—. Y llegados a esta parte, el mundo se pregunta qué extracción social podemos hacer de la violencia generalizada respecto a la creciente preocupación de otro fenómeno generacional: la violencia adolescente.

Igual que los hombres y mujeres son abanderados materiales del zeitgeist, sus hijos obrarán en consecuencia, según lo que vean, sufran y los desaforados apetitos que busquen saciar. Este Occidente decadente que nos damos, enfermo de globalismo y eminentemente hostil, es la causa y razón pura de la siniestra pulsión ultraviolenta de los tiempos; pero nada nuevo, en todo caso, en épocas de reordenamiento de voluntades. Deslegitimar la violencia intrapersonal, la que uno libra primero contra sí mismo, es atentar sobre todo contra el propio impulso vital: y acotarla a lo político —no digamos ya lo ideológico—, una burda trampa al solitario de la representatividad, donde pese a lo que nos cuentan en campañas de sobreinformación, no cabemos todos.

Tomemos el rábano por las hojas en el caso de la violencia estrictamente adolescente, que el último estudio de la OMS anuda a la generosa horquilla de edad de entre 15 y 29 años —y luego volveremos al conflicto sobre las edades referencia—. Que casi el 40% de los homicidios que se cometen caigan en esa franja de edad no connota más que lo aprendido tras décadas de estudio antropológico: los individuos en edad de competir por territorio, progenie y recursos son más propensos a eliminarse entre sí. Sí parece que requiere cierta atención la tendencia al alza de estas expresiones violentas tras décadas de números controlados, sobre todo si tenemos en cuenta que en 20 años analizados entre 2000 y 2019 los crímenes adolescentes disminuyeron especialmente en los países de renta más alta.

A la hora de socializar y desgranar la temida violencia adolescente, hay ciertos innombrables que coartan la mera disección de la estadística, y tienen que ver con ese sutil componente demográfico que implica la aceptación de las anomias en sociedades que buscan el equilibrio. Es otro hecho probado que el aumento de la delincuencia juvenil va estrechamente ligado a los cambios en la configuración de los espacios públicos de convivencia. No es casualidad con cierta frecuencia se sucedan quejas y protestas vecinales cuando a la administración se le ocurre abrir centros de menores tutelados o extranjeros no acompañados: sin embargo, las comunidades no suelen salir a protestar por las horas que sus hijos pasan escuchando a los representantes públicos de turno arrojándose cafradas y haciendo partícipes de ellos a sus padres, orgullosos votantes de lo cafre.

Para despistar, la casuística optimista dirige el foco a otros valores debatibles, aunque más difíciles de medir en bruto, como el acceso libre a contenidos violentos en redes sociales, por ejemplo. Esto es, distraer de lo global (la relación directa con semejantes sin escrúpulos) con pormenores abstractos sobre la educación intramuros, si consideramos el hogar y la preeminencia de la educación paternofilial un bien que cuidar y defender. Igual que perro no come perro, los chiringuitos no pueden pisarse la manguera: y si para abordar la afección de la violencia adolescente hay que hacer la vista gorda con unas causas para apuntalar a otras y lograr mantener inalterable el equilibrio narrativo del siglo, que así sea.

Esto provoca, además, una alteración disfuncional de estudio y cuestionamiento de los procesos. Ahora que la agenda ha determinado que la violencia per se es un objeto de estudio prioritario para el deeply concerned medio —los veryconcernidos, lacayos de esa producción en cadena de sensibilidades—, se dejan en el tintero los mecanismos básicos de aproximación al conflicto de los que debieran resultar las políticas públicas de prevención. Que el objetivo sea la prevención  en un universo que se configura por energías ya denota muchas veces un tratamiento pueril de las dificultades, de la misma manera que contener la naturaleza es el camino más corto a enfatizarla.

Trabajar en prevenir es llegar tarde

Como ocurre con los affaires de publicidad no deseada, la mejor forma de esconder algo a menudo es exhibirlo. Y en ese mismo punto es donde hoy florece esa tan mencionada violencia en adolescentes —y niños, que también sufren, pero están más lejos de las urnas—. Estamos pidiendo a quienes moldean su cerebro a diario con una infinidad de imágenes perturbadoras y mensajes teledirigidos por asesores bienpagados que se comporten como hieráticos súbditos, sin haber aprendido nada, aparentemente, del leave them kids alone. Siempre que el hombre ha pretendido dominar la naturaleza, se ha encontrado enfrente con la certeza de su imperfecto paso por el mundo, que deja huella, primero e irónicamente, en los surcos de la madurez de ese laberinto que es el sistema límbico.

Ya no es que los adolescentes no vayan a saber comportarse como adultos en entornos hiperlibres: es que tratar de politizar la problemática seguramente acabe revirtiendo en una franca llamada a la subversión que, en el mejor de los casos, provoque el efecto contrario. Eso, por una parte; por otra, tenemos a mano todo un tratado sobre cinismo cuando perseguimos la consideración de los más jóvenes como peones de un tablero que aún no alcanzan, piezas exteriores de estudio. Y cómo nos empeñamos en hacerles partícipes de un presente en el que la hiperviolencia es esencialmente adulta, sobre todo, y se manifiesta de mil y una formas no siempre explícitas.

En un reciente ciclo sobre radiografía de la violencia entre parejas adolescentes celebrado en CaixaForum y dirigido por Noemí Pereda, investigadora multipremiada y profesora titular de la UB, el estudio aportado —sin entrar a valorar, aunque convendría, la metodología— acabó derivando en una tosca reivindicación del uso de recursos, públicos, claro, destinados a prevención. Trabajar en prevenir es vivir y cobrar de llegar tarde siempre, pero como principio de economización y rentabilización de las problemáticas es indiscutible: la aleatoriedad factual y la complejidad causal, como advertía no siempre alineada con las nociones modernas de lucha cultural, facilitan que la política de la prevención sea una de las motivaciones políticas más jugosas, por su capacidad de autorregeneración, de las sociedades aparentemente desarrolladas.

La violencia ejemplar

El asunto basal aquí no es sólo enfocar la violencia fuera de los cánones en los que encajan hoy, y que se orientan tantas veces a la educación sexual o psico-afectiva —una cuestión intergeneracional, en todo caso—; como digo, eximir al adulto y su relación con el mundo de responsabilidad directa en la ejemplaridad, no moral sino práctica, de la convivencia, implica la aceptación de realidades incómodas. Estas no siempre van a tener que ver con dicha inmadurez, a la que parece se recurre como un conjuro mágico de soberbia: también con los frecuentes errores a los que el mundo está empujado, para su regulación, en busca de preservar la territorialidad, cuidar la convivencia o incentivar la descendencia, sin ir más lejos.

Cuando tratamos de clavar una puerta giratoria en el campo de la madurez y el desarrollo adolescentes, dejamos de lado su propia identidad a la vez que negamos, y eso es lo problemático, la naturaleza del conflicto. En el propio estudio mencionado, los chicos y chicas objeto de estudio se situaban en la horquilla de los 14 a los 17 años, edades a las que podemos decir que cualquier política de prevención llegará inevitablemente tarde, habida cuenta de que en la actualidad la edad de iniciación al sexo o ciertas drogas, por citar dos ejemplos a vuelapluma, oscila entre los 10 y los 12 años.

Esto no significa más que la violencia adolescente es sólo un anticipo bautismal de lo que espera al ser humano en su tumultuosa y siempre imprudente naturaleza relacional con semejantes. Por tanto, toda política de prevención que se precie que verdaderamente busque resultados tangibles a medio plazo o algún tipo de impacto real en la vida sana, apacible y amorosa de ese rango de edad, habría que trabajarla desde mucho antes, y aquí topamos con la negación, anteriormente soslayada pero ahora obvia, del desarrollo del cerebro infantil.

Siendo la infancia un tabú inflamado por lobbies y rodeado de razones éticas crepusculares, inferir de la imperfección adulta una causa única al desafío de la hiperviolencia adolescente —véase el consumo de pornografía, la compleja convivencia con grupúsculos no necesariamente instruidos en la empatía o la exposición constante a un lenguaje político soez y mediocre— y el espíritu de este tiempo —la deshumanización del amor, la desnaturalización de la familia o el ataque frontal a las políticas de natalidad, por decir tres— es incurrir, paradójicamente, en lo denunciado: que el negociado del ordenamiento del exigente cerebro inmaduro es una quimera, y en consecuencia, una oportunidad de negocio redonda. Y eso, la instrumentalización de una causa civilizatoria decisiva, también es violencia.

Madrid, 1987. Periodista. Ha trabajado en radio, prensa escrita y digital en medios como El Independiente, Clarín, Eurosport o El Español. Editor de la web The Last Journo, es también autor de las obras Adiós, cariño y Tormes

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