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Dios creó libres a todos los hombres; pero fue Samuel Colt quien los hizo iguales

En qué queda la legítima defensa

Cuando el comentarista canadiense Mark Steyn se mudó a un pueblecito de Nueva Inglaterra, una de las primeras cosas que hizo fue visitar la oficina del sheriff, a quien se presentó con un bienhumorado: “¿Así que usted es la persona a la que tengo que llamar si alguien intenta entrar en mi casa?”. El sheriff se alzó de hombros y respondió: “Bueno, verá: usted está ahí; nosotros, no”.

Como Jünger, el sheriff parecía convencido de que la inviolabilidad del hogar no se basa en la Constitución, sino “en el padre de familia en la puerta, rodeado de sus hijos, hacha en mano”. Aunque, en este caso, habría que cambiar el hacha por un revolver, en un país donde la posesión de armas está garantizada por la Segunda Enmienda de la Constitución y en el que se popularizó el refrán según el cual “Dios hizo a los hombres libres, pero quien los hizo iguales fue Samuel Colt”.

Después de que un jurado popular declarara culpable a José Lomas, el octogenario librero que mató de dos disparos a un ladrón multirreincidente en defensa propia, han llovido los comentarios indignados tanto como los comprensivos con la sentencia condenatoria, recordando el mantra politológico de que el Estado tiene el monopolio de la violencia.

Y de tanto repetirlo, hemos llegado a asumirlo como uno de esos axiomas indudables y autoevidentes, como que el sol sale por el este. Sin embargo, si sustituimos “Estado” por “autoridad de una comunidad política” para eludir el anacronismo, hay que concluir que la idea es muy moderna y que hubiera resultado en otras épocas y climas, no solo absurda, sino escandalosa.

En la matriz cultural de la que ha surgido eso que ahora llamamos Occidente y que antaño se llamó la Cristiandad, la Edad Media, no solo la ‘legítima defensa’, la defensa violenta e inmediata de vidas y haciendas, era una obligación personal incuestionable, sino incluso la venganza privada, la ‘faida’ de los germanos. Y, de hecho, la ley, más que prohibir que un particular matara a quien había matado previamente a un familiar, proponía formas de resarcir el honor menos onerosas para la comunidad, con una tabla Excel de indemnizaciones pecuniarias.

En su Divina Comedia, en el Canto XXIX, Dante expone como de pasada este hecho entonces incuestionable cuando se cruza con la sombra de Geri del Bello, un pariente asesinado por una familia rival, que le señala desdeñoso con el dedo, sin decir palabra. A preguntas de Virgilio, su guía, responde Dante:

«Oh guía mío, la violenta muerte

que aún no le ha vengado —yo repuse—

ninguno que comparta su vergüenza,

hácele desdeñoso; y sin hablarme

se ha marchado, del modo que imagino;

con él por esto he sido más piadoso.»

De entonces acá quedó la ‘legítima defensa’, un concepto que, como vemos en el caso de Lomas y otros recientes, se ha estrechado y sujeto a criterios casi imposibles hasta convertirla en un derecho ficticio, aunque sea realmente el más razonable y obvio. El defensor debe buscar en una situación de vida o muerte una condiciones de proporcionalidad puntillosa e inalcanzables en la vida real. Lo que el gobernante le está diciendo al atacado es que debe resignarse a morir, ser despojado de su propiedad o ir a la cárcel.

Por eso muchos ojos se vuelven a Estados Unidos y su Segunda Enmienda, con una ingenuidad que recuerda a los vecinos de Villar del Río esperando a Mister Marshall. Porque el encausamiento de Kyle Rittenhouse —que con 16 años mató a dos adultos en defensa propia— y el caso más reciente de Daniel Penny son botones de muestra de una tendencia similar a la que vivimos en la castrada Europa en este sentido.

Penny, veterano de los marines, viajaba en el metro de Nueva York cuando un vagabundo violento empezó a amenazar de muerte a los pasajeros del vagón, y se lanzó a neutralizarlo, con la mala suerte de que el sintecho resultó muerto. Por su acción caballeresca, Penny se enfrenta a una elevada pena de cárcel.

Pero hay un movimiento es Estados Unidos que, si bien es fruto del mismo adanismo descerebrado que ha traído la imposibilidad de la legítima defensa, podría resultar en su rehabilitación. Nos referimos a Defund the Police, la causa izquierdista que está obligando a reducir —idealmente, a cero— los departamentos de policía de las ciudades norteamericanas. No va a aplicarse, por supuesto, pero la desaparición de la policía podría resucitar la responsabilidad de los ciudadanos sobre su propia defensa.

Al mes de desaparecer la policía de las calles, la violencia casual e incesante de los de siempre se reduciría al mínimo, porque la gente normal se daría cuenta de lo que nunca deberíamos haber olvidado, a saber: que somos los primeros responsables de nuestra propia defensa.

Hace mucho que subcontratamos nuestra defensa a expertos —la policía— esperando que se ocupen de hacer justicia y nos liberen del engorro de hacer cumplir la ley, investigar, arrestar y castigar. Y fue un avance, por supuesto, que funcionó razonablemente bien mientras teníamos una sociedad homogénea y de alta confianza. Pero, como suele suceder, hemos pagado un alto precio por estas ventajas.

Como son otros los que se ocupan de ello, no solo hemos olvidado cómo defendernos, sino que incluso nuestra propia mentalidad es contraria al propio concepto. Después de todo, confiar en el experto es la actitud por defecto que se nos ha inculcado en casi todos los aspectos de nuestras vidas, lo que nos hace, más que débiles, absolutamente impotentes.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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